sábado, 19 de septiembre de 2009

MANUEL ROJAS: CUENTOS EXTRAÑOS Y FANTÁSTICOS



CUADRO SOBRE UNA EPIDEMIA INCURABLE

Los sepulcros están vacíos. Los desperdicios de huesos y excremento de muerto yacen en las bóvedas secretas del palacio. Es mentira que hayan sobrevivido a la ceguera, y que la epidemia creara una hecatombe. Sus voces aún nos acompañan en los atardeceres inmortales de Creta. Nuestra soledad no ha permitido la comparsa de los convictos. Su sangre contaminó hasta los espejos, sus manos se aferraron a los papiros.
Los hombres desandaron entre las enredaderas, a ritmo de la danza maldita de los Altares de Sílice. En los jardines de la lucidez, los borrachos y los militares, peregrinos del desierto, participaron del festín como mercenarios de una confabulación absurda. Ciegos de avaricia, truhanes de una grotesca ley que les permitía delinquir, cruzaron el mar Egeo. Descalzos atravesaron las playas, sobre las piedras rojas; enfilaron sobre inmensas plantaciones de coco, por sembradíos de frutas y pastizales acordonados, repletos de vacas y animales de cría benigna. El tamaño de sus sueños presumía el beneficio de una herencia que recibirían de sus antepasados. Redimidos del odio, creyeron encontrar por fin el lugar donde pernoctar. La luna los protegía como un hada de los cuentos orientales. El sol les quemaba la piel, recordándoles que más allá, en el sendero de las dunas, se incendiaba su esperanza. El fuego salvaje de los unicornios les salvaría de la rabia con la dicha de estar vivos. Pese a sus pecados, podrían disipar la carga de miedo que les atormentaba desde siempre. Por fin se sentían libres. Pero la epidemia fue mucho más cruel que sus andanzas. La culpa les condenó al absurdo, y la tristeza los hundió en un hueco sin destino. No atinaron a comprender por qué la vida les cobraba con creses cada recuerdo maligno de sus pobres existencias. Eso fue ya hace unos años, cuando rastreamos la comarca, cerca del castillo. Allí estaban los baúles negros, las mantas, las sandalias y las enaguas de las mujeres. Allí, sobre las rocas tibias, entre las brumas de los ríos dulces de la estepa, yacían sus alforjas. Alguien, nunca nos enteramos con certeza, pudo enterrarles en esos sepulcros miserables. Las águilas rodearon nuestro campamento. La noche advino a la locura, en una tormenta de infamias que nos aplastaba contra el silencio. Sólo el secreto de un maleficio acabó con esa generación de homicidas. El tiempo fue generoso con nuestra aldea.
El tesoro quizás nunca existió, es posible, pero esa fue nuestra mejor venganza, no hay duda. Los sabios de la congregación mintieron para bien, y esta es la recompensa: salvados de las aguas, como Moisés, vivimos plenamente el reverso de la ceguera, el absurdo de la melancolía. En Creta, donde al fin seremos inmortales.

CUADRO SOBRE IBIS Y LOS BARCOS DE ZEUS.

Ella besaba el vientre de los gorriones. Bebía el dulce elixir de las amapolas. Acariciaba los aterciopelados árboles de soledades pretéritas. Sus dueños, los antepasados patriarcas, se conformaban con su sola presencia. Ella significaba para la ciudad la protegida de Zeus. Sin embargo, no estaba satisfecha con ese mérito que decía no merecer. Sus manos blancas, pequeñísimas, sus pies rosados, su talle de muñeca, su perfil de muchacha india, no contrastaban con la sombra amorfa de su protector. Entonces, dueña de su voluntad, deshizo la mezquina sentencia que la tendía sobre un césped de contradicciones. Predijo el final, cuando apenas empezaba a creer que podría huir de su conflicto. Se sentía presa de si misma, de su silencio y su entrega, de su pobreza para escapar de la cárcel. El misterio de una lámpara que iluminaba la otra parte del pasillo, desde donde miraba al mar, se presentaba como la única salida. El fulgor azul de las sombras serenas de la tarde, en la caída del sol, permitieron sucumbir contra el recuerdo. Desde niña tuvo miedo de su celda, de su implacable celador, y de sus propias contradicciones. Pero ahora veía los barcos de Zeus en altamar, distantes, misteriosos, solitarios. El día del fin se acercaba en un ventarrón de huestes que imploraban su redención. El engranaje, en la máquina del tiempo, abrió el camino sobre la rueda del olvido, para salvar, definitivamente, el reino de Ibis. Tras los faroles de la ciudad incendiada, la lluvia arreciaba en el océano, en medio de la neblina, y en la proa, semi desnuda, la muchacha daba latigazos sobre la furia del agua verde oliva que amenazaba con anegarla. Ibis fue rescatada de encrespadas olas - luego de varios días de búsqueda- a donde van los muertos después de la muerte de la vida para reencontrarse con su sombra. Ahora yace en el rostro que se mira en el espejo, cuyo fondo siempre será un pedazo de mar desbocado, como un caballo que se perdió en la selva, y temeroso, vaga por los precipicios de su infructuoso destino.


