lunes, 7 de diciembre de 2009

CIUDAD EN LA NIEBLA

Literatura Tachirense

http://www.lanacion.com.ve/noticias.php?IdArticulo=132331&XR=2

publicado en fecha: 07/12/2009 de Edición nº: 14473

Una panorámica de la narrativa tachirense

Ciudad en La Niebla

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Manuel Rojas, compilador del libro Ciudad en La Niebla

(Freddy Omar Durán )

La satisfacción no se esconde en el rostro de Manuel Rojas, al ver que la espera por Ciudad en la Niebla, del cual él es su compilador, valió la pena.

Ciudad en la Niebla recoge la creación cuentística tachirense de estas dos últimas décadas, cuya divulgación aún adolece de publicaciones, de manera tal que este título viene a cubrir un vacío existente y objeta a quienes sostienen que en el estado no se da producción literaria.

Post-Zaranda, este libro recoge lo más representativo de la narrativa tachirense de este neonato siglo XXI, en 24 autores, cuyos nombres no debemos pasar por alto: Yady Campo Ramírez, Antonio Gelasio Suárez, Musa Ammar Majad, Pía Jiménez Sánchez, Gustavo Gutiérrez, María Paola Becerra Mora, Ender Israel Rodríguez Molina, David Colina, Carmen Alicia Santafé Acevedo, Rafael Pérez Ron, Moisés Cárdenas, Alicia Jiménez de Sánchez, Rafael Lucero Félix, Yacnedy Leal, Leyla Gabriela Torres Salvatierra, Daniel Eduardo Galaviz García, Edgar Molina Domínguez, Abril Pérez Avila, Alfredo Monsalve López, Alexandra Alba, Julio Mora Medina y José Antonio Pulido Zambrano.

A excepción de Yady Campo y David Colina, el resto son inéditos en lo que a la narrativa se refiere, y ofrecieron sus cuentos para esta colección aceptando la invitación de su editor. Muchos participaron en los Circuitos Literarios de la Dirección de Cultura de estos últimos años, evento hoy en día descontinuado.

En contraste con la Aldea en la Niebla, de Manuel Felipe Rugeles, la Ciudad en la Niebla no es precisamente ese entorno afable, manso y meditativo, propio del Táchira de hace medio siglo. Todo lo contrario, está afectado por la incomunicación, la violencia, la contaminación ambiental, la ruptura con la tradición y el batuburrillo cultural, y precisamente estos cuentos testimonian las avasallantes transformaciones urbanas. Si a estilos aludimos, la diversidad transita desde la narrativa tradicional hasta lenguajes ajustados a la jerga y la gramática de los medios de comunicación, la crisis del capitalismo y la virtualización del mundo.

Para la familia de Diario La Nación representa un orgullo que dos de sus periodistas, Dony Pernía Atencio y quien suscribe esta nota, también hayan contribuido a enriquecer esta antología.

A punto de ser un legajo arrastrado por el viento, la Casa de la Diversidad dio el apoyo final para que este volumen saliera por fin íntegro de la imprenta. La semana pasada se llevó a cabo dos presentaciones del libro en la Peña Literaria “Manuel Felipe Rugeles” en el Club Tennis y en la sede de la Casa de la Diversidad en Capacho-Independencia.

Un deber con la literatura tachirense, llevó a Manuel Rojas a perseverar, pero también el haberse enamorado de cada uno de los cuentos, ninguno de los cuales, en su concepto, tiene baja calidad y demuestran que la literatura tachirense, a pesar de estar tan escondida, se encuentra en su mejor momento. Ahora la gente podrá adquirirlos en la Librería del Sur o podrá hacerlo comunicándose por el email hormigadepapel@hotmail.com

CIUDAD EN LA NIEBLA

CUENTOS URBANOS

NUEVA NARRATIVA TACHIRENSE

COMPILACIÓN

NUEVAS VOCES DE LA NARRATIVA TACHIRENSE

San Cristóbal, septiembre de 2007

Si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento, habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal (…) y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede transmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene en nosotros, y que explica también por qué hay muy pocos cuentos verdaderamente grandes.

Julio Cortázar

Ciudad En La Niebla es un homenaje a la aldea de Manuel Felipe Rugeles. La aldea creció hasta hacerse una ciudad en donde el smog satura sus calles. Ya no es la aldea rodeada de pomarrosas y auyamas, es la avenida con edificios a sus lados bajo el humo de los años y la prisa de su gente para llegar a casa. La provincia quedó atrás mientras las máquinas de la vida urbana (ya no rural) nos invaden. Los aviones en lo alto, con su ruido estruendoso a ritmo de viento con bocinas, nos llegan adentro, en el corazón, también amenazado por el colesterol y los triglicéridos.

La ciudad tiene dolientes, amigos, cronistas, poetas, cantores, escritores, cuentistas, artistas, en fin, narradores del día a día, del mundo que nos rodea con sus eventualidades, soñadores de la palabra como Campo Ramírez Yady, Suárez Gelasio, Majad Musa Ammar, Sánchez Jiménez Pía, Pernía Dony, Gutiérrez Gustavo, Becerra Mora Paola, Rodríguez Ender, Colina David, Santafé Carmen, Pérez Ron Rafael, Cárdenas Moisés, Jiménez Alicia, Lucero Félix Rafael, Leal Yannedy, Durán Freddy, Salvatierra Gabriela, Molina Domínguez Edgar, Galaviz Daniel, Ávila Pérez Abril, Monsalve Alfredo, Mora Medina Julio, Alba Alexandra, y Pulido José Antonio.

Las presentes obras representan, de alguna forma, la idiosincrasia de un pueblo, sus maneras de ser, sus costumbres y tradiciones; la ciudad y sus conflictos que, a su vez, pueden ser cualquier conflicto humano de cualquier ciudad del mundo. En fin, la presente selección de narrativa urbana, como la hemos titulado, creemos, es un aporte necesario para las nuevas generaciones de escritores y escritoras y en general para una comunidad lectora, ávida de nuevas expresiones literarias con rostros nuevos; escritores (as) que nos es posible presentarlos para el análisis y la reflexión de la critica del momento histórico que nos ha tocado vivir. Desde aquí, desde cualquier rincón de la ciudad, nuestra solidaridad y apoyo a esta generación que nos honra con la palabra.

Ciudad en la Niebla puede ser un pasaporte para la propuesta de un nuevo concepto de lo urbano, para empezar a construir utopías en plena libertad: Bajo esta premisa se publica la presente edición para enaltecer el acervo de las letras y rescatar un poco la historia viva de la ciudad que emergió no del todo planificada por sus habitantes, sino de manera natural para crear una correlación de fuerzas en donde conviven sus almas en armonía o descontento a la par con su infraestructura.

Necesitamos, entonces, de una verdadera refundación de nuestras ciudades, de una revolución urbana que permita organizar una nueva sociedad para los siglos venideros. De ese cambio, de esa visión necesaria, dependerá la nueva ciudad. A lo mejor este libro sirva de algo para emprender el camino hacia esa ciudad imaginada, como el Camino a las Parras, el primer cuento de esta selección, de Yady Campo Ramírez, que también nos muestra el sentido de búsqueda hacia el porvenir de las ciudades del futuro.

CAMPO RAMÍREZ Yady : Nació en San Cristóbal, estado Táchira, en 1977. Actualmente finaliza sus estudios de Educación Básica Integral en la Universidad de Los Andes-Táchira. Es autora del poemario “El Aroma de la Soledad”; los libros “Cuentos de caminos” y “ Thanatos Agency y otros cuentos insensatos”; y la novela “La Coraza de las Rosas”, todos inéditos. Ha recibido Mención Honorífica en el Primer Concurso Nacional de Cuento para Jóvenes Autores (2005), patrocinado por la Policlínica Metropolitana de Caracas con su obra “Camino a Las Parras”, cuento que se incluye en la presente edición; y ha quedado finalista en el Primer Concurso Internacional de Cuento Breve “Álvaro Cepeda Samudio” (2005), en Bucaramanga-Colombia, con su obra “Aventureros”. Pertenece al grupo literario ULARTE y a la Peña Literaria José Ignacio Ramírez.

CAMINO A LAS PARRAS

El sol cae como si estuviera enojado conmigo. Me pincha la piel, tratando de corroerla más de lo que la costa cartagenera, en mis once años de vida, lo ha hecho.

Mi hermano Rogelio va a unos cuantos pasos delante de mí. Sé que está cansado, pero siendo el mayor de doce hermanos, ir adelante, parece lo más lógico. No nos habíamos separado de mamá jamás, y mucho menos para -quizás- no regresar. La llanura se ve tan larga que la imagen de mi madre se me borra en un inevitable sopor de polvo, cansancio y sed.

No hubo más remedio que venirnos. Mis tíos Rodrigo y Fausto, llegaron hace una semana, con camisas a cuadros y pantalones de gabardina tan elegantes y numerosos, que no nos dejaron más alternativa. Después de tener una sola muda de ropa como esa, para la sagrada misa de los domingos, venir a aventurar como lo hicieron ellos, parecía una invitación bastante prometedora. Si en tan sólo seis meses habían conseguido semejantes pintas, teniendo el aprieto de ponerse viejos, ¿Qué queda pa’ nosotros que estamos empezando la vida?

Rogelio tiene apenas catorce, y yo aspiro llegar a los doce estrenando semanalmente camisas a cuadros o rayas finas, combinadas con pantalones acampanados como los de mis tíos. Mi tío Rodrigo nos trajo. Dijo a toda la familia lo mucho que conseguiríamos de lograr entrar a Perijá. Mi mamá no quería, en medio de tanta miseria su amor de madre era más fuerte que cualquier razón dada, pero Rogelio y yo la convencimos de que era lo mejor para todos.

Tenemos tres días caminando. Luego que la chiva nos dejara en las adyacencias a Carrispía, empezamos a darle pie con la misma intensidad que el sol.

La primera noche no pude dormir. Llegamos a la matera más alta de la sierra, conocida como Playa Bonita y aunque el caporal de la hacienda que nos albergó, aseguraba lo contrario, yo temía que algún tigre nos atacara en medio de aquel oscuro lugar.

No hubo tigres, pero mis ojos no se cerraron esperando un peligro acechante sin nombre ni rostro, pero igual de espantoso. Desde una mapanare, abundantes en la sierra, hasta los guardias nacionales, que según mi tío, disparan primero y preguntan después, eran motivos para alarmarse. Los grillos nos arrullaron con la musicalidad serena propia de las notas de acordeones de Alejo Durán y Abel Antonio Villa enamorando a Matilde Lina. En medio de centenares de picaduras de mosquitos, en mi ya, hinchada piel negra, azucé cualquier movimiento extraño, para en un irremediable acto de cobardía correr hasta la hamaca de mi hermano. Seguro él, me entendería. Pero no ocurrió nada. Amaneció, después de una helada noche, con el mismo calor del día anterior. La única diferencia era nuestra redoblada esperanza de mantenernos vivos.

La segunda noche todavía tenía miedo, pero con el doble de agotamiento y el recuerdo vivo de mi madre, a orillas de la laguna de Tulé, mis ojos se cerraron sumiéndome en el más profundo sueño. Soñé con mi costa sagrada, tan fresca y salada como mi piel. Con el olor de los peces en las redes y muchos niños como yo, corriendo alegres en calzoncillos sobre la arena. Perseguíamos un balón casi desinflado, como el que guardamos Rogelio y yo en el cajón de los trastos tras el patio de la casa. Corríamos libres tratando de robarle aún más libertad al viento. Sentía la brisa en mi rostro, como destellos de luz algodonados.

Llevamos caminando muchas horas. Rogelio continúa adelante, como si quisiera demostrar algo. Mi tío me habla y parece que estuviera repitiendo los mismos cuentos fantásticos, que mi madre suele oír todas las tardes, en el radio destartalado de mi casa. Lo escucho tratando de no pensar, en aquellas historias de caminos topados de verdes llanuras, misterio y muerte, donde según la lengua de muchos, la montaña arremete contra los abusadores que la penetran sin su permiso.

Aunque todavía es de día, y el sol inclemente indica que falta mucho para que llegue la noche, empiezo a asustarme. Estamos cada vez más cerca de cruzar la frontera y con ella, de desafiar el peligro más inminente de toda la odisea: La Sierra de Perijá.

Tío Rodrigo, habla y habla hasta aturdirme. Sus palabras van y vienen como pasos de gato montañés, cauteloso, reservado pero mortal. No puedo evitarlo, mi costa es tan diferente; cómo quisiera sentir su tibio mar acariciándome los pies o jugar balón pie con mis amigos hasta sentir este cansancio que tengo, pero lleno de felicidad y no de esta profunda tristeza que me grita ¡Volver!

Volver a escuchar la bendición de mi madre, que seguramente es la que nos ha protegido en este transitar, escabroso e inseguro durante tres días seguidos. Escuchar el susurrar del mar chocando contra las rocas, a las que abraza como queriéndole robar su dureza, sentir el salitre quemarme los labios o la aurora de la costa encender los amaneceres.

- ¡Rogelio!-. Susurra mi tío, pero el otro no lo oye. -.Carajo niño, espera-.

-¿Qué pasó tío?-. Deteniéndose al fin.

- Oye...cálmate...no te nos alejes que te nos puedes perder.

- Carajo tío, ya quiero llegar-.

- Mie`da no joda... que todo llega a su tiempo...

Rogelio disminuye el paso pero se le nota en el rostro la ansiedad que este campo abierto le produce, aunque es muy poco expresivo y su condición de hermano mayor lo condena irremediablemente a aparentar una fortaleza desmedida, le atemoriza morir perdidos y abandonados en una tierra sin Dios ni ley.

Con la imposición de mi tío de esperarnos, Rogelio no le queda más remedio que dejarse alcanzar. Ahora vamos los tres. Casi del mismo tamaño. Pareciera que mi tío se está reduciendo con los años. Le llega casi a los hombros a Rogelio. Antes era tan alto. Lo veíamos llegar de Santa Marta, como un dios en tierra bendita. Traía tanta alegría que hasta mi mamá sonreía. Ay mi viejita ¡Qué pocas veces la he visto sonreír! Parece tan cansada, su rostro taciturno se parece al de nosotros, que llevamos tres días seguidos caminando en medio de esta penumbrosa trocha hacia la vida que, según mi tío, nos merecemos, con la única diferencia que el nuestro, tal vez recobre algún día su candidez, pero el de ella ni con todos los regalos del mundo que a través del trabajo podamos darle, recobrará.

