domingo, 14 de febrero de 2010

ANTONIO MORA

HOJAS DE CENIZA
PRESENTACIÓN

MANUEL ROJAS nació en San Cristóbal el 25 de noviembre de 1955. Poeta por ese don insondable que dioses o demonios dan a algunos seres para que por la palabra devengan en creadores. La vida y la obra de este joven escritor tachirense se escinden en dos vertientes al cual más valedera: la del orfebre del verbo, cuya labor poética recoge este volumen de la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses, y la del artesano que en la peña, la imprenta, o en la calle misma, anima activamente el quehacer de las letras en su tierra natal.
En 1994 Manuel Rojas da a la imprenta “Los Espacios Socavados”, conjunto de narraciones cortas y prosas poéticas que eran apenas una pequeña y buena muestra individual de una más vasta y muy interesante producción lírica esparcida en páginas culturales de periódicos, revistas, antologías y selecciones poéticas. Es esa la obra que con el título de “Hojas de Ceniza” el lector tiene en sus manos y de cuya calidad dan fe seis importantes premios literarios obtenidos por igual número de poemarios de los aquí reunidos: “Baladas para la Orfebre”, en 1989; “Hojas de Ceniza” en 1990; “Invierno en el Pacífico”, 1991; “Consternación en la Casa de Omaira”, 1991; “Ópera de los tres Narcisos”, 1996; y “Humana Transparencia”, 1996. De los galardones recibidos basta señalar el del “Primer Binacional Fronterizo Colombo-venezolano de Poesía”, convocado por el Instituto Universitario de la Frontera (IUFRONT) en 1990 y en dos ocasiones (1991 1996) el premio anual de poesía de la Dirección de Cultura de la Gobernación del Estado Táchira.
En la actualidad Manuel Rojas coordina la revista “Logos” y el periódico “Dia-Logos”, órganos del Ateneo del Táchira, es colaborador permanente del suplemento “Flash” de Diario La Nación de San Cristóbal y forma parte de la Coordinación de ediciones de la BATT. Perteneció al Taller Literario Zaranda. Su obra figura también en libros como “Geografía Poética del Táchira” (Universidad del Táchira, UNET, 1989), “El Color Sepia” (Narrativa, Asociación de Escritores del Táchira, AET, 1990), en los tres volúmenes en los que la Biblioteca de Autores Tachirenses recogió una significativa muestra de la narrativa, la poesía y la ensayística tachirense contemporáneas (véase BATT Nos. 113, 117, y 118) y en la colección “Zaranda”, vols. VII al XV, 1986-1994.
“Hojas de Ceniza” es pues un libro que son varios libros y con el que Manuel rojas, demiurgo de la esperanza por la palabra, adviene por la puerta grande, gracias a la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses al lugar que le corresponde – y que el lector ratificará – en las letras venezolanas y continentales.

Antonio Mora

Bernardo Navarro


En la historia se esconde un misterio ancestral. En ella las claves del mundo se revelan en ráfagas de lucidez y hay que estar atentos para percibirlas, para acceder a ellas. Por supuesto, también hacen falta palabras, y para nadie es un secreto que no todos las tenemos. Manuel Rojas sí, y a través de ellas nos permite vislumbrar un mundo mágico dentro de lo cotidiano que pocos habíamos sospechado antes de leer sus escritos.

Ahora bien, es preciso que mencione brevemente que en su poesía y narrativa es posible reconocer una profunda relación con el espíritu urbano. Sus escritos conectan al lector con una búsqueda permanente de los insondables secretos de lo mágico, de lo desconocido. Autocatalogado como un escritor de lo oscuro, Manuel Rojas sondea en sus trabajos ese cúmulo de factores y elementos que rodean la vida de los habitantes de la ciudad, pero, a la que pocos prestan atención. Es como un descubrimiento de los fantasmas y prodigios que nos acompañan a diario. Ejercicio loable de la imaginación humana, que nos conecta con lo universal. Tal vez por ello mismo se confiesa influenciado filosófica y estéticamente por Edgar Allan Poe, Jorge Luis Borges y José Antonio Ramos Sucre, así como admirador de las imágenes fantásticas de La Biblia, texto que lee y relee continuamente.