CUADRO DE RUPTURA ANTE LOS ACERTIJOS DE EROS

Venus, la diosa de las paradisíacas orlas de fuego en la piel, descalza, desnuda quizás, ha implorado la misericordia de los oráculos, para desertar finalmente de la orden. Sin embargo, entre los monjes de la muerte o los verdugos, se ha instaurado la ley de “maten primero y averigüen después” cuya sentencia ya es parte del reino. Eros no sabe de concertaciones en consenso o de acuerdos políticos, en mesura y pacíficamente, sino tal vez en revancha y azote a los malignos.

Venus podría ser considerada un estorbo para la misión de los altos comisionados, pero es un deber esconderse de la sátira y la discordia. Es un deber, también, reivindicarse después en el tribunal, si lo hubiere. La muchacha, aunque tímida y frágil para enfrentar a sus enemigos, permanece indemne, como una estatua irascible. Su frente, poblada de melancolía e inútiles recuerdos, le anuncia el advenimiento de una catástrofe que desarraigará de la tierra el nombre de Eros. Lo siente hasta en el humo del vendaval donde se sacrifica la cabeza de los impostores, más allá de los alabastros del reino. Entonces resuelve marcharse y no sabe cómo hacerlo. Es así como descubre el espejo mágico de Orfeo, el músico rebelde, quien con su cítara ha logrado amaestrar a los leones del castillete. Sólo así, y con el encanto de la música, se aplacará la ira de Eros. La divina mujer no esperó la decisión del tribunal y decidió tomar la justicia en sus manos. Como el rey estaba perdido, y se había retirado a su aposento, ella logró burlar las autoridades para entrar a su recámara a través de la media luna de plata del salón. El rey yacía tendido en su cama, infelizmente deprimido y borracho hasta los tuétanos. Entonces le arrancó, en la vesperal oleada del viento, el sello húmedo de los edictos. La proclama salió al día siguiente en las “Sentencias del Día”. La mujer era absuelta de cualquier lapso conyugal y quedaba libre, bajo la enigmática figura de la consagración al deber, como “Dama del Pueblo”. La plebe ofreció incienso y vino de las campiñas aledañas. Venus era libre como un colibrí de los verdes olivares. Eros no entendió jamás el acertijo, pero obedeció su propio Decreto, y aunque tampoco lo comprendió, dejó libre a la dama para siempre, en el silencio de su desidia.