Vamos rumbo a la matera Las Parras, donde unos lugareños nos darán trabajo como braceros. Es un trabajo fuerte, mi tío dice que tanto, como el que nunca hemos padecido, pero así como es duro al principio, también lo será cuando en menos de lo que canta un gallo, mandemos centavitos, ropa y zapatos a mamá. Dice que ni siquiera nos vamos a incomodar con tanto trabajo, pues, si tantos paisanos nuestros lo han hecho ¿Por qué no, nosotros? Además, el clima no será problema, Cartagena se parece tanto a Maracaibo en calor que ambas derriten hasta las almas y si estuvieran pegaditas, seguro que solo se distinguirían por sus pobladores marcadamente distintos. Seguro conoceremos muchas muchachas lindas, porque según lo que cuenta mi tío, las venezolanas son muy bonitas, y con estas ganas que tengo de aventurar, no me será difícil disfrutar de las fiestas, a las que sin duda nos llevarán, apenas tengamos ropita y centavitos para gastar.

Tengo tanta hambre que me comería el tigre, la mapanare y hasta el mismo guardia si se me aparecieran esta noche. No veo el momento cuando pueda recostarme a devorar la más deliciosa comida caliente, porque así como en ocasiones anteriores, seguramente la gente que nos va a recibir nos dará abundantes alimentos. ¡Qué rico se come aquí! Ya puedo olerlo. Lo siento en mi boca hecha agua.

-Carajo Eucli ¡Contéstame!... ¿No me estás escuchando?-. Me interrumpe mi tío.

Tengo mis ojos negros clavados en la bota de mi único pantalón acampanado, antiguamente blanco, como el papel sin usar, y mi camisita roja, tan envidiada por mis paisanos en mi tierra, y hago como que no lo oigo, pero sin salida contesto:

-Carajo tío, claro... Faltaba más, lo que pasa es que se me está poniendo lejos la llegada a la hacienda ¿No le parece?-.

-Hombe, no... Ya casi llegamos...son cosas tuyas.-.

Mi tío trata de disimular pero yo sé que está preocupado. Hace horas que debimos haber empezado a subir la última sierra. Creo que estamos perdidos, pero no quiere reconocer que sus años y su poca experiencia en estos menesteres de forastero, le juegan una broma, que a lo mejor nos lleve derechito a la tumba. Mejor dicho, al hoyo, porque en estos campos no dan santa sepultura a extranjeros ilegales como nosotros, los entierran en un hueco a medio hacer, convencidos de que no habrá dolientes ni reclamos posteriores. Sería como una transición a mejor vida, sin dejar huellas, legados ni proezas. Si morimos, en medio de este desértico lugar, me dolería no haber cumplido la promesa a mi madre, de regalarle la casa, que durante años ha deseado con la misma fuerza y valentía que tuvo al criarnos.

Creo que esta noche el miedo será diferente. Ya veo la sierra, pero dudo que logremos atravesarla sin el riesgo de ser devorados por los peligros de la montaña. Rogelio no deja asomar en su rostro vestigio de preocupación, pero aunque sea el mayor, sé que también tiene miedo y la seguridad de amanecer en una hamaca tibia rodeada de columnas de bahareque, seguras, ante tanta inhospitalidad, se le disipa cada vez más.

Somos católicos, desde niños nos hicieron devotos a la iglesia, así que aunque nadie diga nada, todos por dentro, estamos rezando. Yo le pido a mi madrecita que eleve una plegaria en la distancia por nosotros, porque no nos devore la madre tierra, cegándonos para siempre, o nos muerda una culebra, para los cuales no tenemos remedios ni antídotos, más que esperar la muerte lenta, dolorosa o fugaz, que el veneno de la serpiente determine.

Caminamos despacito, el cielo cargado de caracoles chispeantes como centellas, nos alumbra el camino poniéndonos en el aprieto de obligar a nuestros ya devastados y hambrientos cuerpos, a esforzarse para llegar a un destino incierto pero definitivamente mejor, que morir en este hastío de soledad y penumbra.

La luna parece acompañarnos y aunque tengo mucho miedo y nuestros pasos se confundan con el sonido viviente de seres verdaderamente propietarios de la sierra, siento que podemos llegar. Susurro para mis adentros, el tema que más suena en mi costa, y sé que si Rogelio no fuera el mayor, también lo haría:

“Tengo un Chevrolito que compreeeé...

Para Maracaibo recorrer

Y entonces la gente va a decir

Que a punta de fajón te conseguíiiiiiiiiiii…”

Hay algo, dentro de mi pecho, más rápido, violento y vivaz que mi corazón, diciéndome que no desistamos. Menos mal que apenas tengo once y mi hermano Rogelio catorce, porque así mi presentimiento parece menos utópico, cobra mayor fuerza, y me llena de valor.

Ya no me quedan energías, menos mal que tengo once, porque puedo exigirle a mis mal acostumbrados pies descalzos, a aguantar los zapatos que mi tío me prestó, pues estamos cerca del futuro.

Con la noche, el aire es más fresco. Si pudiera comérmelo, con esta hambre que tengo, me sabría a gloria. Se parecería al bocachico frito que mi mamá nos prepara, cada vez que puede. Saciaría no sólo mi necesidad física, sino este deseo loco de saborear lo que mi madre prepara con tanto amor.

Las busacas que llevamos van tan livianas, que parece un mal chiste, pensar que en este viaje definiremos nuestras vidas. Es irónico, llevamos equipajes tan escasos como nuestras propias esperanzas.

Vienen dos hombres. Uno trae una lámpara de kerosén, que parece innecesaria ante la claridad de la luna. Me acerco a Rogelio como tratando de protegerme, sé que él también está asustado. Mi tío muestra confianza, pero aquellas figuras representan un enigma de proporciones épicas, para tres errantes perdidos y hambrientos. Seguro nos van a matar. Pero no se les ve armas. Seguro son ánimas que vienen a guiarnos al purgatorio. No puedo sentir mis piernas. Estoy aterrado. Se acercan cada vez más y con ellos su luz incandescente. El más grande parece rudo. Mira a mi tío y alza la lámpara encandilándonos:

-¿Mano Rodrigo?-.

-Saluuuud... sí hombre, soy yo-.

-Hace horas que debieron llegar a la matera-.

-Sí...creo que nos perdimos-.

-Mi patrón estaba muy preocupado, así que mandó buscarlos... este es mi sobrino Domingo-.

Al señalar al muchacho, respiro profundo y por fin en muchos días, siento confianza otra vez. Aunque el camino sigue igual de escabroso, ya veo la matera Las Parras a lo lejos. Llegamos con los primeros rayos del sol.

Es tan grande y tan segura que no me importa si me ponen a trabajar, después de comer. Ya me siento mejor. Rogelio cambia el semblante y deja traslucir de nuevo su acostumbrada sonrisa.

Echados en las hamacas y con la panza llena, tratamos de dormir, pero mi curiosidad es más fuerte que yo:

-Carajo tío y esto ¿Es Maracaibo?-.

-Mie`da, Eucli, no, pero está tan cerca que es como si lo fuera.

-Ah-.

La claridad despierta, además de la curiosidad, el deseo de agradecimiento, así que rezo fervientemente un Padre Nuestro para gratificar de alguna manera, a la vida y a Dios, el milagro de sabernos vivos.

Mis ojos tienen ganas de cerrarse pero una figura sombría, de quien supongo es el dueño de estas tierras, los sobresaltan y reaniman:

-¿Ya comieron?-. Dice con recia voz.

-Si patrón-. Contesta mi tío, bajándose del chinchorro como un bólido. Mi hermano y yo lo imitamos como por instinto.

-Me alegro... Aquí no les faltará comida pero tampoco trabajo, así que a partir de mañana Macario les mostrará lo que deben hacer-.

Mi tío asiente, mostrándole una sumisión, contradictoria a su espíritu indomable.

El hombre, a pesar de su figura desgastada, y aunque yo no sepa ni cómo se llama, me hace sentirle, el mismo respeto que siento por mi padre. Voltea para irse, luego de cerciorarse de la fidelidad de sus nuevos peones.

Comprendo mi nueva realidad y me siento, después de dejar Cartagena, por fin en mi hogar, quiero decirle antes de que atraviese el umbral de la puerta, que muchas gracias pero me sorprende al voltear de nuevo, y mirándome a los ojos me dice:

- Ah, y usted por ser tan niño le toca el puesto de becerrero-.

Con su sonrisa entrecortada vuelvo a sentirme confiado, estoy cerca de realizar mis sueños. No sé si pueda oírme, pero de todos modos:

-Lo que usted ordene, patrón-. Con la sinceridad a flor de labios.


SUÁREZ Gelasio Antonio: Nació en San Cristóbal, estado Táchira, en 1984. Actualmente cursa el cuarto año de comunicación en la Universidad de Los Andes, Táchira (ULA). Tiene un libro de cuentos inédito, y en la actualidad trabaja con una novela.


AVIONES DE MADERA


Siempre quise volar, recuerdo que cuando era niño mi fascinación eran los aviones que pasaban sobre mi cabeza aunque no supiera por qué lo hacían, recuerdo que pasaba mis días fabricando aviones de papel y alcancé mucha destreza, por lo que en las competencias que hacíamos en el barrio, mis aviones volaban más lejos y con más elegancia que los de los demás niños. Mi madre solía llamarme todas las tardes para que dejase mis juegos y escuchara las enseñanzas de mi padre sobre el Corán y sobre Alá el Misericordioso, a Quien todos debíamos someternos aunque nunca lleguemos a verlo en esta vida. Yo escuchaba atentamente estas historias que mi padre me contaba, sobre todo cuando me hablaba sobre los tiempos de gloria, que él había escuchado de su padre y así todos mis ancestros, de cuando nuestro pueblo era parte de un imperio enorme que tenía miles de castillos y mezquitas adornados con el oro de los pueblos de infieles que fueron sometidos por la Yihad.

Éramos muy pobres y muy pronto aprendí a fabricar mis propios juguetes, hasta que mi padre me regaló un avión de madera que fabricó en su taller y me enseñó a hacerlos con sus herramientas; desde entonces pasaba las tardes haciendo avioncitos cada vez mejores mientras adquiría destreza como carpintero, esos aviones empezaron a colgar del techo de mi habitación y eran la delicia de mi hermanito que los miraba absorto desde su cuna. En las noches, cada vez que veía los aviones en la penumbra, soñaba despierto en que era un piloto que cumplía una importantísima misión que cambiaba cada noche, hasta que me quedaba dormido y soñaba con los palacios y laúdes de aquellos tiempos de gloria de los que me hablaba mi padre.

En estas ilusiones fui creciendo y el sueño de volar se desvaneció, me convertí en un carpintero de mesas y sillas sin otra cosa en qué pensar. Mis padres ya no estaban con nosotros y mi hermano me ayudaba en mis labores para mantener estrechamente a su mujer y a mi pequeño sobrino Alí. Si bien es cierto que nunca procuré tener una familia, pues me consideraba muy pobre y muy ocupado para eso, el pequeño Alí era como un hijo para mí y siempre usaba mi dinero para complacerle en algunos caprichos que mi hermano no podía darle, así que el pequeño era muy apegado a mí y me consideraba un héroe, por eso mi hermano lo dejaba estar en el taller y en mi casa hasta tarde en las noches para contarle las historias que mi padre me contaba sobre los tiempos de gloria y sobre el Profeta que nos legó las palabras de Alá para que pudiésemos vivir sometidos a ellas. El pequeño escuchaba con atención esas palabras antiguas y me recordaba cuando las oía que esas mismas palabras eran el eco de aquella voz de aquel ancestro que las dijo por primera vez a su hijo, hace ya varios siglos.

En los días de poco trabajo, mandaba a mi hermano a descansar a su casa y me dedicaba a hacerle juguetes al pequeño, cada vez más hermosos y más complejos que era motivo de orgullo para él y de envidia para los demás niños del barrio. Un buen día recordé mi infancia y decidí hacerle un avión de madera, el mejor avión de madera que haya surcado los cielos imaginarios de los niños, tenía sus hélices, ruedas y ventanas en perfecta escala y un diminuto piloto que lo manejaba desde la cabina. Duré varias semanas haciéndolo en secreto, pues no quería que ni el pequeño, ni mi hermano se dieran cuenta de tan perfecto juguete hasta el momento indicado. Esa misma noche que lo terminé fui a llevárselo y Alí no pudo ocultar su emoción al verlo y desde ese día se convirtió en su juguete preferido, lo llevaba a todos lados y era muy celoso de cuidarlo porque era su avión, su avión de madera y hélices que giraba.

Y así pasaba el tiempo y éramos felices, especialmente yo, que amaba a mi hermano y a mi sobrino, mientras procuraba que estuviésemos bien entre los hombres y ante Alá; el taller estaba dando ganancias y pronto pensé en reunir algo de ese dinero para poder costear el viaje hacia la Meca que exigía la religión. Pero la Rueda no gira como uno quiere y suele ser caprichosa y desalmada y una tarde giró y me aplastó de golpe aquella dicha. El ejército de los semitas, cuyos profetas también aparecen en el Corán, arremetió contra nuestro pueblo y no dejó piedra sobre piedra, destruyeron nuestras casas con sus aviones y sus tanques, llenándolos de desolación y pavor. El ataque duró varias horas y pensé que ese era el fin, pero logré salvarme milagrosamente, porque yo estaba en el taller y los judíos no atacaron esa zona.

Cuando regresó la tensa calma después de esa pesadilla, salí corriendo a casa de mi hermano y sólo hallé las ruinas de lo que hasta hace poco fue una pared, una mesa, una ventana. Desesperadamente me abrí paso entre las ruinas y allí los fui encontrando, primero a mi hermano, luego a su esposa, la mujer que me había hecho soñar con su mirada durante la juventud y fue la causa de mis desdichas de ese tiempo. Abracé sus cuerpos y mis lágrimas cayeron sobre sus rostros hasta que llegaron algunos vecinos a ayudarme a rescatarlos. Seguí frenéticamente removiendo aquellos escombros hasta que encontré al pequeño Alí, dormido con el avión de madera entre sus manitas, lo llamé para despertarlo, pero no respondía, imploré con todas las fuerzas que me quedaban al Misericordioso que lo despertara, pero todo fue inútil. Alí yacía entre mis brazos mientras lo abrazaba con todas mis fuerzas y mis lágrimas enjuagaban su sangre, esas lágrimas llenas de dolor y de odio que quebraban mi voz que maldecía en nombre de Alá a esos malditos semitas genocidas.