Bernardo Navarro

sábado, 6 de febrero de 2010

LOS ESPACIOS SOCAVADOS (cuentos extraños)

LOS ESPACIOS SOCAVADOS

MANUEL ROJAS

BIBLIOTECA DE AUTORES Y TEMAS TACHIRENSES (BATT)

SERIE POESÍA - VOLUMEN 170

Mi ser vive en la Noche y en el Deseo

Mi alma es un recuerdo que hay en mí.

Fernando Pessoa

A Dexy y Emmanuel, compañeros

en esta perpetua ópera de la vida.

LOS ESPACIOS SOCAVADOS

(1994)

El silencio de la noche nos trae la obra de Manuel Rojas, enmarañada en el mausoleo de la creación que, lentamente, sumerge al lector dentro de un mundo de seres enigmáticos, habitantes del oráculo de este continuo vivir, prisioneros en el tiempo. Rojas, se convierte en una ave nocturna o tal vez en el fénix para crear los espacios simultáneos entre la realidad y la fantasía. Cada palabra, cada frase-signo brota de las cenizas de su propio ser errante en los parajes milenarios, donde el reloj se detiene en medio de la penumbra.
En Los Espacios Socavados, el autor explora la oquedad mística, dispersa en los vericuetos de esa existencia perdida entre las sombras. Poco a poco nos muestra cómo el inconsciente (o la conciencia) se apodera del hombre mismo, lo persigue sin distancias ni fronteras más allá de los sueños y pesadillas de un presente-pasado. Más allá…para luego reencarnar en un ser diáfano, dueño del otro “yo” extasiado en su soledad perenne.
De este modo el escritor moldea la realidad al igual que un trozo de arcilla entre las páginas de su obra, al crear, metafóricamente, un monstruo sin forma que vaga en una sociedad tormentosa, madre de un niño sin sexo, abandonado en una inmensa ciudad de platino, que lo arrastra hacia el sendero iluminado por dos avisos de neón: el bien y el mal.
En la obra de Manuel Rojas, Los Espacios Socavados, no se puede separar la ambigüedad de los símbolos: misterio-terror, luz-sombra, sangre-muerte, religión-sociedad. Todo es igual al negativo de la fotografía que refleja el otro lado del destino, mientras el hombre corre desnudo dentro de su propio ser.

Dexy Ruiz Rodríguez


A mi madre,
por haberme hecho así.
Y a mí mismo,
por ser como soy.


Me acostumbré a la alucinación simple:
veía con entera sinceridad una mezquita
en lugar de una fábrica, una escuela de
tambores dirigida por ángeles, carruaje
en los caminos del cielo, un salón en el
fondo de un lago; los monstruos, los
misterios: un título de sainete erigía
espantos ante mí.

¡Después explicaba mis sofismas
mágicos por la alucinación de las
palabras!

Rimbaud


CARTA A LA HACEDORA DE ESTE SUEÑO

Es posible que Ud. señora, comprenda la situación en que me encuentro: no estoy postrado aunque sí enfermo, o postrado, si se quiere, debido a mi transformación. Después de leer a Kafka, créame, el cambio experimentado en mí fue patético. Primero, porque en esta semana (me refiero a la llamada Semana Santa) me propuse dedicarla a la lectura y en efecto lo hice, pero de pronto me sentí en terribles condiciones de ánimo, tornándome arisco y solitario. Segundo: vi crecer mis piernas, se alargaron y crecieron como si fuesen de goma; contemplé la mutación en el espejo y cuando hubo terminado, yo semejaba un escarabajo. Entonces, dilucidé entre sombras sobre ese horrible cambio y en las horas extremas de la madrugada, en posición alarmante de riesgo, emití un grito angustioso que levantó de un tiro las tejas de la casa. Desde ese momento he esperado ardientemente su llamada. Si decide presentarse, venga lo más pronto posible para que pueda librarme. Le agradezco su presencia, me reconfortará para siempre – se es que he de quedarme así por el resto de mis días - y por favor, señora, llévese el libro, lo detesto, como detesto tanta soledad sin Ud. Aguardo su rostro dentro de mí, como si se tratase de una pieza faltante en el orden de las emociones o de mis sentidos…