CUADRO SOBRE CRONOS Y LA PIEDRA DEL FUTURO

Prometeo huyó hacia otras tierras. Pisó la noche desde su estrella de piedra y se perdió entre las nubes, como un murciélago. Alucinó aquella vez, bajo la señal de una profecía, cuyo signo final era la desventura. Huyó porque consideró que era un deber alejarse de los Titanes de Cronos. Urano moría en aquel instante, en un pozo de desdichas, y Afrodita regresaba de una derrota que la confinaba al suicidio. Así comenzaba uno de los párrafos del libro que servía de guía espiritual a una cofradía que se negaba a desaparecer. Se trataba de una secta que adoraba al sol y creía fervientemente en la necesidad de castrarse, como santa seña de la redención, ante los dioses de ultramar. Yo era para ese entonces un apóstata que sumía a una población en la desidia. Descaradamente odiaba a los pobres y los creía inútiles; pues yo descendía de una casta de sangre azul, cuyo apellido lucía entre los más reconocidos de la oligarquía mantuana de aquella comarca. Me mofaba de serlo, por el placer de obstinar a los desesperanzados que merodeaban mi castillo en busca de pan. Y yo me reía de ellos hasta el cansancio. Pero una noche mi reino se vino abajo y esa detestable secta invadió el templo y se adueñó de la “Piedra del futuro”. Prometeo se levantaba sobre las hordas de aquellos fanáticos y los enloquecía con sus palabras, a través del manuscrito que celosamente guardaban en sus morrales y que leían todas las tardes, a las seis, exactas, cuando la luna lamía las olas de un mar que empezaba a rugir como un león. Mi desesperación creció cuando se apoderaron de mis bienes y los repartieron entre los miserables, y mis tesoros y mis obras de arte, y mis libros, y todos los secretos de las piedras amarillas de Zeus, traídas desde lejanas civilizaciones. Y mi “Piedra del Futuro” se iba también entre sus cosas. Todos los días lloraba por mi desventura. Todos los días esperaba, afanosamente, la reconstrucción de mi palacio, y el arrepentimiento de los impíos, pero nada. Los desvalidos de la secta se habían marchado lejos, hacia las tierras benditas, decían. Prometeo es tan solo una sombra en medio del desierto que huye hacia los falsos solsticios, descalzo e inmundo, y Afrodita regresa de un suicidio vano, hacia la prosperidad que le promete Cronos. Confieso que el manuscrito es real, que su premonición me ha marcado para siempre, y que después de todo ya no sueño con riquezas. He envejecido estos días, mucho más de lo normal, llevo en mis manos la ceniza de otros tiempos, adoro al sol y debo ser castrado para vivir mi soledad como un fantasma que implora la luz, más allá de los espejos de Urano, en la plena majestad de los Titanes, junto al mar órfico de Cronos, mi padre y mi hermano... en el azul celeste de su reino.

CUADRO SOBRE EL REBELDE Y LOS CABALLEROS DE LA MUERTE

En mi corazón redoblan las campanas de una dulce mañana de noviembre. Pero también se remonta en mi atizada desventura, el recuerdo de una tiranía que me hundió en un vacío indescriptible. Sucedió lo siguiente: después de muchos años regresé a la casa paterna y me senté en la puerta a esperar. Mi familia había sido asesinada por inescrupulosos caballeros de la guerra. Mis graneros yacían incendiados. Los animales muertos en sus corrales y los pájaros ya no cantaban en los árboles ni en las ventanas de mi desvencijada habitación. Soñé que todo era un sueño, sin embargo, dentro de éste, la realidad parecía una enorme mentira. Los caballeros de la noche presagiaban tormentas. Entré a la sala y encendí unas velas moradas que aún conservaban su nitidez. La llama se desparramada en el viento azul de las primeras horas del alba. Un himno desgarrador se oía en medio de la lluvia, porque llovía a raudales. Las palmas, de melenas oscuras y ensortijadas, sembradas de terror, parecieran perpetuarse en el delirio de abyectas melancolías. La letra del himno prodigaba una ocurrente alabanza a las estepas del valle, en donde duermen los restos de una civilización sagrada. Ese día no pude salir de casa pero sabía que pronto vendrían por mí. Los verdugos del sistema inquisidor sospechaban de mi rebelión. Habían interrogado a todos los coterráneos de aquella comarca y aunque ellos lo hubieran negado, yo ya formaba parte del objeto de su búsqueda; sabían de mi desventura, de mi terrible mudez, de mi enfermedad aciaga cuya consecuencia pudo ser la epidemia. No soportaban mi presencia en los pasillos del reino, ni siquiera en las calles de mi país. La orden era superior a cualquier extremo de cordura. No esperaba de ellos su perdón, ni la indulgencia por mis favores. Pero el escarnio me marcaba en la piel como a una res en el matadero. Entonces entendí que la vida tiene un precio insobornable. Si fui un delincuente de las sombras, la justicia procederá y aunque no recuerde nada ahora, algo de mi se pudre en silencio, en un justo juicio cuyo veredicto se lleva en la punta de una lanza homicida. La verdad traspasa mis instintos y me hace su presa. Las pisadas del verdugo se oyen. El viento silba apacible la última sentencia. Nadie impedirá mi inmolación. Afuera sigue lloviendo. Los pasos se acercan... estoy solo en la casa. La llama se esfuma, el aire crece. El día apenas comienza. Despierto y las manos de una dama me acarician. Sus uñas me aprisionan el cuello, y la punta de una lanza se hunde en mi delirio. El dolor me envuelve en una manta blanca, bajo la llama que flamea incorrupta, sobre mis ojos.