Eso fue hace sólo una luna, ahora yo, Abd al-Rahman al-Hassami, estoy aquí, en una habitación sombría, ya recibí el entrenamiento necesario junto con unos amigos que, como yo, están sometidos a Alá y enloquecidos por el dolor y el odio. Alá me fortalece pero más lo hace mi odio porque ya nada me importa, sólo me importa que me ajusten bien los explosivos y que no haya ningún inconveniente antes de salir a la calle con un avión de madera entre las manos.

MAJAD MUSA Ammar: Nació en Táriba , Edo. Táchira, en 1977. Es Licenciado en Letras, con Mención Historia del Arte, graduado Summa Cum Laude por la Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela. Igualmente realizó estudios de literatura en la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Tiene diversas ponencias y publicaciones en el área de Historia y Crítica del Arte y la Literatura, en Cuadernos de Literatura, Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela, en Letralia, Cubagua, Venezuela, columna de opinión Arte en la Crítica, en Sic, en el Medio, Santa Fe de Bogotá, Colombia, columna de opinión Nueva Visión, en Diario Los Andes, San Cristóbal, Edo. Táchira, Venezuela; Entre las murallas del tiempo (1996), poemario, Editorial Lito-Lila, San Cristóbal, Edo. Táchira, Venezuela, entre otras.

EL CARTUJO DE BLOY

El día que encontraron a Lucio Moro tendido en la acera frente a una pequeña estructura que de vivienda sólo tenía el uso, con la tela que cubre los testículos estirada y lustrándole el único zapato que calzaba, la bragueta perfectamente cerrada como si allí dentro se mantuviera incólume la dimensión de su sexo, con una sábana roja hecha con el tinte seco de su propia sangre, desnudo de la cintura para arriba; el día que el cadáver de “Yunque” Melo Pérez era velado en una casa semiderruida que de casa sólo tenía el nombre, con las dos tapas del ataúd completamente cerradas para no dejar ver la coladera que a tiros la policía había hecho de aquel cuerpo, entre hombres que no llegarían a tener la edad en que murió Cristo, mujeres de cuarenta años envejecidas desde hacía tiempo y mujeres doblemente ancianas con manos aletargadas por el cruel oficio de repasar las cuentas del rosario que a diario limpiaban con sus propias lágrimas; el día que los cadáveres de Lucio Moro y “Yunque" Melo Pérez estuvieron a menos de cinco metros de distancia, ese día, se concretó una venganza jurada hacía un par de años cuando ambos ingresaron como estudiantes a la Facultad de Letras.

A Melo Pérez sólo le bastó el instante en que escuchó el apellido en la clase mientras el profesor pasaba la lista de asistencia para jurar vengarse de Lucio Moro. El hecho de que un Moro irrumpiera nuevamente en su vida era inconcebible; recordó la mañana en que, como nunca lo había hecho con su propio perro, Gastón Álamo acarició con un cariño infinito la esmaltada superficie de la estufa antes de salir.

Ni el alto número de trabajadores que estaba bajo su mando, ni las consecuentes visitas de melifluos burgueses, ni las solapadas envidias que acrecentaba en los demás comerciantes cumplían a cabal término lo que aquella estufa. Su tamaño había aumentado con el mobiliario y el menaje domésticos, con el recubrimiento de las paredes desnudas, para llegar a ser fiel indicadora del estatus de su dueño. Éste, en su ampliación, mantuvo los azulejos que custodiaban los bordes, cubriendo la amplia superficie con diversidad de colores que no llegaban a agredirse entre sí. Ciertamente, desde la burguesía para abajo, era la envidia de la ciudad. Como nunca lo había hecho con su propio perro, Gastón Álamo acarició con un cariño infinito la esmaltada superficie antes de salir.

Era una mañana calurosa. Desde la orilla más cercana del río una vaharada laxante, nacida en el lodo añejo que contenía carretas de verduras y frutas que, de podridas, ni los animales más sucios se atreverían a comerlas, inundaba las calles para invitar al comerciante a terminar de abandonar su hogar. Fue el primer aroma que respiró. Caminó como todos los días, con lentitud y sin soltar las manos, entrelazadas y firmes, de detrás de la espalda. Frunció el ceño al ver a un extranjero comprar una vasija con agua del río, agregarle unas gotas de vinagre y justificarse ante el aguador:

-Je trouve inconfortable.

De rerum natura (I, 215-216). Lisandro Alvarado los traduce: “Agrégase a esto que la naturaleza disuelve recíprocamente cada objeto en sus cuerpos primitivos, sin reducir las cosas a la nada”. Voltaire llegó a tenerlo en sus manos. Refiere una fuente de la época que Voltaire indicó a un maestro en lenguas un nombre poco legible, manuscrito en una de las páginas del tratado. El especialista lo leyó así: Felipe Aureolo Teofrasto Bombastus von Hohenheim. La traducción aproximada de Hohenheim es “Paracelso” (!).

En vano el aguador le explicó a su cliente que acababa de pagar por la mejor agua que el río podía dar. No era ésta aquella que usaban los panaderos para hacer el pan, la de los pozos de la orilla izquierda, los cuales, como todos sabían, no estaban protegidos contra ciertas infiltraciones.

-Infiltrations? –interrogó el extranjero, sin sospechar la respuesta que lo impelería, con la misma fuerza instintiva que gobierna a un ave de presa, a pagar dos vasijas más de agua y vaciar en ellas todo el contenido del frasquito de vinagre. Sin escuchar el diálogo, Gastón Álamo pudo deducir la información que inauguró aquel acto ridículo: los tres perros muertos encontrados dentro de los pozos la tarde anterior.

La ciudad no tenía un acueducto lo suficientemente grande. Las dos bombas del puente sólo lograban suministrar setecientos metros cúbicos de agua del río. Nadie lo reconocía, pero la ciudad conquistaba el día a día gracias a la mal pagada labor de los cerca de ciento cincuenta aguadores que transportaban a diario el valioso líquido, sin que el trastorno del tiempo ni los pisos más altos ni las distancias más largas consiguieran detenerlos. Se diría que conformaban una raza llamada a ser inmortal. Y como todo irrefrenable y organizado ejército aquellos hunos tenían su Atila: Gastón Álamo.

Él percibía considerables ingresos a partir de agrupar, colocar, representar y brindar refugio a cada uno de sus aguadores. Cierto que no eran los ciento cincuenta que se empleaban en la ciudad, pero noticias nos cuentan que se calculaban en un centenar. Conjuntamente, con el paso de los años, la magnitud de sus ingresos aumentó por las compensaciones constantes que recibía de miembros de la burguesía, de la Compañía tabacalera e, incluso, de las clases más desfavorecidas. No es de extrañar. Muchos enfermos, en vez de acudir a un médico, se dirigían a verlo a él. No había día en que un Modelo T, uno de los tres que había en la ciudad y del que él era dueño, trasladara hasta las puertas de su casa a un paciente misterioso. Fue lo que aconteció la mañana en que, como nunca lo había hecho con su propio perro, Gastón Álamo acarició con un cariño infinito la esmaltada superficie de la estufa antes de salir.

Cuando ya paseaba a orillas del río, uno de sus aguadores le informó que el automóvil estaba frente a su residencia. Al llegar, el comerciante oteó por sobre la ventana y vio que dentro no había nadie. Apenas entró a la casa la femenina figura que lo aguardaba giró sobre sus talones con elegante frialdad, sólo mostrando unos inescrutables, oscuros y brillantes ojos a través del espacio libre del velo negro que la cubría. El único que parpadeó fue Gastón Álamo: la percibía hermosa. La mujer hizo un gesto con la mano y un hombre, que seguro fungía de criado sin serlo, abandonó el rincón desde donde, como una sombra, vigilaba al comerciante, quien no pudo contener la grosera exhalación de alivio al verlo abandonar la casa.

-Pardonnez-moi, mademoiselle – se disculpó.

No hubo conversación alguna. Desde el momento en que la dama comenzó a hablar, Gastón Álamo aceptó el acuerdo tácito: él callaría hasta que le concedieran el uso de la palabra.

El motivo de la visita no se dejó esperar. Los médicos, como en todos los casos en que personas de las clases altas acudían solicitando los servicios del comerciante, prescribían tratamientos ineficientes que, en vez de paliar la enfermedad, lo único que conseguían era empeorarla, aunándola a otras nuevas que no tardaban en aparecer. La última y secreta esperanza era Gastón Álamo, pues, es hora de decirlo, él poseía el conocimiento de la virtud del agua: ciencia olvidada, remota y universal. Los beneficios que procuraba devenían de una certera relación entre el tipo de agua utilizada

y las costumbres y características físicas, espirituales e intelectuales del paciente, redundando, simple y llanamente, en la extirpación de la enfermedad. Fuera la sífilis o la gota, el sarpullido o la lepra, él encontraba la cura a través de la simbiosis individuo-agua. No en vano intimaba asiduamente con un tratado anónimo, único en su género, mútilo al principio, que comenzaba con los versos de Lucrecio: “huc accedit uti quicque in sua corpora rursum / disoluta natura neque ad nilum interemat res”. Gracias a él sabemos que allí se determinaban las bondades del agua de lluvia (ya común y corriente, ya de tormenta, ya de principios de la primavera u otra estación del año), río, mar, lago, fuente, manantial, del agua contenida en recipientes de cobre, de plasta, en barriles, canales (ya de barro, ya de madera, ya de plomo), pozos y cisternas, del agua destilada con alambiques o arena, del agua derivada del desleimiento del granizo, de la escarcha invernal, del agua recogida de las estalactitas de las cavernas, del agua hervida, del agua de nieve, del agua de la saliva (ya de mujer encinta, ya de virgen, ya de desahuciado, ya de bebé), del llanto (ya de parturienta, ya de niño azotado, ya de madre afligida), del sudor (ya de caballo, ya de amantes, ya de niño jugando, ya de niño huyendo de un terrible castigo a manos de su padre, ya de soldado en la pelea, ya de ladrón fugitivo) e, incluso, de la orina.

No habría prórroga. Temprano al otro día el hombre que aguardaba fuera vendría por las indicaciones. Gastón Álamo se encerró en su estudio para redactar el tratamiento apropiado. Cuando lo encontraron muerto a la mañana siguiente, con un puñal clavado en la espalda, sentado frente al escritorio, el agente de policía, luego de levantar la cara del comerciante, pudo leer el papel en el que éste había estado escribiendo.

Al afirmar Heráclito que la cebada se descompone si no se la agita, impélenos a mantener como cierto que la conservación de la identidad de cualquier cosa se encuentra precedida por la operación oportuna de la fuerza externa. Para el caso en que me habéis ocupado es necesaria la acción de un agua especial que, os prevengo, su sólo dictado enturbiará vuestro semblante, así como vuestros oídos y corazón. Mas antes permitidme la libertad de continuar apoyándome en el filósofo griego, padre de la ciencia a la cual me dedico. La sentencia de Heráclito respecto a la ambivalencia del agua de mar compete a toda solutio. Cualquier líquido es, a un idéntico tiempo, purus e impurus. Para los animales marinos el agua de su medio es, necesariamente, potable y salutífera; para los hombres, en cambio, esta misma agua resulta impotable y deletérea. Os ruego mantengáis en la memoria tales equivalencias al momento de llevar a término mis indicaciones, ya que, como de seguro habréis comprendido, lo que para unos es repugnante y desfavorable, para otros, si bien puede continuar siendo repugnante, es la salvación.

III

Costó para encontrar un culpable. Gastón Álamo, se dijo, fue asesinado por un ferviente lector de De Quincey, por alguien que consideraba al asesinato como una de las bellas artes. Las investigaciones, conducidas por burgueses intelectuales, el embajador que, en secreto a voces, dirigía la Compañía tabacalera, y la policía de la ciudad, no avanzaron más allá de la perplejidad ante el lugar donde se había cometido el innegable crimen. Se trataba de una habitación pequeña, sin muebles grandes y cóncavos, sin ventanas, cerrada por dentro con una llave que siempre se mantuvo en la cerradura. El embajador conjeturó que el asesino era un discípulo de Poe; un burgués, en cambio, dijo que no era de Poe sino del autor de El pez amarillo; otro recordó a Bar Ryper Owne y a Israel Zang Will. En vano se invocaron los espíritus de Chesterton y Descartes. En vano leyeron y releyeron las Reglas para la dirección de la mente. En vano repasaron las distintas soluciones que la literatura ha dado al asesinato dentro de una habitación herméticamente cerrada.

Resulta curioso cómo el gusto por ciertos autores condicionó el fracaso de esas voluntades. Es justificable. No creo que ninguna forma textual pueda catalogarse de simple. El relato, en las tradiciones culturales más fuertes, comprende un rito sexual, un enfrentamiento, una seducción del otro, que es comunidad, resultando en una orgía, una aglutinación. Recuerdo un profesor de la universidad, defensor de los hallazgos de la importancia de la escatología musulmana en la Divina Comedia. Sostenía, por ejemplo, que muchos conceptos escatológicos cristianos provienen de las ideas dantescas del mundo de ultratumba. Dos conceptos esenciales, decía, que jamás hicieran su aparición en los antiguos infiernos, paganos o cristianos, se abren paso en los relatos escatológicos musulmanes: el limbo y el purgatorio. ¿Puede creerse que el Limbo, preguntaba, esa antecámara del Infierno, en la que no se sufren ni se conocen penas ni alegrías, es ignorado por la antigua teología cristiana? Es el borde, el orillo, el límite indeciso, explicaba, que circunda la morada de los muertos; los musulmanes le llaman al-A’raf. Precisamente, Dante es el primer escritor cristiano que utiliza la palabra limbo para denominar a semejante lugar, decía y más de uno pensaba Words, words, words!

Ninguno de aquellos hombres que intentaron esclarecer el crimen repasó la biblioteca de Gastón Álamo. No repararon en los autores que en sus títulos repetían en obsesión conjunta la palabra muerte: Manuel Bretón de los Herreros, San Cipriano, Paolo Giacometti, Walter Savage Landor, János Arany, James Mcpherson, Georg Büchner, Hölderling, Lisias, Manzoni. No repararon en León Bloy, que relata el suicidio, con un puñal clavado en la espalda, de un cartujo dentro de una celda herméticamente cerrada.