atte.

Manuel Rojas.


SONIDO DE SOMBRA

¿De dónde vienen los tañidos de campana que me despiertan al amanecer? La música de helio, desde las ventanas, pareciera escaparse en pleno vendaval. Los susurros de Sombra al subir la escalera de mi habitación, terriblemente ebria, podrían ser, en cierto modo, la causa del insomnio. La escucho dar golpes a la deriva, sostenerse al fin de los barrotes, emitir quejidos, leves estallidos de respiración acelerada, hasta que la puerta se abre. Ahora duerme junto a mí, dentro de mí, dentro de la carcajada voraz de la noche cayendo de prisa sobre su cuerpo. Posa desnuda. Me levanto con la intención de dibujarla. Hasta donde me sea posible haré de ella un boceto, el mejor perfil que haya creado bajo un relieve cálido con algo de sol en los bordes, que tenga forma de ángel, claro está, sin la sonrisa estúpida que se despliega a lo ancho de su rostro. Espero en silencio con el juego de pinceles a un lado de la cama. Amanece y todavía estoy preguntándome sobre esa rara actitud de Sombra y el ruido de pisadas y cadenas y latas que no me permiten conciliar el sueño y que además, a menudo, desandan en el umbral de la madrugada.

EL MAGO

Rojo es el velo del vestido de la mujer sacudida por el ventarrón. Ocasión particular para hacer alusión a su desaforada angustia – vista desde la ventana-. Te vi bañada en sangre dentro de la rueda azul del circo. Tomé la sombra entre las manos y te desnudé, al momento que el mago tomaba la sierra y abría en pedazos su cuerpo.

Mordí el velo de mil palomas juntas, el hábito, tenue, blanco, de la infernal figura de seda dispuesta para el espectáculo. El mago juntó las cosas en un solo complejo visual. La ilusión duró apenas veinte brevísimos segundos, la operación caducó, y yo, todavía en la ventana, miraba su silueta deforme en el ocaso, justo en ese instante. Los árboles semejaban monstruos de bronce, de terribles manos y cabelleras despeinadas, observando la niña degollada en el abismo.


SUEÑO AMERICANO

El brillo en la mirada del anciano correspondía al buen signo de la cordura. Subía desde un bajel de frondosas flores de mayo, hasta el réquiem de un amanecer tachonado de puntos negros. Bien podría pensarse que la despedida, como todo asunto ceremonial, encerraba un enigma. No en vano el viejo pudo subir las gradas, pisar las alfombras orientales y al fin tocar, apenas tocar, rozar tal vez, las finísimas porcelanas chinas; las poltronas coloniales, las noches umbrosas aromadas de jazmín y pipas españolas entre costosísimos licores, champagne y diálogos abiertos sobre la libertad y temas afines: fruto de sus cincuenta y seis años de búsqueda y espera; la sonrisa amplia, la perenne alegría, desbordada, imperial, testimonian la grandeza por la que fue recibido en la dinastía, el último heredero de esta pesadilla; vivida por un callado y discreto soñador Latinoamericano.