CUADRO SOBRE “EL DÍA DE LA GRACIA” (un día antes de la guerra)

Una bandera flamea en lo alto de una torre militar. Los soldados, enjutos y meditabundos, miran el horizonte sereno del mar. El sonido de la Diana les anuncia el nuevo amanecer. Las gaviotas revolotean en el cielo. Voces agoreras mitigan el silencio. Unas damas saludan al pasar, en la flota que intenta superar la marea, sobre un torbellino de adioses. Con manos blancas ondean sus pañuelos al aire encrespado de resplandores que anuncia una tormenta en alta mar.
Los muchachos corren a la proa para ofrecerle flores y besos, pero el agua regresa una oleada de peces pequeños que se enredan en sus cabellos. Las muchachas se alejan hacia otras playas, donde el crepúsculo les abraza sus cabezas con mantas de penumbras y niebla. Los barcos cruzan la infinita constelación verde oliva de alto riesgo, para incursionar en otros océanos. Los elegidos de la gracia, justifican el objetivo de la empresa. Esos marines encarnan el nuevo ideal cuyo fin es resguardar el territorio de piratas y tránsfugas. Ellos comprenden el misterio de su fe, el definitivo significado de su propósito. Las vastas ráfagas de viento huracanado no permiten ver el faro, en cuya cercanía podría estar el enemigo. Y las mujeres ¿por qué se arriesgan bajo estas amenazas naturales? Es el destino irremediable del canje. Ellas van hacia la muerte, quizás, azotadas por las olas y sin embargo serenas. De pronto el barco de los enemigos empieza a hundirse en la bruma legendaria de un profundo ruego, pero las damas, protegidas por los oráculos del porvenir, logran salvarse. Los elegidos descansan porque los enemigos, esos misteriosos espectros de la noche, murieron en medio de las sombras, en un invierno que persiste todavía.
Los soldados también descansan sobre el timón de una oscuridad benigna. Luces de bengala declaran el festín. Luego, en la tersura de la tarde, los elegidos bailan al son de un arpa fosforescente. El “Día de la Gracia” había llegado. Las mujeres también bailan, descalzas, desnudas o en pijama, en el mundanal ruido de espejos luminosos, mientras el mar rompe, en destellos sórdidos, la esperanza de los confinados. Y allí, en el infinito memorial de un recuerdo, los insurgentes mueren sepultados entre piedras amarillas y diásporas malditas, en medio del mar...

CUADRO SOBRE LA PASIÓN DE CRISTO

La vida es demasiado corta y llenadedolor...
Jesús ha estado a tu lado
te conoce como a Natanael, allí debajo del árbol.
Elvira
(Mensaje de celular)

Jesús mira desde la cima. El valle se extiende a lo largo de Jerusalén. El cielo está gris y una mano con un pergamino se dibuja en el rostro de las nubes. Un cíclope, tal vez, un elefante triste, o un águila hambrienta se levantan sobre la arena, en el vasto horizonte de leyendas. Jesús desciende en un destello rojizo, sobre la cresta de un fuego extraño. Levanta el polvo de la derrota, de la tortura de cuarenta días de ayuno bajo un sol inclemente, o debajo del resplandor de la luna de las otras cuarenta noches de tentación.

La soledad de su blanca mirada atisba el dintel azul del amanecer para hollar los caminos de la melancolía. La esperanza de los miserables despierta olvidos, ruidos lejanos, negros infolios que mancillan el poder de Roma. Sus manos tocan otras manos que se pudren en el infinito infierno de la pobreza; hombres enfermos ansían tocarle, redimirse por siempre, sonreír a través de las ventanas, en los palacios de Judea. Los perros destrozan el sueño de una aventura milenaria que se remonta, en vilo, en la edad de los tiempos de la profecía. Los designios de una remota sentencia, prescriben finalmente: el Mesías anunciado monta un asno que se come la hierba de la vereda mientras desfila hacia la muerte.