Sé que nadie ha de atender a esta hipótesis, que deviene, lo sé, de mi gusto por Bloy. Ya la historia, y así lo prueban los años, se conformó con la solución del detective Brisco Moro, quien, a la semana después del trágico suceso, llegó a la ciudad para explicar que el asesino había sido la misma persona que encontró el cadáver. Dijo que Florencio Pérez, secretario de la víctima, gritó por ayuda tres veces, tiró la puerta, sacó el puñal y se lanzó sobre la espalda del anciano. ¿El motivo? No otro, dijo, que apoderarse de un tratado anónimo, único en su género, mútilo al principio, que comenzaba con unos versos de Lucrecio.

IV

Así que, luego del instante en que escuchó el apellido en la clase mientras el profesor pasaba la lista de asistencia y de que jurara vengarse de Lucio Moro, Melo Pérez abandonó el aula. Nunca más habría de volver a la universidad. Esa misma tarde leyó en el periódico que los habitantes de La Puerta, hombres que no llegarían a tener la edad en que murió Cristo, mujeres de cuarenta años envejecidas desde hacía tiempo y mujeres doblemente ancianas con manos aletargadas por el cruel oficio de repasar las cuentas del rosario que a diario limpiaban con sus propias lágrimas, habían constituido una turba que asesinó a un policía que se llegó contra todo pronóstico hasta una casa que de casa sólo tenía el nombre, donde se velaba un muerto. Al policía lo encontraron tendido en la acera frente a una pequeña estructura que de vivienda sólo tenía el uso, con la tela que cubre los testículos estirada y lustrándole el único zapato que calzaba, la bragueta perfectamente cerrada como si allí dentro se mantuviera incólume la dimensión de su sexo, con una sábana roja hecha con el tinte seco de su propia sangre, desnudo de la cintura para arriba.

Al día siguiente Melo Pérez abandonó la casa paterna y se trasladó a vivir en La Puerta. Dos años le bastaron para ser uno de los criminales más buscados de la ciudad. “Yunque” llegaron a llamarlo, no porque su cara se pareciera a un prisma de hierro acerado con sección cuadrada como algunos periodistas han inventado.

Con la misma fuerza inquebrantable de un objeto al caer, “Yunque” Melo Pérez llegó a ser el modelo a seguir por todos los jóvenes de La Puerta, el asesino de veintiún policías, el amigo de tres curas y cuatro monjas, el católico que se encomendaba antes de cada delito a San Seferino, que es el santo de los bandidos valientes, el sostén de cuarenta y siete mujeres, de las cuales diecisiete lo amaban como si lo hubieran parido y el resto como si la vida se llamara Melo Pérez y se apodara “Yunque”, el hombre que de tan hombre sólo conoció la muerte cuando ciento treinta y tres balas deshicieron su cuerpo.

Precisamente el día que velaban el cadáver de “Yunque” Melo Pérez, Lucio Moro apareció contra todo pronóstico en La Puerta. Conjeturo que el objetivo no era otro que recuperar para su padre, Brisco Moro, y para la familia Álamo la última prueba irrefutable de la culpabilidad de Florencio Pérez, padre de “Yunque” Melo Pérez, y que no era otra que un tratado anónimo, único en su género, mútilo al principio, que comenzaba con unos versos de Lucrecio. Conjeturo que fue engañado por “Yunque” Melo Pérez, quien le orientó a la muerte más dolorosa que pudo disponerle al citarlo con la excusa de entregarle el libro de Gastón Álamo, sabiendo que horas antes del encuentro se haría matar en el atraco a la Compañía tabacalera.

SÁNCHEZ JIMÉNEZ, Pía: Nació en Barquisimeto, estado Lara, el 12 de Abril de 1974, de padre tachirense y madre llanera, quienes luego del nacimiento de Pía, en 1975, se residenciaron en San Cristóbal. Así, Pía pasó su niñez y adolescencia en San Cristóbal en donde se graduó de bachiller en 1990 en el Colegio Don Bosco y posteriormente cursó sus estudios universitarios en la Universidad Nacional Experimental del Táchira (UNET) graduándose de Ingeniero Mecánico en 1998. En 1999 viajó a Escocia para realizar estudios de postgrado y en el año 2000 obtiene el título de MSC en Mecatrónica de la Universidad Abertay Dundee en el Reino Unido. Pia comenzó a escribir cuentos cortos a los 15 años de edad motivada por un concurso de cuentos organizado en su colegio, el cual ganó con su primer cuento titulado: "Y fuimos una". Desde entonces ha continuado escribiendo. Algunos de sus cuentos han sido publicados en el diario “La Nación” de San Cristóbal y fue también ganadora del Concurso de Cuento del año 2003 de la Dirección de Cultura del Estado Táchira con el cuento "Razón para un crimen", que se incluye en la presente selección. Actualmente está residenciada en Inglaterra, junto con su esposo, donde trabaja como ingeniero mecánico para una compañía petrolera.

RAZÓN PARA UN CRIMEN

Probablemente usted sea una de esas personas que nunca ha leído un libro, usted, quien lee ahora estas notas ¡Cómo lo odio! Sí, a usted, permítame explicarle por qué. Leer para mi no representa sólo una distracción, un entretenimiento, una búsqueda de información; leer para mí significa vivir. Desde lo clásico hasta lo contemporáneo, la lectura y la poesía han invadido mi vida hasta hacerse imprescindible así como comer, dormir, respirar. No logro comprender mis días sin Whitman, Poe, Rilke, ¿Cómo puede usted acostarse sabiendo que no leyó un libro en todo el día, que no sintió sus páginas entre los dedos, que no navegó entre sus letras? Y me refiero a libros de verdad, no a esos desperdicios de papel y tinta que son los llamados libros técnicos, cuyo contenido pierde validez más rápido de lo que tardan en imprimirse. Yo me refiero a aquellos libros cuyas palabras, frases, mensajes perduran a pesar de los siglos y se mantienen intactos para el lector de hoy, aún cuando se hayan escrito hace décadas.

Si alguien sintiera la lectura como yo, entonces sabría justificar mi crimen. Mi madre, de no ser porque amaba a mi hermano, me habría entendido. Ella también pasaba horas leyendo, se sentaba en la cama en posición de loto y ponía el libro frente a sus piernas. Cuando era niño verla significaba un gran entretenimiento, pasaba horas al pie de la cama observando cómo sólo se movían sus grandes ojos y sus pequeñas manos, el resto de su cuerpo se mantenía ausente a pesar de todo lo que sucedía a su alrededor.

Ella sembró en mí la necesidad de la lectura. En mi adolescencia y juventud, además de leer y asistir a las interminables horas de colegio, invertimos juntos mucho tiempo ampliando y organizando nuestra biblioteca.

Es una magnífica biblioteca, en la que cada libro fue minuciosamente seleccionado. Todos mis autores favoritos están allí. Todos los grandes autores de la literatura y de la poesía están allí. Ellos también se sienten como en casa.

Al terminar los años de colegio pude dedicarme totalmente a la lectura. Sólo salía de la biblioteca para comer cuando la necesidad de mi cuerpo no me permitía concentrarme. Fueron años maravillosos acompañados de Scorza, León Felipe, Kafka.

Pero todo cambió cuando mi madre murió y mi hermano –quien nunca había leído un libro y cuya pequeña biblioteca constaba de unos pocos libros técnicos que se había visto obligado a comprar – decidió adueñarse de mi biblioteca y mis libros. Entraba en ella como un ladrón, tomaba algún libro sin siquiera mirarlo y se lo llevaba. En sus hurtos logró arrebatarme ejemplares de Tagore, Kundera y Süskind. Esto debía terminar, la desaparición de mis libros me volvió loco, los espacios vacíos donde habían estado Hesse y Eco me enfurecían. Yo no quería hacerlo, él me obligó. Incluso no quería que sufriera demasiado, así que lo envenené. Me tomó semanas encontrar el tipo de muerte adecuada y luego el tipo de veneno adecuado. Incluso tuve que consultar algunos libros técnicos, pero valió la pena. Ahora somos mis libros y yo, nadie más, sólo los grandes autores de la historia y yo


PERNÍA Atencio Dony: Nació en Maracaibo, estado Zulia, en 1963. Se graduó de periodista en 1989, en la Universidad del Zulia. Ha ejercido la profesión en radio, prensa y televisión en el estado Táchira. Fue jefe de información y de redacción en el Diario de los Andes, y actualmente es Jefe de Información en Diario La Nación. Ha escrito varios cuentos. La Morena del Paraguas Rosa es el primero en ser publicado. Desde el año 2003, dicta talleres de Ortografía y Redacción en la Dirección de Post Grado y Educación Continua de la Universidad Católica del Táchira.

LA MORENA DEL PARAGUAS ROSA

Salomé soltó una bocanada de humo en forma circular que seguían los ávidos ojos de Bernardo hasta que se desvanecía en el aire. Podía imaginar el aliento de la morena, sentada elegantemente, con una pierna cruzada ligeramente sobre la otra, sin ocultar el talento de sus muslos. El vestido negro de venas blancas hacía relucir su espesa cabellera, dispuesta a la mirada curiosa de los hombres y recelosa de las mujeres.

-Así es ella, libre como su generoso cabello -decía atontado Bernardo sin contener la saliva.

Era aún temprano, pero el cigarrillo le sentaba bien. Todos en esta pequeña ciudad de Los Andes venezolanos se habían acostumbrado a las exhibiciones públicas de la morena. Aún los señores Antillano, católicos de singular religiosidad, quienes aparecían cada domingo en la primera banca de la Catedral con sus tres hijos, Henry Federico de 17 años, María del Rosario, de 14 y Andrés Ricardo, de 11 años. Eran rigurosos con la educación de sus hijos. El mayor en la instrucción castrense, la niña en la Escuela María Auxiliadora y el menor, con vocación de médico, en la escuela Juan XXIII, de excelente disciplina, necesaria para conservar la cordura cuando viajara a Mérida a iniciar estudios superiores. Pero sabían que Salomé era inofensiva para la formación de sus hijos. La consideraban un adorno femenino que engalanaba los cafés del pequeño bulevar de la ciudad. Como era costumbre, el paraguas rosa le acompañaba a la morena. Junto con su bolso, su inseparable accesorio rosado de mango de madera ocupaba una de las sillas de la mesa. Le hacía más femenina, más interesante, más misteriosa.

-Misteriosa... muuuy misteriosa... ¿Qué hará después de las siete de la noche? –se preguntaba Bernardo entre suspiros.

-Petra, la lavandera de la carrera ocho, dice que tiene una vida nocturna muy agitada –aseguró Joaquín, su mejor amigo.

--Petra es una chismosa. Debería vigilar más a sus hijas –reclamó Bernardo.

-¡Más! Esas señoritas no se ausentan de su casa por más de media hora.

-¡Media hora dices! ¿Cuánto tardamos la última vez con ellas? –interrogó indiscreto.

-Cállate. Esas cosas no se hablan entre caballeros –refunfuñó Joaquín.

En ese momento Salomé se levantó, tomó su bolso y su paraguas, el cual colgaba de su antebrazo izquierdo y se balanceaba al ritmo de su contoneo, y caminó hacia la salida. Nueve pasos andaba desde la mesa que siempre ocupaba hasta la puerta principal.

-Uno… --contaba abismado Bernardo--, dos… mira sus rodillas –decía--… tres… cuatro… cinco… ¡Oh Dios!... seis… Joaquín, Joaquín… se detuvo.

Joaquín miró hacia la mesa que ella ocupaba en busca de indicios y volvió la mirada a Salomé, quien permanecía de pie a tres pasos de la puerta.

-¡Me coquetea amigo! ¡Ah! –exclamó Bernardo hasta fastidiar a su compañero.

-¿Estás soñando? Jamás se ha fijado en ti. ¡Bueno! En realidad jamás se ha fijado en nadie, pero te juro que tú serías el último.

-Lo dices por envidia. Te acuerdas en la graduación de mi hermana. Ella se excusó por no poder bailar conmigo.

-Te despreció Bernardo. Ella prefirió aburrirse.

-No seas mal pensado. Ella es tímida y yo era sólo un muchacho.

-También eres pequeño y gordito. ¡Te imaginas! Ella alta, como una garza, y tú rechoncho.

-Lo esencial es el alma.

-Excusas, excusas de los sin remedio.

En realidad, Bernardo siempre llevaba la peor parte en las aventuras amorosas. Joaquín, agarbado, de un metro ochenta centímetros de estatura, raros ojos canela, cabello corto rizado, de aspecto europeo, iba al frente en las conquistas. Detrás, el gordito, un catire con facilidad de palabra y actitud jocosa. Las más bonitas eran atraídas como un imán por el garbo de Joaquín. A Bernardo, pese a su protesta muda, le correspondía siempre la otra.

-Acostúmbrate y aprovecha --le sugería en complicidad Joaquín, lo cual Bernardo obedecía rápido, porque era hombre sin complejos.

Joaquín era de poco hablar. Las muchachas no lo buscaban para dialogar. En cambio Bernardo bregaba sus conquistas y después de enamorarlas era difícil despedirlas, por eso las novias se les juntaban por épocas.

En el café, Salomé continuaba a tres pasos de la salida. Era de un metro setenta centímetros de estatura, el borde del vestido no alcanzaba las rodillas y tenía discretamente descubierta la espalda. No era atuendo para esa hora, pero nadie se oponía. No se le conocía oficio, tampoco vocación. Volvió de la capital tres meses antes. Allá cursa estudios, aparentemente. Su padre es el dueño de la pizzería que está en el este de la ciudad. Es hija única, bañada en plata, caprichosa con sus amores --dicen-- aunque nunca ha presentado novio. De buenos modales y excelente hablar. Camina con la cabeza en alto y la vista al frente, como las mujeres que atraviesan por una pasarela en la televisión. Poco se le ve en público y cuando sale nunca lleva compañía, excepto a María Teresa Contreras, su mejor amiga, discreta como una bóveda. Así corresponde a una "virgen". ¡Bueno! Eso dice doña Leticia, su madre, en las acostumbradas tertulias vespertinas con sus comadres en el solar de su casa, lo cual ninguna tomó en serio y no osaron carcajearse por si acaso no fuera broma, y en efecto, era muy en serio. "Mi hija –refería la madre-- es una muchacha de la casa y todavía no se le conoce pretendiente. Estudió en el colegio María Auxiliadora, en régimen internado para que cultivara los misterios teologales y practicara la vida sacramental. Ahora estudia música en la capital”. Claro, lleva noventa días en la ciudad y no le han visto el instrumento. "Estoy segura que como mínimo será compositora o integrante de una gran sinfónica. Es un dechado de virtudes. Será la recompensa del hombre que la merezca", agregaba Leticia ante el silencio dudoso de sus comadres.