PERENNIDAD EN LA FOTOGRAFÍA

El aire con aroma de café me sumerge en el espacio donde tu figura se vislumbra en medio del jardín, entre las flores, cerca de la verja. Tomo la cámara y apunto al lugar señalado, dominio de las ánforas. La fotografía sale corrida. Hecho de menos el matero y tal vez, un tanto borroso, el pequeño morrocoy, la silla y algo azul que pareciera ser un cristal empañado.

-No te muevas, le digo.

La distancia entre las manos, el espejo, alguna margarita que persiste en aparecer y tu rostro, es corta, por lo que el resultado es un close up un tanto desvaído y sin brillo. Permanece aún tu mirada en la proximidad de las begonias, lejana, vacía, así mismo la utilidad de la Kodak y todos los elementos que un día, en una fría mañana de mayo, fueron razones únicas para tu preexistencia.

Fue necesario ese instante, las cosas, el matero junto al morrocoy, la margarita, la silla, el cielo, para que pudieras apoyarte en el espacio y ser, siempre, una forma sin tiempo y sin olvido.

PEQUEÑAS PLUSVALÍAS

De la mosca viejera me ha quedado el azúcar y un trozo de queso magro para amortiguar el hambre, me ha quedado la jeringa y el azufre y un dedo para inmovilizar sombras. De la serpiente y la mujer esa rubia; esa rubia esperanza de guardar el último reloj del mundo y tus 20, 30, 60, siglos de sabiduría. He aquí el candil, la marioneta, el timón y el barco de los trece niños asfixiados en el ascensor, la película que nunca vimos, el fogón para la sopa, una ventana pequeña por donde se nos marcha la miseria.

De la viuda me ha quedado una frambuesa que aún guardo en la nevera, un limón de cuatro puntas dulces y la avena de ese mediodía prohibido en que recibí el primer disparo de la ausencia.

LA DAMA Y EL ROMPECABEZAS

Para C.S.

El rompecabezas no se había armado totalmente. Faltaban algunas cosas: un pie, un ojo, parte de los órganos genitales y algo de la cabellera. La dama estaba segura de su habilidad, sabía que la única forma de terminarlo era a través del sueño y la premonición, pues no se trataba de un rompecabezas común, estaba armando su vida. El pie, débil, pequeño, abolía todas las formas de huella existente. Decíase a sí misma que las cosas no se encuentran en su sitio o están muy lejos o sencillamente es imposible alcanzarlas. Lloró toda una noche, la primera de febrero. El tiempo correspondía a otro tipo de juego. Soñó, soñó incesante hasta coronar por sin sus sueños, pero nunca logró unir las piezas.


EL GRADUADO

Un aristotélico, spenceriano, además de cósmico e irreverente, nervioso como un pájaro de ciudad, cruza la calle en busca de su propio enigma (que nunca será el del sueño de la noche anterior). Habiéndose equivocado muchas veces en lo que él consideraba bueno y malo, decide licenciarse en filosofía. Ahora muestra con orgullo el anillo de promoción y las fotografías de grado. Después de culminar algunas metas, quiso cambiar de signo: contempló la calle, la casa del frente con su pequeño jardín, una paloma que revoloteaba alrededor del viejo cedro, el cielo infinitamente gris; volvió el rostro a la tarde, regresó a la espera de siempre. Tres días después le vieron atravesar el patio de la casa, amputado de una mano. Dejaba a su paso un reguero de sangre. Las hormigas bebían del líquido de su fuente púrpura y carmesí en un connotado misterio de ánforas. Él ya no pensaba, el arcano le había conferido un nuevo y extraño sueño.

EL HIDALGO

El jinete, muy apreciado por todos y cuyo sentido del recuerdo yacía inmolado, de pronto apareció en la primera gruta del camino – eso, a juzgar por la escena, en la vida anterior- enarbolando una espada. Extraña situación para la pequeña aldea. Nunca se supo cuánto sufrió el hombre a la vera del camino; las lluvias, el torrente de piedras, las inundaciones, los escasos vericuetos del olvido cayeron sobre su tez amarillenta. En suma, se envejeció de espera (en aquella ocasión). Hoy vaga entre la multitud con un brazo mutilado y un ojo muerto, vaga a la deriva en un mundo que no reconoce su nobleza ni teme a su espada, a su caballo y, por sobre todas las cosas, a su gran valor.