El maestro sabe que su fin está cerca y que la corona de su reinado se colma de desamparo. Como un padre acaricia las delgadas transparencias de un cielo líquido, empozado en sus ojos. Su voz apenas roza el viento y llega hasta las viejas comarcas, hasta los rincones de las cuevas en donde se amasa el pan de los niños y las viudas. Las mujeres, jóvenes y hermosas, le ofrecen especies aromáticas, manjares y conservas delicadas. ¿Podría recibirlas ahora, como a la Magdalena? Ahora que su callado le sostiene sobre las piedras del Monte de Sinaí, donde, entre ventarrones, espera su final. La muerte regresa en un caballo turbio, con el paso del galope de los fantasmas, en el temblor de los templos, para confinarlo al más recóndito lugar de los presagios. Su última palabra de oye desde una cruz, en la visceral agonía del planeta, con el sueño de redención de los pastores de Israel, o en la temprana melodía de las trompetas de Jericó, anunciando el juicio final de los filisteos. Y allí, en la oscuridad de su nostalgia, una lámpara ilumina el desierto.

CUADRO SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL HOMBRE NUEVO

Más allá la eternidad... y al final, un día después…
Esa tarde (en la mañana supe que mi esposa estaba embarazada) nos encontrábamos a bordo de la nave espacial WW-X0-90, en un viaje de excursión. De pronto, como a las tres, el espacio se cubrió de una densa sombra que nos envolvió de tal manera que era imposible la visibilidad. Poco después los conductores, de quienes sólo recuerdo los trajes plásticos, transparentes y blancos, de manos enguantadas, nos llevaron hasta unas cabinas amenazándonos con un arma extraña, que parecía de juguete. Obedecimos en silencio. Rodeados de botones y pantallas semejábamos actores de una vieja película de George Lucas. Escribo esto, ahora que por milagro he logrado sobrevivir. Estoy solo en medio de la catástrofe y quiero dejar constancia de lo que mis ojos, a duras penas, han visto. Dentro de los cubículos y a través de un vidrio, nos revisaron de pies a cabeza, minuciosamente, por medio de imágenes computarizadas. Debo agregar que, y aún lo recuerdo con estupor, a uno de los nuestros le practicaron una operación en el cerebro. Nos desmayamos. Después aparecimos en la ciudad, desnudos y hambrientos. El aspecto que ofrecían las calles era deprimente. Había, en todos lados, montañas de cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales con la piel hinchada y brotada de pus. Abracé con vehemencia a mi esposa. Ella temblaba.
Despertamos a los otros familiares, tres mujeres y dos hombres. Ellas también estaban embarazadas. Al ver el espectáculo prorrumpieron en gritos. El escenario parecía haberse tomado de un cuadro surrealista. La fetidez era insoportable. Caminamos a lo largo de las calles. Los abastos, almacenes, restaurantes, bancos y pare usted de contar, estaban abiertos con los muertos en sus sitios. Algunos tenían la mano en la nariz. Fuimos al apartamento y nos vestimos. Caminamos con los rostros llenos de asombro, de incredulidad, de angustia. En los barrios las casas estaban abarrotadas de cuerpos paralizados, con gestos que denotaban una fría y repugnante soledad. Pensamos en todo. ¿Qué había ocurrido? Aún no lo sabemos. ¿Fue, acaso, la bomba atómica, la responsable de tan semejante desastre? ¿Qué pudo exterminar la humanidad? ¿Extraterrestres? ¿Algún experimento bacteriológico? ¿Radiación? En esta misteriosa pesadilla cualquier cosa podría ser la respuesta, es absurdo, la vida se nos escapaba de repente, y lo único que le quedaba a una persona que haya sobrevivido, es suicidarse. Queríamos morir. Deambulábamos como zombis por las calles, pero después, poco a poco, nos fuimos resignando. Decidimos vivir en el sur de la ciudad, frente al río y en una casa grande y rodeada de naranjos. Lanzamos los muertos al cauce junto con sus pertenencias y nos instalamos para comenzar una vida nueva, si a eso se le puede llamar vida.