En el café, Salomé regresó a la mesa, abrió su cartera de cuero tallado y sacó algunos billetes que dio al señor Tiberio, dueño del café, y quien la atendía personalmente para poder disfrutar del aroma de su perfume francés. Era un "viejo verde" --a decir de Joaquín--, pero lo cierto es que no iba a ser la excepción de los hombres en el negocio. Todos buscaban cruzar mirada con ella siquiera por casualidad y simular sorpresa. También las mujeres lo hacían con la intención de marcar terreno con los ojos, porque no era bien visto que las damas riñeran por hombres, ni siquiera por su marido. Por el contrario, honra le era a las esposas que sus esposos ignoraran a sus amantes mientras anduvieran con ellas.

Pero este no era el caso de Salomé, porque todos se esforzaban por ser gentiles, sin embargo ninguno se atrevía a insinuarse más allá de lo conveniente. No porque no estuvieran dispuestos a casarse con ella. Más de un caballero manifestó en sus borracheras su desenfreno amoroso. Pero la elegancia y finura de Salomé la hacían inalcanzable. Nadie sabía si la conquistaría un ramo de rosas blancas en alusión a su pureza o un arreglo de orquídeas que resaltaba lo bella que era la muchacha.

Salomé se cruzó de piernas nuevamente mientras esperaba el cambio y encendió otro cigarrillo. Bernardo podría contar otra vez los nueve pasos hasta la salida. Así que pidió otro jugo de frutas. La mitad superior de las paredes del café, de cristales corredizos, dejaban observar el Porsche modelo 60` estacionado al frente del local. Sólo dos autos convertibles de esa marca había en la ciudad, pero el de Salomé era blanco, inconfundible para sus admiradores. El negocio mejoraba ostensiblemente cuando el "clásico" se estacionaba en el lugar. Su auto blanco y su paraguas rosa la destacaban a la distancia. Claro, primero descollaban sus piernas, luego los accesorios. Con ese atractivo panorama a pocos les interesaba indagar en las intimidades de la morena. Para la mayoría bastaba el brillo singular de su presencia, lo seductor de sus misterios y la suerte de que no se le conociera admirador formal, lo cual brindaba oportunidad colectiva de llevarla al altar.

La morena del paraguas rosa nunca contestaba halagos, ni invitaciones. Asistía a las fiestas de su amiga y su familia. Iba al autocine en los grandes estrenos, casi siempre con sombrero de malla y guantes cortos de cuero. Los chicos se desbocaban para ocupar un puesto contiguo al Porsche blanco y después presumían con los amigos.

La morena continuaba esperando en el café, donde Bernardo insistía en contemplarla con testaruda fijeza. En ese momento llegó María Teresa. Era de piernas gruesas, más bien ordinarias, que hacían resaltar aún más las bien delineadas de Salomé. Se sentó y le murmuró al oído a su amiga. Los ojos de la morena la delataron, al abrirse asombrados, y casi al instante la mayoría de las orejas en el café apuntaron en vano hacia ellas. María Teresa notó la indiscreción y retiró su cabeza hacia atrás oteando de un lado a otro. Lo mismo hicieron todos. A Salomé nunca se le ha escuchado hablar de sí misma ni de su familia. Pretender averiguar qué la inquietó es un acto suicida, porque sepultaría cualquier posibilidad de alcanzar el privilegio de ser su novio. Soltó otra bocanada de humo y las figuras en el aire desviaron la atención del asunto.

Se recuerda que en el verano del 73` visitó la ciudad un chico de esos que acostumbraban ganarse los besos con intrepidez. Atraído por el encanto de una ciudad pequeña de urbanismo colonial como quedan pocas en Venezuela, se hospedó en casa de unos amigos de María Teresa. Coincidió con Salomé en una de esas escasas fiestas a la cual asistía y durante un baile ciñó indebidamente la cintura de la morena. Su premeditada faena fue respondida con una actitud helada que apagó su dardo pasional. "Jamás había palpado tal frigidez", comentó el visitante a María Teresa. Minutos más tarde, Salomé partió inesperadamente de la fiesta con su amiga sin dar explicaciones.

Cuando llegué a mi casa esa noche –recordaba Salomé-- subí a mi habitación y en la intimidad me deshice del vestido, porque era ajeno a la verdadera Salomé. Me acerqué al espejo y desde el calabozo de mi soledad observé la esbelta figura de una mujer muerta al deseo, adornada con finos encajes y perfumes sensuales, poderosos para alborotar los sentidos de los hombres, pero incapaces de vencer los barrotes de mi prisión. Me asaltaron los recuerdos del despertar de mi cuerpo. A los doce años los juegos quedaron atrás, y las miradas de mis amigos me confirmaron que estaba cambiando. Como las abejas que merodean el néctar, los muchachos con voz más ronca olfateaban un nuevo olor en mí. Pero la miel de mi florecer se agrió el día que fue robado el polen de mi nueva naturaleza. El capullo de la niña se cerró entonces y aún hecha mujer no ha abierto jamás sus pétalos, para que nadie descubra que se ha marchitado la antera de la ofendida flor.

En ese tiempo, en el verano del 73`, Salomé examinaba sus sueños. Soñaba con un hombre alto, blanco, de ojos celestiales, actitud amable y dueño de sí mismo. Un caballero que adivine sus antojos y anticipe con sus actos las palabras de su corazón. ¿Y la pasión?, se preguntaba. Sí, un hombre de pasión domada y ferviente al mismo tiempo. "Un amado más que un amante, un soñador que pueda navegar en las tranquilas aguas de mi alma sin agitarlas, aunque despierte las más altas olas en el mar de mi soledad. Que ice velas en los mares de mi mente y me aleje del pasado". Mitad Don Quijote, mitad Romeo. "Pero quién se fijará en mí, flor marchita… al conocer que el cofre de mi cuerpo no guarda tesoro alguno, porque el amor rehúsa germinar en mí."

Salomé se había vuelto desconfiada. ¿Con qué intenciones vendrá éste?, se preguntaba cuando un hombre la cortejaba. Y cuando proponían visitarla en su casa, contestaba: Es muy amable de su parte. Déjeme pensarlo… Entonces jamás le volvía a dirigir la palabra. Ciertamente, son incontables los que buscaron un medio para hacerla su esposa, la mayoría con promesas de abundante mies, no sólo porque –como dice el refrán-- cada niño nace con un pan bajo el brazo, sino porque muchos eran empresarios prósperos –casi siempre viejos bonachones, algunos con la calva muy pronunciada por el transitar del tiempo--, y otros, verdaderos figurines de revista de moda, currutacos sin oficio que vivían de las fortunas de sus padres. Pequeños y altos, con malas y buenas intenciones, con mucha plata y con demasiada plata, extranjeros y criollos, de todo linaje visto por estas tierras andinas, palparon los ojos de Leticia, los cuales le brillaban, al imaginarse visitando a su hija en un club de Europa, en un castillo inglés o en un palacete de verano en el mediterráneo.

En cambio, Norberto, el padre de Salomé, sumido en su pizzería, parecía más bien huraño. Ausente de la intriga que rodeaba la vida de su hija, hablaba sólo de negocios. Desde antes del alba estaba en pie, con su infaltable taza de café criollo humeando en la sala de su casa. Con el periódico en una mano y la taza en la otra empezaba el día con el primer canto de gallo. Luego el desayuno, fijo a las 6:30 de la mañana. A esa hora las criadas estaban en sus oficios, pero Norberto no recibía el desayuno sino de manos de Leticia. Era chapado a la antigua. Leticia seguía siendo la ama de casa, aunque tuviera ayudantas. Sin embargo, la educación de su hija se había escapado de sus manos por ocuparse de su negocio. Leticia, quien se encargó de prepararla para la vida, la prefería princesa antes que doncella. No obstante, la dulce y perfumada mano de su hija sobre su áspera barbilla no le enfadaba a Norberto. Era de disciplina inquebrantable, muy severo a veces, pero en el fondo su lado débil se llamaba Salomé.

En el cafetín continuaban las dos amigas. Conversaban animadamente sin dejar lugar a terceros. Salomé sujetaba el cigarrillo con notable firmeza, elevaba de vez en cuando la quijada para botar el humo y mientras María Teresa le hablaba ella cavilaba, con la cabeza ladeada, mirando a la distancia a través de los cristales.

Tiberio interrumpió sus pensamientos para darle el cambio, lo cual fue generosamente rechazado por Salomé. Luego se levantó de prisa y por primera vez la morena anduvo ligero los nueve pasos hasta la salida con su paraguas rosa colgado al brazo. Apenas si dio tiempo a Bernardo babearse gustosamente. El Porsche se puso en marcha y la mirada de los hombres en el café lo siguieron hasta perderse de vista.

-Allá va la morena del paraguas rosa –susurró Bernardo.

Era martes. No se supo de ella el resto de ese día, ni del siguiente, ni del jueves, ni del viernes. "¿Qué pasará?", se preguntaban sus admiradores. "¿Dónde estará?”. No se le volvió a ver en el café, ni en el club, ni en las calles de la ciudad. Hubo un rumor persistente y Bernardo y Joaquín decidieron averiguar a fondo el misterio. Se vistieron con su ropa dominguera a pesar de que era viernes y salieron a recorrer la ciudad. Estaban dispuestos a entrar en la casa de Salomé. ¡Bueno!, Bernardo estaba dispuesto. Joaquín sólo lo transportaría y lo esperaría en la esquina, porque su admiración por Salomé no era tonta.

-Tengo por costumbre preocuparme únicamente por los mangos bajitos –le decía descaradamente a Bernardo.

Después de recorrer la ciudad en vano, Bernardo se acomodó la camisa azul de seda y escupió la punta de sus zapatos negros y los frotó con la parte trasera de la manga de su pantalón. También se escupió las palmas de las manos y se acicaló el copete del cabello. "Vamos a su casa", dijo. Agarró aire y lo expulsó como quien se prepara para un maratón. Se dirigieron entonces al este de la ciudad –allí vivían las familias más acomodadas, no todos eran ricos, algunos eran solamente acomodados--. Entraron a la urbanización Los Caobos y cruzaron hacia la tercera calle, a la casa de Salomé. Pasaron la esquina a mínima velocidad y avistaron una fila de autos estacionados al frente de su casa. Había muchos carros, como si las familias se hubieran congregado a propósito de un gran acontecimiento. Joaquín se detuvo, porque al pobre de Bernardo le revoloteaban las mariposas en el estómago.

Después de varios segundos Joaquín preguntó: ¿listos?, a lo cual el otro respondió: Listos. Dieron la vuelta a la manzana para estacionar el auto y prosiguieron a pie. Suponiendo que era un casamiento, Joaquín sospechaba que no los dejarían entrar. Sin embargo, por solidaridad continuó el camino. Se acercaron al gran portón negro en medio de una cerca de barrotes que custodiaban la casa. A cada lado de la entrada se extendían sendos jardines. Algunos toldos instalados guarecían del tiempo a gran cantidad de gente bien vestida, con ropas de colores preferentemente oscuros. No fueron mal vistos, así que, pensando que el acto era público, y conforme al plan de Bernardo, se comportaron como invitados, aunque lo mal encarado de algunos de los presentes los intimidaba. Desembocaron en la sala principal y para sorpresa vieron a Petra, la lavandera, a quien nunca invitan a ninguna fiesta. Como de costumbre la ignoraron. Al fondo había una inusual decoración de flores y mucha gente caripasmada que rodeaba un ataúd, el cual desentonaba con la elegancia del lugar. Ambos se miraron y en acuerdo mudo decidieron acercarse, mientras la gente los miraba con especial interés. En el trayecto no vieron a Leticia ni a Norberto, ni siquiera a María Teresa, solamente a Cleo, una tía de Salomé que no estaba bien de la cabeza y a quien apodaban Cleo, porque se asomaba desnuda al balcón que da a la calle y juraba que era Cleopatra, y gritaba: ¿Dónde están mi Julio César y mi Marco Antonio? Era muy bonita. Entonces, ignorando sus desvaríos, a veces se convertía en un espectáculo femenino agradable para los vecinos. A nadie le molestaba, excepto a Leticia, por aquello de "¡qué vergüenza, qué dirá la sociedad!". Pero la sociedad, como ella la llamaba, se gozaba el show. La tía Cleo era patrimonio folklórico de la urbanización.

Joaquín y Bernardo siguieron hacia el féretro y mientras más se acercaban más fallaban las piernas de Bernardo, quien se agarrotó del brazo de Joaquín para asomarse y mirar dentro del sarcófago y... ¡El paraguas rosa!

-¡El paraguas!--gritó Joaquín al apartar a su amigo para mirar.

-Shiiiito, mal educados, no respetan a los difuntos –criticó Cleo, haciéndose la cuerda.

-Cállate chico, que nos sacan –suplicó Bernardo entre dientes sin entender lo que ocurría.

••••••

-¡Velan el paraguas!, esta gente se volvió loca Bernardo --gritó Joaquín tratando de bajar la voz.

-No estamos locos --dijo la tía loca--. Sólo que el diablo se llevó a mi niña al infierno --y se echó a llorar a moco tendido.

-Vámonos de aquí –ordenó Joaquín, sin recibir respuesta.

Por supuesto que Bernardo no se iba hasta averiguar lo que estaba sucediendo. “¡La chismosa del barrio!”, pensó. “Joaquín --le dijo--, Petra nos puede decir qué pasa aquí”. La empezaron a buscar y Bernardo casi lloraba pensando en la pobre de su Salomé. “¿Un ataúd con su paraguas? Las cosas no andaban nada bien por acá”, cavilaba.

Parecía que el mal de la tía Cleo había contagiado la mente de todos, a la sociedad, se diría, porque “¿Cómo van a secundar tamaña locura?”, seguía meditando.

Entre tanta gente almidonada no fue difícil divisar a Petra, por lo ordinaria, pues. Los dos jóvenes se sentaron disimuladamente a su lado, debajo de uno de los toldos, lo cual la contentó, porque sabía que usaría su lengua de dos filos.

-Lo que sucedió fue que --empezó a contar Petra sin que le preguntaran--, por estos días vino a la ciudad una gente rara, parece que de muy lejos, fuera del país, con unas ideas nuevas sobre la iluminación del alma y la sabiduría eterna. Decían que el secreto de la vida estaba en sacrificar el cuerpo para salvar el espíritu. Esta gente le lavó el cerebro a Salomé y la convenció de que se fuera a recorrer mundo.