Nunca nadie olvidó al hidalgo caballero, quien creyó morir en la primera garita del recuerdo.

PARAJE DEL MEMORIOSO

Una noche en medio de horribles pesadillas pensé que enloquecería. Vi espectros terroríficos, impresionantes escenas. No sé qué signo de la discordia fustigó el emblema de la cordura. Un emisario del reino maligno cercenó la cabeza de los grandes corsarios, cuya única salvedad era la lucidez de la memoria. Nunca se redimieron del odio, aún cuando en el centro de un paraje de erizos y árboles rosados se crucificaros sobre maderos miserables. Soné el tormento de los mártires de la inquisición y fui – a la vez- soñado por algún inquieto inquisidor, en quien pesaba la sangre de los condenados. Vi rostros confundidos en el fuego, sudé imperiosamente y por último fui desterrado al olvido. He vuelto a profanar aquel misterioso sueño, en la habitación, detrás de la puerta, en el comedor, en la cocina…después, al terminar la jornada, fui transmigrado a otro reino, lejos, al fin, fui redimido de la sangre.


LOS AMANTES

El muchacho, invadido por una ráfaga de amor, pretendió buscar su ángel en Los Claveles, bar a cuyas puertas llegaban los pescadores de nuevos presagios. Allí conoció a Blanca y por ella (así lo advirtió desde el primer momento), estaría dispuesto a dejarse mutilar los brazos, decapitar y hasta desmoronar el alma. Un día en que el viento soplaba con rigor sobre los aleros, los olmos anunciaron las correrías de Juan y Blanca desde los inmensos solares del burdel, hasta el andén próximo, vía al autobús. La pequeña prostituta creía amarlo, no obstante, el destino la marcaba en la dura cerviz, en el infinito de su agonía. Atravesaron pueblos, ciudades, interminables avenidas, hasta pernoctar en las tibias camas de una pocilga, propiedad de un ancestro de Juan. Ahora juntos, podían beberse con precisión la cicuta y el agua de la miseria. Ella tuvo que declinar el esfuerzo a la aceptación de la vida conyugal. Volvió a la rutina de los bares para ayudarse, dijo. Él vagó por la ciudad en busca de trabajo y en las noches tenía que apostarse a las mesas de sucios manteles, en la taberna, a esperar que ella atendiera un cliente. Lunas forajidas anticiparon el desenlace que, a tristeza limpia, él lloraba en solitario sobre las copas y las calladas ausencias, mientras Blanca, en contraste con su existencia, se ofrecía por unas cuantas monedas. Noches larguísimas sin el velo de la cercanía. Adelgazó, viéndose de pronto rodeada de huesos y cueros vivientes. Juan, por su lado, oteaba a través de los barrotes de una desdicha agazapada. Oyó de los labios de un gitano una sentencia. Impulsado por un vivo reflejo, alucinó entre luces chillonas: corrió a lo ancho del patio de tamarindos desertando para siempre de Blanca, pero mucho más que de ella, su huida – a juzgar por el episodio- fue contra todos los elementos de su infatigable búsqueda, más allá – incluso-del adiós perpetuo de la noche.