Transcurrieron tres meses. A mi compañera el vientre le había crecido en forma exagerada. No supinos nada de la otra familia, sólo que algunos de ellos terminaron en la locura. En los días siguientes al arreglo de la casa, me dediqué a la siembra de legumbres, pero la tierra se había vuelto estéril y las aguas estaban contaminadas. Sabían a bebedizo, a estiércol. De vez en cuando íbamos al barrio más cercano y buscábamos lo que se nos antojara, sobre todo enlatados; ya hasta habíamos olvidado el sabor de las verduras y las hortalizas. Los autos permanecían como viejas madejas de lata, totalmente inservibles. Recordé que antes de la destrucción de la raza humana, la vida se había hecho difícil. Vivíamos en una constante miseria y la crisis en el país era insoportable. Nos sentíamos encerrados en una perenne zozobra. Ahora, solos en el planeta, podíamos decir que éramos ricos, inmensamente ricos en un mundo desolado y deforme. A mi mujer continuamente le daban ataques de histeria. Se apoderaba lentamente de nosotros una cruel y espectral sensación indefinible; el abandono, la soledad y la incertidumbre nos hundían en una ola de resentimientos. El devenir de las sombras, de formas inimaginables, esotéricas, de fantasmas apocalípticas que sólo estaban en la imaginación, supongo, nos aterrorizaban a menudo confundiendo, en nosotros, la realidad con la fantasía. Esto, sin premeditarlo, me llevó a la antigua fe de mis padres.

Llorábamos por todo, hasta el cansancio, hasta caer en estados de sensibilidad superiores a la razón.
Creí, en medio del laberinto y la neurosis, que algo sublime podría remediar la situación. Como un ciego, en un recodo lóbrego de la vida, me postré ante un dios desconocido.
Parecía un autista a veces. Vivía sumido en una constante melancolía. No me importaba si el sol alumbraba o no; sospechaba que una fuerza inminente y peligrosa se apoderaba de la naturaleza, ésta, peor que la misma destrucción de la humanidad.
Y al fin llegó el día del parto. Fue un momento difícil. Los dolores le comenzaron a eso de las once de la noche de un lunes, según nuestro calendario occidental. Nació a las doce. Por primera vez me sentí ajeno, lejos de captar lo que pasaba, actuaba como un autómata. Era primeriza. Hice las veces de partero. Ella, abriéndose de piernas y con el rostro perturbado me imploró que halara al infante. Cuando agarré su cabecita me pareció que hubiera tomado una cresta de gallo e inmediatamente la solté. Quedé atónito, terriblemente consternado, se me erizó la piel, el pequeño, con esfuerzo, se libraba de la placenta para después caer al suelo envuelto en una babaza gelatinosa; reventando él mismo el cordón umbilical. Tenía la piel verde y transparente, las manos largas y filosas con uñas que sobresalían de sus dedos, la cara espantosa, en vez de labios, una protuberancia semejante a un pico de pelícano y los ojos le refulgían como dos focos incandescentes que inspiraban el peor terror del que fuera testigo un ser humano.
Maldije, en verdad maldije en voz alta, a gritos, esa infernal presencia. Mi mujer murió en aquel preciso instante. Horrorizado corrí hacia el río. Corrí con mi dolor a cuestas, corrí estrellándome contra todo, con los árboles, con las rocas, enredándome en la maleza, con la pena de ser, probablemente, el origen de una nueva especie. Acaso ¿esta era la única manera de terminar con la pesadilla? Interrogué al silencio, al viento, a la soledad, mientras la luna se escondía en el estero, en el fondo verde amarillo de las aguas.
Al cabo de un tiempo regresé.
El extraño espécimen había gateado, a traspiés, hasta los senos de la madre.