-¿Para dónde se fueron? -preguntó Bernardo.

-No lo sé. Nadie lo sabe.

-¿Ni María Teresa? --buscó respuesta Joaquín.

-¡Quién! ¡Um! Leticia dice que esa cabra loca fue quien la indujo a escaparse.

-¿Y por qué no la buscan?

-¿Dónde? y ¿Cómo?, si se cambió el nombre. Unos aseguran que ahora dice llamarse Zinthia Lamba, otros afirman que Alfa Zeta.

-¿Y cómo saben eso?

Porque María Teresa dejó una nota a sus padres. Hasta esa niña loca dejó una carta, pero Salomé, ni siquiera con todos sus estudios se dignó escribir unas letras para consolar a Leticia. La pobre la dio por muerta y enterrada. O sea, lo de enterrada es un decir, porque apenas la van a sepultar mañana.

-Al paraguas querrás decir

-Silencio. Si no quieres que te saquen de aquí, no repitas eso –advirtió Petra-. Para Leticia y Norberto, Salomé se murió anteayer y el sepelio será mañana.

Diez años más tarde, Bernardo todavía la recuerda, aún percibe su perfume en el café y en el club. Cada mañana, antes de partir de casa, abre el armario y ahí está, ve su paraguas rosa colgado entre sus camisas de seda. De este secreto, sólo Joaquín y Petra saben. Fueron ellos quienes aquella tarde ayudaron a salvarlo del sepulcro.

GUTIÉRREZ Gustavo A.: Nació en Caracas en 1973. Desde 1982 reside en San Cristóbal, diseñador gráfico, estudiante de publicidad y mercadeo. Colabora desde el año 2000 con los pintores, los actores, los cineastas, los poetas y los bebedores. Es miembro activo de Asociación de cineastas del Táchira (Asovicine).

UN RETROCESO FEROZ

La criatura, sintiendo que su vientre reventaba, buscó el rincón más cálido cerca de las aguas, y entre despojos improvisó su nido. Era una maraña de pelos; ojos amarillentos; quijada saliente con dientes enormes y deformes; dedos y uñas semejantes a garras; extremidades famélicas y ennegrecidas. Por sus canillas resbalaba sustancia.

***

Un viejo y un joven, con paso ágil, atravesaban las decrepitas calles del barrio 14 de Febrero. La oscurísima noche, combinándose con sus trajes negros, los hacía prácticamente invisibles. De vez en cuando, algún moribundo farol iluminaba la escena, y bajo la tenue claridad, los Parados del barrio con la gordana asomándose debajo de sus franelas, extendían mesas de dominó; hartaban aguardiente, chimú y cigarro mientras escuchaban sus radiecitos portátiles que cuando no daban los números de lotería, carreras de caballos o los partidos de baseball, vomitaban melancólicos boleros. Todos los Parados pasaban los cuarenta años de edad, no tenían trabajo ni se afanaban buscándolo, ganaban dinero cantándole la zona a los Power Ranger que vendían piedra; algunos de los cuales eran hijos de los Parados.

La pareja de caminantes apareció de repente bajo el farol, como si fueran unos espectros, dándole un buen susto a los Parados que estaban ahí sin advertir que algo se aproximaba. Todos aplacaron su reacción de reflejo, cuando, viendo mejor, se percataron que los dos espectros eran el curita Fernando con otro cura más viejo. Y al indagar por los motivos de tan peculiar marcha nocturna, recibieron la mala-nueva de que el viejo Tato, habiendo recibido “los óleoss de su santida´ se estaba mudando pa´l barrio de los acostaos”.

El curita Fernando no dilató la parada, dijo adiós al grupo, pidió que le abrieran cancha y apuró a su anciano acompañante tomándolo por el brazo.

Cochino Rojo se levantó de la silla y haciendo señas con los brazos al negro vacío por donde se hundieron los curas, por precaución, mandó un mensaje a los Power: todo bien - allá va gente - abran cancha - dejen pasar – quietos – mosca – bajen hierros.

Los sacerdotes, pronto se encontraron con pequeños puntos rojos bailando en la oscuridad que señalaban la presencia, en plena fuma, de los Power, quienes riendo con sorna y murmurando, encandilaron con sus linternas a los sacerdotes de una forma molesta. De repente, los focos de un vehículo aproximándose se hicieron notar. Dejaron de lado a los curas para ver qué señas lanzaba el Cochino Rojo y, efectivo, venía un cliente a buscar piedra. La pareja apresuró su paso, y los Power, rápidamente quedaron atrás.

–¡Qué bueno! –dijo el curita Fernando con sarcasmo— que haya sido usted mismo el que dijera: “que después de tantos años..., quería volver a recorrer su parroquia.

Lo que estoy viendo no es mi parroquia—dijo el viejo—, aquí se ha producido un retroceso feroz, de todo. Cuando salí de esta comunidad, toda esta zona era una finca y no existía este rancherío. Tato fue un hombre de bien, chico. Respeto profundamente su decisión de querer pasar sus últimos días en la casa donde nació, pero qué triste tiene que ser para él, como lo es para mí en este momento, ver las viejas calles empedradas de nuestra parroquia, minadas con toda esta lacra”.

-¡Pues sí! dijo secamente el joven sacerdote, que no creía en la consternación del viejo, y no añadió más. En ese momento, se le vino a la mente el asunto del burro, obligatoriamente, tendrían que pasar por ahí.

La sensación de ir caminando sobre asfalto fue desapareciendo gradualmente para ser sustituida por las incómodas piedras y piedritas de un caminito de tierra, que atravesaba el terreno baldío que mediaba entre el callejón de la Sayona –coto cerrado de los Parados- y el puente construido sobre una quebrada donde, 8 meses atrás, había aparecido un burro tieso con el abdomen vaciado.

Al burro se lo llevaron pero la hediondez seguía. La policía realizó una pesquisa, entonces descubrieron que en la zona había un matadero clandestino, se hizo la investigación, la prensa siguió el caso, y... Seguía la hediondez.

Hacia el puente se encaminaban los curas en completa oscuridad, tanteando el terreno, al viejo ya no le estaba convenciendo para nada que ese rápido camino, los llevaría rapidito a casa. Pero el pez muere por la boca, el viejo había dicho que en sus tiempos, “caminaba por toda la parroquia para arriba y para abajo a cualquier hora”. Mostró incredulidad cuando Fernando le dijo que también lo hacía y aceptó el desafío del joven de realizar la travesía.

De esta manera, el anciano cura, llevado de la mano por el joven párroco, estaba “conociendo” al 14 de Febrero: barrio que había aparecido de la noche a la mañana, creciendo como un hongo al lado de su otrora empedrada y colonial parroquia Santa Clara, llenándola de groseras realidades.

La noche no era lúgubre a pesar de la densa oscuridad. Hacía calor, no había nubes, el cielo nocturno estaba despejado y todos los luceros se mostraban íntegros, fascinando al anciano cuando se detuvo a descansar por un minuto. También notó en derredor a esos luceros serpenteantes que son las luciérnagas. Los gatos y rabí-pelados agitaban el monte; los cocuyos y grillos armaban un escándalo, en fin, aquello era una orgía de movimiento y vida. También se escuchaba tenuemente el llanto como de un recién nacido.

A medida que avanzaban, aquél llanto se iba haciendo más fuerte igual que la hedentina, cuando llegaron a la mitad del puente, no pudieron evitar el impulso de detenerse, el viejo se colocó un pañuelo sobre la boca, el hedor le era insoportable. El puente estaba iluminado por dos bombillos, uno en cada extremo, que colgaban de un cable que salía de un poste de electricidad ubicado como a veinte metros.

–Padre, lo que escuchamos está debajo de este puente, sentenció Fernando. El viejo lo miró con asombro y horror, Y se mostró escéptico ante la posibilidad de tal cosa. Fernando decidió que bajaría a ver.

Fernando descendía haciendo peripecias con sumo cuidado para no hacer ruido. El viejo mientras tanto, decidió abrir la abultada mochila que el joven había dejado a su cuidado y que tan sospechosa le parecía. No sólo contenía los instrumentos sacramentales; había cuatro pares de zapatos desgastados, de número pequeño, como de niños. Y una pistola nueve milímetros dentro de una bolsa plástica. El viejo sintió temor. “Ya es definitivo, Fernando anda en vainas raras. Eso de traerme por aquí son guarandingas de loco”, pensó.

Abajo, Fernando contemplaba la escena con sigilo. Era la primera vez que veía a Lucy recién parida. En una caja de cartón estaba el bebé cubierto de fluidos mientras la progenitora cercenaba con los dientes el cordón umbilical que aún los unía. Ella todavía no se había percatado de la proximidad del cura, cuando aquél decidió acercarse más para explorar la posibilidad de un contacto, no estaba seguro de como aquélla reaccionaría al envite. Había cierta visibilidad debido a la luz que llegaba de la superficie del puente, ubicado a una altura de unos seis metros sobre la quebrada; pero con bastante penumbra. “Ey, Lucy”, dijo sin brusquedad. Pero, acto inmediato e instintivo, la criatura en celo se abalanzó sobre él. Fernando retrocedió con potencia, clavó un pie en el cauce de la quebrada. Escapó a las garras de la peluda no por velocidad, sino que a ésta el cordón umbilical le hizo lo mismo que una cadena a un perro y al iniciar la recarga sobre el cura arrastró la caja con el niño, lo que la obligó a frenar. Fernando no se detuvo hasta que terminó de escalar la ladera del puente y fue recibido por la mirada impertérrita del viejo, que al ver la excitación con que el joven emergía de nuevo a la superficie sintió más temor y hasta pensó en sacar el revolver que acababa de esconder en su pantalón.

–Lucy volvió a parir sentenció Fernando. “¿Cuál Lucy?”, “Venga padre, sigamos”, el joven arrastró al viejo, tenía prisa, centró su mente en el asunto de Lucy sin decir palabra, pero el viejo con su retahíla de preguntas y demandas de una explicación le enturbiaban el pensamiento. De repente sintió que algo le faltaba en el morral. Entonces se detuvo, revisó y vio que no estaba la pistola, al girar la vista para ver el rostro del viejo este ya tenía el arma en la mano “¿Qué vaina es esta?”, “¡Cuidado!”, el viejo se la llevó a la espalda. “¿A ver, qué está pasando Fernando?” “Muy bien, pero déme ese asunto y yo le explico con calma cuando lleguemos. El viejo se mostró hierático y renuente. Entonces Fernando dio la espalda y siguió la marcha. El viejo en silencio continuó tras de él. Pero Fernando nuevamente se detuvo, pues pensó que en mejores condiciones cuando llegaran a la casa parroquial, y de seguro todos los que allí duermen, incluido el ayudante del viejo (que insistió para llevárselo en el auto luego de que salieron de la casa de Tato), estarían despiertos esperándolos con cierta ansiedad, y ahí, mucho menos le iba a querer regresar el arma. Entonces, era mejor presionarlo ahí mismo en el monte. Lo peor que podía pasar era que el viejo siguiera terqueando y entonces Fernando tendría que darle un coñazo y quitársela por la fuerza. “Mire Padre esa pistola se la tiraron anoche a Tato por la ventana, también le tiraron estas bolsitas con comino que le resbalaron por el pecho. Ponga atención: siempre que hay un tiroteo entre las bandas llega la policía haciendo redada, los que no logran pasar el cerco dejan que los policías los requisen… Nunca les consiguen nada porque tiran la droga y las armas dentro de las casas de los vecinos, eso sí, saben perfectamente en que casas las dejan y al día siguiente las recogen. Si los vecinos no las entregan entonces se joden con los delincuentes. Pero hoy los delincuentes no fueron a buscar su cuestión a la casa de Tato y la policía ya empezó a dar vuelta por las casas. No se metieron donde Tato considerando que se está muriendo, pero llegaron hasta la puerta a preguntar. Doña Josefa entonces, me pidió el favor de que le oculte el paquete hasta que lleguen los muchachos a buscarla, cuando eso pase, ella le dirá que me las entregó a mí, y ellos irán a buscarme para que yo se las entregue. No es la primera vez que le hago ese favor a los fieles de la parroquia. Así que es imposible que usted se quede con esa pistola. Y esos pequeños zapatos, efectivamente, son de unos niños que usted mismo se encargó de sacar de la iglesia donde yo los tenía metidos. Por favor entrégueme esa pistola o se la quito de otra manera. El viejo muy excitado inició un monólogo de incriminaciones y negaciones. Luego de unos quince minutos le puso mucho énfasis emocional a cierta frase “que había dicho el papa”, y se cansó, lo que le obligó a tomar aire. Ese fue el momento que Fernando aprovechó para darle un coñazo al viejo en la boca del estómago y quitarle la pistola, sabiamente descargada por Fernando antes de guardarla en el morral. El joven cura, sin pensar en él mismo, se sintió aliviado del horror que hubiera significado haber visto al viejo entregándole la pistola a la policía. También se sentía vengado luego de una guerra de meses que venía librando con el estúpido viejo por dimes y diretes. No obstante, el acto en cuestión, marcó el final de las tropelías del “teólogo liberado” en la parroquia Santa Clara.

BECERRA MORA, María Paola. Nació en el mes de septiembre de 1986 en la ciudad de San Cristóbal, estado Táchira. Inicia estudios musicales a los 7 años de edad en la Fundación Orquesta Sinfónica del Táchira. Cursa estudios de primaria, bachillerato y diversificado en el Colegio Cristo Rey. A los 17 años inicia estudios superiores en la carrera de Comunicación Social en la Universidad de Los Andes, Núcleo Dr. Pedro Rincón Gutiérrez en la ciudad de San Cristóbal. Músico y aficionada a la novela hispana, así como también fiel seguidora de los cuentos policíacos y de misterio de la literatura inglesa y latinoamericana. También ha escrito ensayos y poesía y tiene una obra en cuento, inédita.

MENTES TURBIAS

I

En el disentir de mis días, esa imagen que entraba por la ventana de mi casa hacía ver a esa mañana soleada y hermosa, pero yo presentía que se tornaría gris como todas. Ese maldito escritorio lleno de papeles y documentos por hacer y rehacer… ¡Ah Dios! ¿Hasta cuándo? Hasta que mi hijo entrara a la universidad y pagara por ella, sí. Hasta que costeara sus benditas clases de piano para satisfacer a mi esposa, sí. Hasta que se me acabara la paciencia, sí.