IMAGEN DEL PINTOR

El hombre no era el mismo que le había hecho una caricatura a Adelita; no obstante, el parecido era asombroso. Ella lo había conocido en el pequeño lunch de perros calientes de Pablo y allá se dirigía todas las noches, religiosamente, para volverlo a ver… La tarde en que se conocieron él le habló de escenas surrealistas que a duras penas – dijo- recién terminara la expondría en la galería Sin Límite. No en vano le sirvió tal información y por coincidencia (así lo planificó) lo encontraría nuevamente. Pasaron los meses y como todas las tardes, ella cruzaba la esquina frente al vendedor de perros, pero nunca, en esas fatigosas caídas de sol, tuvo la oportunidad de volverlo a ver. Entonces llegó el día de la exposición y vio al creador de tanto color, brillo, esplendor e inmediatamente supo que no era el mismo aunque el parecido podía confundir a cualquiera. Se detuvo, le miró a los ojos e intentó hablarle. Él no se digno siquiera tomarla en cuenta. El gesto quedó impregnado en los tibios espejos que repetían por doquier su rostro, como si desde aquel día, la imagen del pintor, se repitiera a lo largo de la existencia y en todos los hombres conocidos; o como la multiplicidad de un sueño, dentro de un sueño, repetido en la memoria.

CASANDRA Y LOS SUEÑOS DEL MAR

Cuando me alejo de la casa, sobre todo en las tardes, voy hacia los lugares que me brindan protección: el bosque de nogales y cedros de los cuentos amarillos de Casandra, la pequeña escritora que vive en la cabaña más cercana a la quebrada. A menudo compartimos la sopa, el café caliente de las tres y el pan con ajo. Noches submarinas (en atención a su última obra) sobre trasatlánticos misteriosos, piratas y todas esas fábulas del mar. Allí, en la alborotada alcoba, me estiro sobre su cama limpia, en las poltronas o sencillamente me acomodo en la alfombra y duermo a pierna suelta, mientras escucho su voz junto a los sonidos del mar. Las olas agonizan al acercarse hacia la playa, emitiendo murmullos de éxtasis invernal, entonces aparece un centauro marino a estribor, en línea directa al Triángulo de la Bermudas; un barco inmenso se esfuma en medio del vaho nocturno, cual si fuera un gigante de humo, hundiéndose. Casandra lee la página 47 y al empezar la 48 coloca una ficha para marcar donde va, y cierra los ojos. Es posible que al amanecer me haya leído el manuscrito; pensaré que estoy despierto y escucho su voz que me reclama desde la tormenta, en una isla del Caribe, sin embargo, allí estoy, sin más que decir o que hacer, sino esperar el final, justo a la salida del sol.


GOLONDRINA

De una luna salvaje en la noche de mi aventura tomé la golondrina y la enjaulé. Obsesionado por una ciencia difusa cometí el gravísimo error de aprovecharme de su libertad; el ocio marcaba mi rostro. Caminé descalzo a través del patio de vidrios partidos y en el follaje, justo bajo el árbol de tamarindo, recuperé parte del enigma que en resumidas cuentas, era la consecuencia de una ficción teológica. Corrí nervioso y azorado en medio de las sombras, busqué el refugio de mi sueño y en vez de encontrar el monumento plateado, en cuya cabeza jugueteaba la golondrina, había una cruz envuelta en niebla quemándose entre el orbe taciturno. Lloré de espanto. Me incliné para reverenciar la imagen y después regresé a la habitación, casi clareando el alba. Violenté puertas, sillas, libros, porcelanas, discos… La suerte quiso que viese nuevamente el ave, permití que volara en el cuarto, alrededor de mi cabeza, luego abrí las ventanas y la dejé libre para siempre.

Dos días hace que retorné a la oficina. Desde la ventana observo la golondrina … - en todo caso no sé si la misma-. Con cierta inquietud miro hacia los lados, a menudo no hay nadie a mi alrededor, entonces busco afanosamente la luna, arriba sobre la copa de los árboles y el atardecer, donde se abre su ala nocturna y la separación es infructuosa.