CUADRO SOBRE LA NUEVA CREACIÓN
Año 6.000.000.000.001; del nuevo calendario órfico.
Entonces las aguas se contaminaron y la tierra no produjo hierba y el sol se eclipsó y no volvió a dar su resplandor; así mismo la luna y las estrellas, que para finalizar su obra en esta galaxia cayeron del cielo y todas las potencias fueron removidas y quedamos solos, él y yo, en medio del planeta hasta que el fuego incineró nuestros cuerpos mortales junto a todas las obras del hombre. Desde ese instante fuimos espíritus etéreos y conocíamos todas las verdades del Universo. Mi hijo y yo. Luego advertimos que estábamos encerrados en un círculo rojizo, inmenso, parecido a una burbuja. Por primera vez sentí que amaba a alguien y no me importaba que en su antigua materia hubiera sido un monstruo verde y transparente. Lo amaba así, era un antropoide especial; además lo amaba porque era el principio de la nueva creación.
Ya nada me importaba del pasado, ya no existía dolor ni hambre ni soledad. Ni siquiera existía el tiempo. Después nos encontramos vagando en terribles migraciones, en un murmullo de voces confundidas sin hallar en qué Universo de la Vía Láctea instalarse. Cuando las oí recordé los vivientes del globo terráqueo, ahora muertos, y me dije: probablemente, con aliento de muchas mutaciones, extrañan sus antiguas formas.

En aquel momento sucedió el milagro. De pronto esas voces migratorias volvieron al seno de la palabra, emergieron de las alturas entre capas de fuego y humo, resultado del cataclismo anterior. Todo eso lo podíamos divisar desde una obertura que poseía el firmamento en un costado de las llamas y al cual fuimos trasladados por millones de espíritus. Al instante el fuego se juntó al agua y al aire y se formaron la tierra y el sol, luego la luna, las estrellas, los astros y las constelaciones... todos nuevos. Para ese entonces, no sé cuantos milenios de luz-tiempo habían transcurrido desde nuestro primer nacimiento y desde la última vida corporal hasta que escuchamos otra vez los latidos del alma, la tristeza y la alegría, el amor y el odio, el dolor y la salud... Un viejo pensamiento ardió en la conciencia y anhelamos por siempre aquellas cosas olvidadas, que allí, naturalmente, renacieron. Y volvimos a lo mismo. Otra vez oímos el sonido de los pájaros, el murmullo de las hojas al caer la tarde, el arrullo del río, las sombras de la noche y los relojes diluviamos, e incluso, añoramos el miedo como único signo de la vida.
Allí, no obstante, entre lo uno y lo otro, reconocimos la necesidad de habitar un cuerpo.
Y allí fuimos para siempre el bien y el mal, el Dios y el Demonio, el hombre y la mujer; principio y fin de la física y de las matemáticas en un lenguaje que los nuevos seres llamaron “Órfico”.

CUADRO SOBRE LA INOCENCIA DE DAZA

Un inmenso caballo blanco persigue a Adaza. De pronto se siente amordazada por un desconocido. El la toma rodeándole el cuerpo son sus largas manos. El caballo se acerca, majestuosamente. Los brazos del hombre se aprietan aún más, con premura, como un oso o como un salvaje. Ahora el animal está frente a ella. Ve en su mirada un dejo de malicia parecido al de los humanos. Inmediatamente el gesto del caballo empieza a transformarse. Ella no se equivoca, lo advierte y cierra los ojos. Al abrirlos, con la mirada un tanto nebulosa, percibe la imagen del nuevo rostro. Con asombro se lleva las manos a la cara, está libre pero aterrada, es su padre. La escena se da en campo abierto, bajo los árboles de mayo, con un relieve de aire aceitunado y abundante vegetación. El padre la desnuda mientras el otro la sostiene con fuerza. Ella se ha quedado petrificada ante la actitud de su progenitor. Nunca imaginó, ni siquiera en sueños, que algún día el padre le hiciera tanto daño. Medita un instante. El miedo le devuelve con perfecta lucidez la fotocromía del enigma. Es un hecho creado por los símbolos de la razón, ilustraciones fotogénicas de la conciencia - reflexiona mientras se sirve un Martini. La silueta del padre emerge nuevamente.