Y ese niño que no dejaba de tocar… ¡Es que no comprende que me da dolor de cabeza todo este asunto del piano! Siempre le decía que tocara cuando yo me largara al trabajo, pero nunca lo entendía. En ese momento perdí mis estribos, cuando por accidente derramé el café sobre los documentos que se encontraban en la mesa. Me paré con portafolio en mano y me dirigí a la sala.

Allí estaba mi hijo Juan Diego, “niño especial” según mi esposa. Tiré el portafolio al piso y le grité que callara ese maldito piano. El niño me miró a los ojos y se le bajaron las lágrimas. Entonces fue cuando apareció mi esposa:

Miguel, ¡Estoy harta de esta situación! –.

–Cecilia, ¡No me desautorices! Él sabe que no puede tocar mientras esté aquí porque me crispa los nervios, ¡coño!… – respondí yo.

–Pero ¿No ves que es su arte? Es que es tan difícil que lo entiendas, ¿En qué clase de monstruo te has convertido Miguel? Ya para porque estás insoportable… – prosiguió Cecilia en respuesta.

En ese momento, antes de que yo pudiera responder a los disparates de mi esposa, sonó el teléfono y Cecilia atendió. Quién fuera la persona que estaba al otro lado del teléfono había producido el efecto de palidecer a mi esposa, cosa nada fácil. De inmediato entré en estado de pánico. A Cecilia se le asomaron las lágrimas y yo empecé a contar los segundos para que colgara el teléfono.

–No se preocupe. Yo le digo a mi esposo…– respondió Cecilia al teléfono y seguidamente lo colgó.

–¿Qué pasó? – le pregunté impaciente.

–Miguel, Damián murió anoche… – respondió ella con la voz entrecortada.

–¿Cómo que murió anoche? ¿Qué carajos estás diciendo? – le dije.

–No sé que pasó Miguel, no pudieron avisarte… Todo fue muy rápido. Parece que agarró una rabia muy fuerte y su corazón se infartó. Dios mío, ¡pobre Damián!, era tan joven… – respondió ella en medio de un llanto de desconcierto.

Damián era mi mejor amigo, mi hermano fiel desde siempre. Mi compañero de tragos, mi cómplice en las infidelidades, mi copiloto en mi viaje de penurias y desasosiegos. El hermano que nunca tuve.

A partir de ese momento, cuando supe lo sucedido, entré en un trance. No supe qué decir, no supe qué hacer. Tomé mi portafolio, abrí la puerta y me fui de allí sin saber muy bien adónde iba.

II

Al abordar el vecindario, caminé al otro lado de la calle. Noté que mis vecinos coincidían en su forma de vestir. Inexplicablemente, ellos se encontraban de luto.

En otras circunstancias me hubiese detenido a averiguar lo que ocurría, pero el dolor que me embargaba apenas me dejaba notar lo que sucedía a mi alrededor. Fue entonces cuando me monté en mi carro y me alejé de allí lo más que pude. Me sentía terrible, el dolor me desgarraba el alma. Y la paranoia volvió a mí; ese miedo indiscutible a perderlo todo, a perderme a mí mismo, se hizo presente de forma imbatible e inevitable. Minutos después de arrancar sonó mi teléfono celular:

–Aló –

– Mi vida, yo sé que discutimos pero quiero que sepas que estoy contigo. No quiero que afrontes esto solo… – me dijo Cecilia, al otro lado del teléfono.

–¡No soporto este dolor, Cecilia! Es demasiado… Era mi hermano ¿sabes?, y se fue así…

Sin despedirse. Siento que somos vulnerables a todo; que hoy fue él, ¿y mañana quién? Puedo ser yo o alguien que amo… – respondí entre sollozos.

–Miguel, tienes que calmarte… Esto es muy difícil, pero la vida continúa. No deberías ir

así al trabajo… – dijo mi esposa.

–No sé… No sé ni adónde voy… Quiero ver a mi hermano. Quiero despedirme. ¿No te dijeron dónde lo están velando? – respondí.

–Sí, mi amor. Es que te fuiste así, sin decir nada, y no te pude decir… Está en la Funeraria San Ignacio – me dijo Cecilia.

–Bueno, yo voy a ver de dónde saco valor… De verdad que en estos momentos no me queda nada de fuerzas… Nos vemos más tarde – respondí a Cecilia.

–Está bien mi vida. Cálmate por favor, y recuerda siempre que cuentas conmigo. Te amo. – dijo Cecilia.

Continué manejando, tratando de apaciguar mi dolor con las palabras de mi esposa. Sabía que sólo eran un paño de agua tibia ante la impotencia que me produciría tener que ver a Damián sin vida.

En el camino pasaron cosas extrañas. Sí, era cierto lo que dije. La mañana soleada se tornó gris, se volvió miseria de un segundo a otro. Cuando pasé por aquella calle llena de comercios, creí ver algo que nunca había visto. Estaba allí la farmacia de siempre, aquella donde se compra desde las pastillas de la gripe hasta los preservativos clandestinos fuera del matrimonio. Aquella farmacia en donde el boticario se vuelve tu cómplice en los más feos errores. Mi dolor no me dejaba ver, pero creí ver entre mis ojos aguados, la palabra “funeraria” en letras enormes… En letras azules. Aquellas mismas letras que antes se unían para mostrar la palabra “farmacia”. Y lo dejé pasar, como todo lo demás.

Hubo un momento en que me perdí en los recuerdos que embargaban mi mente. No me fijé en que el pare me correspondía a mí en ese momento y de repente sonó la estruendosa corneta de un camión.

Al parecer no pasó nada. Sólo sé que todo se vio muy extraño después de la corneta, pero creo que fue el dolor de la pérdida que se acrecentaba en mí.

Al dejar atrás uno de los semáforos, pasó lo más extraño de todo. En medio de la realidad de la muerte ajena, es desde allí donde pude verlo todo desde los anteojos difusos del dolor.

Vi una primera vez por el retrovisor. Detrás de mi se encontraba una camioneta con un conductor iracundo que tocaba la corneta desesperadamente… Y yo iba a mi ritmo, y no pensaba cambiarlo. Cuando volví a ver el retrovisor central me percaté de que un pasajero me acompañaba. Quise “dejarlo pasar” de nuevo, pero fue imposible…

No se trataba de Damián, se trataba de mí. Uno igual que yo, en el puesto trasero observándome, analizándome, exasperándome. Y fue entonces cuando sentí que el tiempo se detuvo. Esos rápidos segundos en los que pude percibir su rostro cambiado y blancuzco, me nublaban la mente, me llenaban de miedo. De esos miedos insoportables, de esos que llegan al alma y la sacuden como si se tratara de una buena emoción y resulta ser que es la peor. Por un momento perdí el control del volante. Frené impávidamente y volteé para enfrentar al extraño Miguel de mi puesto trasero, pero ya era tarde. Se había ido.

La camioneta pasó por la izquierda luego de que frené. Dejó la secuela del sonido de la corneta en el aire y unos cuantos gritos soeces por parte del turbado conductor, que se fueron perdiendo en el céfiro. Estaba impactado por lo sucedido pero debía continuar. Tomé aire, y proseguí la marcha.

Cuando llegué a la funeraria, pude percatarme de una realidad ineludible: que sólo las cosas malas de la vida salen tal cual como uno las imagina. Me bajé del carro, tomé aire, valor y agallas para poder tragarme las lágrimas y disimular la impotencia infalible que me acogía en ese momento.

Entré a esa tétrica funeraria y observé a mis amigos llorando, abrazándose los unos a los otros. De pronto pude distinguir entre la gente a mi esposa y a mi hijo; estaban allí desconsolados, no entendí muy bien esa situación. No pensé que mi esposa llegara antes que yo y que Juan Diego estuviera allí, tan afligido. En ningún momento pasó por mi mente que mi hijo apreciara tanto a Damián como para que entrara en ese estado.

Cuando me acerqué al ataúd con recelo y zozobra, no pude creer lo que vi. ¿Cómo era posible? ¿De qué se trataba todo esto? Damián no estaba allí.

Miré a todos con desconcierto y en una crisis de nervios que alcanzaba la cúspide. Volví la mirada al ataúd y comprobé que no se trataba de una visión, era real. Una realidad turbia que parecía no desvanecerse. Quien estaba en el ataúd era el Miguel del asiento trasero de mi carro. Era mi muerte la que estaba contemplando. Quien estaba en el ataúd era yo.

RODRÍGUEZ MOLINA Ender Israel : Nació en San Cristóbal, el 19 de marzo de 1972. Escritor, Director de la ONG BARIQUÍA. Fue Facilitador del Taller “Las Culturas Tradicionales y su influencia en la Literatura” en la Universidad de Los Andes, 1998. Coordinador del Concurso Municipal de Literatura “Otilio Miquelena” Federación-Estado Falcón 2000. y en otros eventos literarios como Jurado. Primer Premio de Ensayo “Imaginación Ecológica” de la Agenda Latinoamericana Nicaragua y de la Fundación Ecología y Desarrollo de España, 1997. Ha publicado las siguientes obras: Libro de ensayo: Cantos del Origen (N.N.E.E. – Amerindia- CONAC). Textos para la revista: “Los Niños y el Arte” (Revista Mundo Mágico). Poemas para el libro “Dragones de Papel” Antología de la Nueva Poesía Tachirense (N.N.E.E. – CONAC). Mitos recopilados de la danza ritual de Las Turas publicados en el libro “La Cultura Ayamán” de Nelly de Rodríguez financiado por la U. C. V. Maracay. Artículos en el Periódico Regional “La Nación”, San Cristóbal. Edo. Táchira. Ensayos y poemas en revistas diversas y otras publicaciones: “Suplemento Cultural” de Ultimas Noticias (Caracas), “Sujeto Almado” (Edo. Táchra), “Oikos” (Edo. Falcón), “Rasmia” (Edo. Bolívar), Amazonas (Edo. Amazonas); “Candidus” (Edo. Carabobo; Nature Medicatrix (España); Agenda Latinoamericana (Nicaragua y España). Aparece en el Diccionario ¿Quiénes escriben en Venezuela? Libro de autores. Caracas 2004. Correo: isrodriguez44 @ hotmail.com; isrodriguez44@gmail.com

EL MUELLE

Una gota de rocío caía sutil, por el abismo del suicidio a tierra. En caída libre se estalló sobre el rostro de Amanda, habitante del Muelle “Venecia”, hasta empapar el lateral de su párpado izquierdo. La gota se estremeció en su cara como cuando un golpe de aire se lanza demente contra el mar. Un extraño recuerdo persigue a la mujer del muelle. El veneno intenso de un momento etéreo recorre su memoria. Aquella noche en la que un hombre rompiendo su ropa sudada, encendía de llamas la piel de la joven aún, dama del puerto. Camilo Hung, se llamaba el forastero perseguidor de Amanda, labios gruesos, cejas delicadas y afilada barba de presidiario. Con tan sólo rozar su entrepierna de mujer, este hombre atrapado en el tiempo, lograba acelerar los impulsos vitales de Amanda y asomar por el umbral de su sexo, un impúdico rociado de aguas cristalinas y espesas, con sabor a almíbar. Esa noche, en la que se encontraron el forastero y ella, sucedieron alucinantes situaciones. Mientras se amaban, tras la cortina de encajes negros con brillo, una mano se acercaba al revolver de Amanda hasta lanzarse al cráneo del hombre con fría velocidad, descargando una docena de balas firmadas con su nombre. La sangre corría, anárquicamente sobre los senos de la mujer desesperada, mientras apenas lograba zafarse de esas cómplices uniones de cuerpos en la alcoba helada del hotel “Marcell”. Una llamada telefónica justo después de la desnuda entrega de los dos viajeros del cuerpo, antecedió al accionar del arma contra la piel del inocente Hung. Nunca supo la amante de sal, si su cuerpo era ahora la denuncia viva de la muerte en el muelle, el amor amante del puerto, la voz del hombre salpicado de rojo sudor, o la propia cómplice de sí misma en la muerte.

Meses después, un tornado trajo consigo penumbras y relámpagos hacia oriente, como si el Pacífico deseara quebrar las costas con sus huracanadas histerias hacia el muelle de ese lugar desconocido en Centroamérica. La huella del mar se mostraba ausente en el oleaje y la playa. Con el paso de los años, las gaviotas traían en sus picos las presas. El blanco y negro de la noche rondaba, desde entonces, en las casas desmembradas por las rebeldes mareas que se quedaban cada vez más solas.

Amanda prisionera, volaba en sueños, ensangrentada de lágrimas de un negruzco color carmín, mientras los automóviles apagaban sus luces cerca de la cárcel “San Jacinto”. En las celdas cercanas algunos se tocaban y gemían tan deliciosos. El oleaje de los peces era sagrada lujuria ante una continua tristeza en el puerto. A lo lejos, un sacerdote blasfema y en silencio, el asesino de Hung se persigna. Callados, vuelven ambos, Monseñor y el culpable, a mecerse entre sudores, rozando sus lenguas como exquisitas serpientes en celo. Blandas y sensibles, las lenguas no dejaban de incorporarse sedientas entre los rincones de cada cuerpo. Los fines de semana, la madre del reverendo ofrece vino en el nombre de su hijo y lo obsequia a su amante. Las gotas de lluvia en “Venecia”, limpiaban de culpas las calles y los destinos de los hombres en la playa del puerto para dejar rodar aguas purificadoras.

A los años, Amanda, harta de espera y enferma de esquizofrenia, es embarazada y descubre en sí misma el elixir del amor de nuevo. Como siempre, se acercaba sin tiempo y espacio a encontrarse con el viejo Camilo, ya desgastado por el paso de la sal en su cuerpo. Él disfrutaba al desnudar a su única mujer en el cuarto aquel del suburbio sangriento. La última noche, se juntaron ambos de nuevo, esta vez, no hubo revolver. Se asesinaron con sólo el calor de los cuerpos, incendiados danzaron entre llamas. El limpio cadáver del nuevo ser brilló a lo lejos. El mar iba y venía. Los habitantes solían ver a los desnudos y cadavéricos espíritus hacer el amor en oscuros manglares. El silencio de las aves, dejaba sonar las olas con un eco rítmico y fugaz que nacía en el manglar. “Venecia” no fue descubierta fácilmente por los viajeros de otras islas.