EL MENDIGO

En ocasión de presentarse la oportunidad de alcanzar nuevos ingresos, que sólo es una pretensión si se quiere, Napoleón inventó las mil y una forma de obtenerlos. Vendió desde condones hasta seguros de vida y en todo le fue mal. Consultó libros: El Mejor Vendedor del Mundo, El Tesoro Más Grande…Nada fue más urgente en su vida que la búsqueda de información en materia de dinero, pero…nada, cada día se hundía en la miseria. Empezó a pedir, primero a sus amigos, a quienes mitad en serio, mitad en broma, suplicaba la consideración. Le parecía deshonesto, humillante. A la larga terminó acostumbrándose, mendigando sin escrúpulos a todas las personas. Los años transcurrieron y el ahora mendigo era sólo un guiñapo cansado por el tiempo y odiado por todos, a quien solía encontrar siempre en la misma esquina. Cuando alguien se le acercaba percibía inmediatamente el rancio olor a grasa y alcohol y una mirada de piedra casi insultante. Las cortinas de invierno, de los muchos inviernos y estaciones legendarias de trenes y botes perdidos en alta mar, los siglos de calma y espera, alucinando ante cosas inciertas, los recuerdos vidriosos, lejanos, que de vez en cuando surcaban su memoria, llevándose el sueño en grandes corceles, en caravanas suntuosas bajo luces y estelas, la turba detrás de las bambalinas, los efectos especiales de sonido e imagen; esto y más le atormentaban de una manera implacable, férrea. Y ahora, al mirar una cara que le pareció conocida, profirió algo así como un grito débil que al instante se ahogó en las entrañas. Sí, la vio, como podría verse una diosa; la observó detenidamente y frunció el ceño… curiosamente, reflexionó. Una lágrima brotó de repente de esas rocas macilentas. Había olvidado el único rostro que amó y de pronto apareció ante él, como un ave extraña. Se sintió perdido porque el regreso a ciertos lugares del recuerdo, de rostros olvidados, de vivencias simples pero leales, le postraban aún más su sombra, en un vacío mucho más hondo que la muerte.

EL ÚLTIMO INFIERNO

Morir cerca del fuego adquirió para Dante una fiel consigna. Beatriz elevó una plegaria, apostada en la última grada del infierno. El infeliz Virgilio retó el reino de la sangre: La Divina Comedia del enigma. Se supo de la gran aventura en el extenso paraje de vellonas y murciélagos de candela, por el recién informe de la inquisición, transcrito por el reverendo Agustín, de la misión católica. Se disertó sobre los ahorcados en la capilla del pilar romano y en qué forma se mutilaron protestantes, judíos, y toda clase de apóstatas. Hirvió la desnudez de la plaza frente al genocidio mientras el canto gregoriano subió a la cúspide principal, en el lugar de las violetas. Brilló en el cielo esmaltado el signo de la confusión bajo un relieve de Da Vinci. Oscurecido el emblema, Beatriz cerró el libro y lo lanzó a la fogata. Lucifer, solo, triste, amó para siempre el tropel de los caballos árabes, el polvo pastoril, el valle de las cabras, la celebración papal por la quema de tantos miserables y más que eso y que todas las cosas, amó el Fausto de la luna en manos de Mefistófeles. La orden se pronunció en fiesta muy al fondo de la noche, en el misterio de la tierra recién profanada: América.

LA SERPIENTE

La serpiente con su veneno mortal, lanzó por undécima vez su mordedura; pero el hombre que esperaba esa ocasión pudo sortear el peligro a tiempo. sin embargo el latigazo fue fugaz y no hubo salvedad al instante. El hombre padeció sobre la piel el dolor del cuero frío de la sierpe. En el siguiente invierno, cuando la ciudad dormía a sus anchas, el hombre deliró a merced de un infatigable impulso demoledor. Corrió por las calles, desnudo. Al amanecer fue detenido por las autoridades y cien veces muerto por la agonía del presidio. Nadie estuvo a su lado en las horas del insomnio y nadie fue a visitarlo. En otros inviernos se repitió la pesadumbre, luego, al final de los siglos, en la consumación de su historia, la imagen del bien y el mal se fundió para siempre en la figura de la gran culebra. El hombre al fin quedó libre de la maldición.