Recuerda las palabras, las últimas palabras del viejo, incluso recuerda las cosas que le dijera en los tiempos de la infancia. Recuerda con estupor las normas, la disciplina, los ruegos, también llega a su memoria la figura de mamá Dora, y con ella la obra de la fecundidad, de la existencia del feto en el vientre de la madre, decía él. La imposibilidad de aceptarla así, con el dolor al romper el himen o lo del aborto, el vía crucis al parir, los problemas de la menstruación, de la masturbación y del pecado original. El instinto de mujer la guía entre las sombras. Es anticristiano siquiera mencionarlo, no, hija mía, tu no. Entonces recordó una vieja
obra de teatro representada por Adolfo, su novio, en memoria del padre Rvdo. Williams, miembro activo de una comunidad religiosa. El siempre estaba ahí, con el bastón negro, la boina de fieltro, la colonia de pino y los dedos untados de ácido bórico. A veces él hablaba desde la foto y ella le observaba con resignación. En ocasiones le veía parado frente al cuadro tintarosa del pasillo, inmerso en la textura, él está en todas partes como Dios, él es omnisciente, omnipresente y ahora él está en la cama en lugar de Adolfo. Bebe el vino de la consagración en la fría soledad del templo. Adolfo salta el muro bajo la luminosidad de la luna. Adaza habría adivinado la escena: su padre visto de mil formas en el sueño, pero nunca a través en un caballo. merece analizarse dice al terminar el Martini. El texto es solo una simulación en la comedia y la comedia se repite en la transfiguración del espíritu y el espíritu se entrega y él lo recibe con los brazos abiertos y se acuestan en la misma cama, padre e hija, como en los viejos tiempos. -La desolación del alma, sin la redención, es la marcha hacia lo antiguo, es volverse hacia el tiempo y caer en las garras de Moloh el diablo de la guerra; los sabios cruzan las enormes puertas de los monasterios para descansar en la voluntad divina y tú hija mía estas dedicada a Dios... recuerda frases del Rvdo. Williams. Adaza abandona el recinto y se sienta afuera, a contemplar la calle y sus alrededores, una aristocracia fingida, el portón de caoba maciza, los jardines con sus flacas enredaderas, el muro de piedra y su fuerte malla a la que tantas veces se acercara para ver la otra vida, la vida pública de la gente común, como dijera el padre. Al fin puede correr entre las multitudes. Es la mañana y la tarde a la vez. Ha perdido la noción del tiempo. Se acuerda de algunas cosas que le faltan, cosas que nunca podría comprar si existiera el padre. Entra en el primer almacén; quiere ataviarse para Adolfo. Las enumera: ocho en total: un polvo compacto plus o mejor pétalo, un lápiz labial, un encrespador de pestañas, un delineador negro y una pintura color fuscia para las uñas, un rimer para los ojos, una cajita de sombras de cuatro tonos y un juego de medias Panty más un par de pantaletas tipo hilodental. Nunca en su vida se había puesto un bikini, menos esto, apostaría lo que fuera que todas las mujeres lo usan, musitó plácidamente.
No podía estar pensando en nada ahora que estaba en juego su libertad, pero, ¿qué era la libertad? Acaso ¿correr por las avenidas, coger el autobús, buscar en la guía el número de teléfono de él, trastabillar en las escaleras mecánicas para encontrarse con Adolfo? Y si ¿no la conocía? Y si por el contrario la recibiera ¿qué le diría? aquí estoy, soy tu próximo cordero, te ofrendo mi carne, como el mejor sacrificio de mi vida, fantasma, hazlo como quieras. En la memoria de mi padre... este es el cáliz. Reflexiona. Se siente sola e impotente. Pareciera flotar en la habitación. Una sustancia húmeda, viscosa, desciende de entre las piernas. Se mira en el espejo e improvisa gestos de coquetería. Adolfo la observa con detenimiento, callado, fumándose un cigarro. Ella continúa jugando frente al cristal. Ríe, como suelen hacer las mujeres débiles piensa mientras se desnuda. Un brioso alazán blanco galopa en los intersticios de la piel, sube desde el vientre, baja, se adueña del sexo. Adolfo la desea. Adaza gira en el centro de un sueño pálido, respira hondo, sintiendo la esencia de ese mundo desconocido -¡Qué locura! ¡Absurda parodia! y se contempla en el espejo presa de una sensación indescriptible, dejándose llevar por el vértigo hacia la caída final, certera; los pequeños pezones posan sobre la figura de su padre ahora muerto...