“EL NOMBRE DE LA ROSA”

Vigiliae matutini, al rayar el alba. Hora litúrgica.

Yo habría colocado una flor en su vientre, en los Montes Elíseos de la fábula para engalanar la noche de las espátulas de fuego. Hombres con ínfulas de gladiadores del alma olvidaban el hierro y el bronce de la reforma. Las ninfas invocaban al dios de las glaciaciones, entonces pidieron fuego y les fue concedido. Tuve la sensación de ser un profeta en aquel castillo de la deshonra, no obstante la senectud del hielo bloqueó la desembocadura del gran río. Oí risas, suspiros, confesiones. Oí al viento descender desde las alturas milenarias mientras el mundo se moría a mi alrededor. Allí, ante la mirada del monje, un ave batía sus alas para morir a mis pies. El cadáver del inquisidor colgaba de su armadura y la rosa era pisoteada en la arena; la misma flor que un día sembré en tu figura de hielo.


RITUAL

Zarathustra debió aparecer entre las sombras de un sauce para pregonar con vehemente delirio sus terribles máximas. La gente se aglomeró para oírle como si se tratara del mismo Cristo. Entonces hubo confusión en la retórica, además de ciertas alevosías displicentes de las damas seguidoras del nuevo profeta. Las mujeres nunca entendieron la verdad expuesta. Fue durante una noche de verano, bajo una luna redonda, detenida, que se expandió por el campo un aliento a hierba e incienso. Las damas bailaban al otro lado del lago una danza ofrecida a Moloc, extinguida hace milenios.

Una fogata iluminaba el campo bordeado de altísimos árboles. La gente no sabía a dónde acudir, confluían entre ambos ramales: el hechizo de la luna y Zarathustra (¿o Moloc?). Hube de pasar horas retando el asombro de los búhos, algo así como si mirara dentro del agua de barniz, profunda, donde mi rostro aparecía encendido, hondamente iluminado por las llamas, transformándome en otro seguidor de la comuna y agotado por el cansancio después de caminar horas y horas montaña arriba en busca – pensé- de la presencia de un sol también ennegrecido por esa fatal desventura. Fue preciso invocar la muerte en medio de aquella horda de fanáticos. Aluciné en muchas ocasiones, soñé con espaciosos parajes, aguas límpidas, cataratas azules y una ciudad de mármol rodeada de plantaciones de trigo y frutas. Amaneció. Al fin sucumbimos contra las huestes malignas en manos de una esperanza inefable: El Superhombre.

Desde ese entonces conservo la diafanidad de la luna, un fragmento del maestro y un poco de tranquilidad.

RETORNO

El regreso de ella nos reunió en una sala a media luz. Su risa jovial franqueaba la palabra… Fue fácil la justificación. Entonces creció el asombro colmándolo todo. Su sombra apenas se movió en el espejo, porque yo miraba el espejo más que todas las cosas. En su fulgor apareció la luna, el ojo avizor, el bien y el mal, resumidos en una parábola, un pájaro de plata, el espectro de los amuletos; sudé copiosamente. Ella se desnudó, noble como una azucena o como una fábula. Pero su voz rompió el hechizo y fuimos un tatuaje persistiendo entre las sombras, aunando nuestros odios secretos, nuestro retorno al cuarto, con una pasión que fluía a raudales bajo un río descolorido.

La savia brotó del entorno circulante, tembló el cuarto resquebrajando el abalorio frontal, sobre un talmud bíblico, legendario, espantoso…

LOS ESPACIOS SOCAVADOS. San Cristóbal, marzo 1990-junio 1994. La presente edición fue revisada y corregida en abril de 1998. Este libro se terminó de imprimir en el mes de agosto de 1999 en los talleres de Tipografía Cortés. San Cristóbal-Estado Táchira.