Un reportero urgaba la puerta del cuarto de los viejos amantes, mientras asomada colillas de cigarrillo en la entrada del hotel. Conoció, esa tarde en la que rondaba el puerto, a una mujer de vestido claro, de curvos pliegues, y luminosos ojos.

El hombre de la cámara le invitó un trago mientras se acercaban horas después, embriagados, al único hotel del muelle. Un solsticio llenó de un extraño ocaso la noche en la orilla del mar hasta acercarse a una

habitación. Un gemido delator, una llamada y el disparo sonaron a destiempo.

La sangre se unía. El sexo de ambos sellaba incandescente aquella velada. Un rojizo líquido bañaba la habitación.

COLINA David: Nació en San Cristóbal el 06 de octubre de 1973. Abogado y escritor. En el 2005, ganó el Concurso de Cuentos de la Dirección de Cultura y Bellas Artes del Estado Táchira, y en el 2006, fue ganador del “II Certamen Mayor para las Artes y Las Letras”, Mención Narrativa-Cuento.

RELATO CON PRINCESA, DRAGÓN Y CABALLERO

I

Paula se casó y la boda fue muy bonita, sobre todo la ceremonia; cuando yo me case (palabra cierta) quiero que sea en la misma iglesia y con el mismo padre, dijo Fabiola y yo pensé quiero irme de aquí a caminar, a no sé qué y menos sé si quiero saber, pero me quedé sentado y pedí un refresco al mesero, con mucho hielo para removerlo con gesto ausente, por favor. ¿Y con quién se casó?, dijo Mercedes. Pues se llama Carlos y es un poquito mayor, dijo Fabiola, con él no puede una sino reírse, claro, lo malo es que no tiene trabajo, pero está buscando, me cuenta Paulita, se levanta muy temprano, trota, come algo muy ligero y sale, conoce mucha gente y es inminente que consiga un buen empleo. Mientras tanto viven con lo que gana Paulita, a Dios gracias. En general, no me parece o, mejor, me parece un vago pero Paulita está muy contenta.

¿Estás como ausente, Luis?, dijo Fabiola, no te preocupes que hoy brindo, solo que no lo hagamos (risas), pero en serio que: no lo hagamos costumbre y sé que lo de Paula te atañe. Sí, dije y recordé que era un edificio grande y eran como las seis de la tarde de un jueves y bajamos por la escalera porque los ascensores siempre me parecieron lentos. Paula, te amo, es lo que quiero decir, pero no es eso lo que quiero decir, pensaba, porque fui al cementerio del municipio y compré una rosa que parecía artificial (tenía poco dinero) y caminé con ella toda la avenida hasta el edificio y la tiré (idiota, no la hubiera comprado) antes de subir y luego subí al apartamento y hablé de temas insustanciales unas dos o tres horas, reí como si nada y me aborrecí intensamente. En cualquier caso, llegamos al primer piso y le dije a Paula ya me voy y te amo, eso es que lo que quería decirte y ella me miró un ratito en silencio y se disculpó y lloró y dijo que no podría tener ninguna relación con nadie nunca, que no era su culpa y que sabía que era como una enfermedad, una tara (la palabra me pareció notable) que la haría infeliz; yo era muy bueno y no me merecía algo así. Le propuse algo estúpido y desesperado y aún me dijo que no y no era cuestión de esperar y lloró un poco más. La tarde terminaba muy pronto ese día, la gente caminaba presurosa y yo crucé la calle corriendo y detuve un taxi viejo y ruidoso y me fui en él, sabiendo que no lo podría pagar.

Hay momentos sublimes en la vida y hay personas que hablan por hablar, pero es imposible distinguir los unos de las otras; es la gran tragedia del ser humano, dijo Alfredo y se levantó para ir al baño. Alfredo es tonto o está tomado, dijo Mercedes. Tonto no más, dije yo y Alfredo volvió y dijo ya está bien de cuentos de viejas casadas con divinos vestidos de novia mandados a hacer en Colombia por lo de las telas que son de mejor calidad, no, ya está bueno, saben, ayer salía del supermercado y había una gran cola en la avenida y como el aire acondicionado de mi carro está dañado, pensé: qué mierda, aguantaré calor y luego vi que la gente corría más adelante y se juntaba en un solo punto. Me bajé y caminé hasta donde estaban un hombre y una mujer recostados a una camioneta y el hombre me dijo yo saqué a la niña, una recién nacida, yo la saqué y no le pasó nada, llegué rápido, metí los brazos y la mitad del cuerpo por la ventanilla, la saqué y se la di al papá, que sí se pudo bajar sólo, pero tiene una herida en la cabeza que, según me dijeron, amerita que la limpien y le cojan varios puntos, y yo le dije, ah, ya entiendo y continué hasta donde estaba toda la otra gente. Un carro pequeño y nuevo estaba aplastado en parte bajo un camión cisterna que había ignorado el semáforo y dentro de él estaba una señora con un vestido verde, llorando, atrapada por el volante y la puerta y herida de seguro, junto a ella otra señora, más joven y bonita, le pedían calma y paciencia hasta que llegaran los bomberos. En resumen, sí aguanté calor mucho rato, concluyó Alfredo y los miré a todos con una sonrisa y aproveché su triunfo para levantarme porque tengo que ir al baño, dije y también tengo que hacer una llamadita ¿Pero no es un poco tarde para llamar?, dijo Mercedes, es-que-voy-a-llamar- a-mi-casa-y-a-lo-mejor-ni-llamo-pero-no-soporto-a-Alfredo-porque-es-un-pedante-que-se-cree superior-al-promedio-y-ubica-el-promedio-muy-alto-pero-no-tiene-donde-caerse-muerto-el-muy-idiota-y-si-no-me-levanto-doy-una-vuelta-y-hago-lo-que-tengo-qué-hacer-terminaré-golpeándolo-y-yéndome-en-medio-de-la-sorpresa-general dije con la mirada y salí.

Llamé a Paula, repicó varias veces y se cortó. Llamé de nuevo y contestó una señora que dijo que era muy tarde y que Paula dormía y yo le dije soy un amigo de Paula que vengo llegando de viaje y quisiera que le diga mañana la iré a visitar o mejor no le diga nada porque quiero que sea una sorpresa. Colgué, me despedí alegando una crisis familiar cuyos detalles no podía revelar y me fui a mi casa.

II

El sábado amaneció con frío, nubes y viento (me gustan las mañanas así) y de muy buen ánimo salí de casa con la determinación de ver a Paula, resolución nada nueva, pues cada cierto tiempo, cuya periodicidad no me he detenido a calcular, me convencía de la necesidad de este cometido, telefoneaba a varios amigos y les ponía al tanto de todo, debatía con fragor al respecto, aceptaba con sensatez y prudencia sus juiciosos consejos y abandonaba la tentativa. Pero mi buen humor, rayano en lo juguetón, proclamaba esta vez una mayor determinación. No quería caminar, así que esperé el autobús. Me bajé frente al edificio, saludé al conserje y subí por la escalera hasta el octavo piso. Hola, Paula, cuántos años y el tiempo como que no te pasa, pero es no sé ni por qué no había regresado, pensé y toqué la puerta con decisión porque el timbre aún estaba descompuesto, como pude comprobar tres veces (la cerradura era nueva y extremadamente segura a simple vista, cambio ineludible motivado de seguro por el aumento notable de los índices de criminalidad y acudo para suponerlo a cifras confiables y oficiales, combinación de extraña naturaleza). Paula abrió la puerta, sonrió y me dijo pasa, Luis, qué alegría pero como si nos hubiésemos despedido hace una hora u hora y media a lo sumo y me senté contento en un mueble negro de piel. Paula reía, se cubría la boca con las manos y me miraba con ternura, estoy bien seguro, de esa ternura infantil que se siente como el fluir de un río cálido dentro del cuerpo donde navegan galeones, piratas y Emilio Salgari con un tintero lleno, una pluma y un montón de papel y que hace titubear a los ateos en su ascética fe.

Me preguntó ¿Quieres dulce de mango? Y respondí claro y dijo está muy bueno porque lo hice yo, porque tu sabes que soy una gran cocinera o todos mienten después de comer, pero no ambas, para plantearlo en términos lógicos como en la universidad y reímos más, sentados y mirándonos; el dulce de verdad estaba delicioso, aunque no soy gran entusiasta del dulce de mango. Paula abrió la ventana de la sala y un golpe de viento levantó las cortinas y derribó un búho de arcilla que reposaba en una mesita cercana. Dije Paula, no te preocupes y Paula dijo no te molestes, no te levantes y me levanté, fui hasta el cuartito donde aún se guardaban las escobas y otros trastos, pensé debería preguntarle a Paula quién era la señora que contestó el teléfono (no lo hice) y recogí con alegría los pedazos del búho.

Nos sentamos de nuevo y pensé ahora es el momento y no es hora de dudar y dar vueltas para encontrar una explicación racional o más o menos racional a todo, las palabras llegarán solas (oh, libros de autoayuda), eso creo y es mejor que sea así entonces dije Paula, aún te amo, nada ha cambiado y nada me impide ser feliz contigo, porque has de saber que mi amor no puede sino producirte dicha, bienestar y los sinónimos que mejor te parezcan para la ocasión. Luis, me contestó, tienes que ver a otra gente, a otras mujeres y conversar de cualquier tema, que esté claro, eso sí, no empieces con el clima que eso está muy usado y hasta hay libros de chistes sobre el punto o la política, porque en este país ya ni se sabe quien es quien y hablaba como si hubiese preparado con rigor sus palabras, de seguro no lo haces (asentí) y no tienes otras opciones, ese es el asunto, opciones y de asumir realidades , sabes, hace poco leí sobre eso, ahora que hablas de sinónimos, porque también leía que leer enriquece de una forma impresionante, prodigiosa, extraordinaria, sorprendente el vocabulario. Para mí no hay opciones, dije, ¿Crees en la predestinación? A callar, masón, decía mi abuelita, dijo Paula riendo. No estoy hablando de eso, dije sin alzar la voz, no, sino de la predestinación a las cosas que le pasarán a uno, porque es indiferente que una mañana se salga a la calle y a uno lo maten o lo besen, porque así se salga por la puerta del frente o la trasera, si se tiene puerta trasera o se use la camisa a rayas o el pantalón nuevo o no se salga de la casa, igual a uno lo van a matar o lo van a amar o a besar, aunque luego se analicen o inventen las casualidades nefastas o felices que ocasionaron todo, porque debes saber, Paula, que también salí una mañana y regresé porque había olvidado algo y luego te conocí y te amé sabiendo que era inevitable y que no era una decisión, más bien una imposición muy a gusto, donde las haya, Paula. No puede ser cierto, no creo que estés convencido de todo eso que dices, Luis, por acá hay una revista que viene el domingo con el periódico, la encontró, la hojeó y continuó diciendo Luis, una sexóloga considera, aprecia y recomienda el gusto de la prostitución como una real alternativa para problemas como el tuyo, porque primero hay que determinar y reconocer la existencia y el problema estará resuelto en un porcentaje considerable. No me vengas con Anthony de Mello, interrumpí poniéndome de pie, pero si no es Anthony de Mello, aunque no tendría nada de malo que lo fuera y ahora agarra la revista y lee tú mismo, de manera que tomé la revista y me puse a leerla, y luego dije Paula esto es una, una… y tiré la revista porque, Paula, mi amor no es una gripe, te guste o no te guste y te haré feliz así me mandes con las putas y me las pagues, grité y Paula lloraba. La cerradura giró, manipulada por una mano que de inmediato juzgué metódica y paciente y, sin embargo, me parece que hubo brusquedad cuando la puerta se abrió y entró Carlos (quién otro) y Paula dijo Carlos, lloro de contento porque veo a Luis después de tantos años, conoce a Luis, Carlos y viceversa y Carlos me dio la mano, sonriendo con el ceño fruncido y me dijo quédate a almorzar, esta es tu casa y extendió la mano con la palma hacia arriba.

Resta poco: Paula se retiró, con respeto, a la cocina y entonces noté la humedad que había en las paredes y el moho que comenzaba a nacer en la junta de pared y techo y que detrás de un mueble había un hueso con algo de carne aún por comer y que Paula volvió de la cocina hablando poco y con un vocabulario claramente reducido y que Carlos encendía la televisión y me comentaba los noticieros utilizando la misma entonación para los desastres que para los resúmenes deportivos y que Carlos hablaba con desprecio de los demás y Paula sonreía nerviosa y me dije tengo que ponerle fin a esto y dije tengo que ir un momento a mi casa y vengo para almorzar ¿me esperan? Sí, dijo Carlos y me fui en taxi, llegué a mi casa y tomé el revolver de mi hermano, le puse cinco balas (no encontré más), salí de nuevo y tomé otro taxi que me dejó frente al edificio. Subí por las escaleras, toqué la puerta y Carlos me abrió, entramos y junto a la ventana le vacié el cargador encima, con una pausa involuntaria y sin rencor. Paula vino corriendo, abrazó a Carlos, gritó, soltó a Carlos y se acostó a llorar junto a la puerta (estaba descalza). Al rato llegó la policía y les mostré lo que había hecho, me dijeron que debía acompañarlos y me pusieron unas esposas. Paula se había puesto de pie y al irme vi en sus ojos llorosos, estoy seguro y lo afirmaré siempre, un fulgor de gratitud. Bajamos en el ascensor y salimos del edificio. Afuera el día aún estaba maravilloso.

SANTAFÉ ACEVEDO Carmen Alicia: Nació en el mes de octubre de 1969, en la ciudad de San Cristóbal estado Táchira. Participó en le Misión Cultura en el Municipio Junín. Estudia Educación Especial en la Universidad Abierta (UNA). Ha realizado exposiciones de pintura. Perteneció al Taller Literario Zaranda. Elaboró y restauró murales siendo estudiante de la Escuela de Artes Plásticas. Participó en el Primer Encuentro de Escritores Colombo Venezolano. Publicó artículos de opinión en Diario La Nación, en 1993. Participó en el Primer Congreso de la Cultura, realizado recientemente en esta ciudad y otras actividades relacionadas con este campo. Tiene en su haber cuentos y ensayos, por publicar.

EL MUÑECO

Se veía allí, sentada en el borde de la cama, no estaba sola, también se hallaba la figura de un hombre sin rostro de espaldas a ella; reinaba el silencio; el cuarto parecía asfixiante, hermético; algo contradictorio ya que había un gran ventanal al fondo donde la luz parecía atrapada, el aire se tornaba neblinoso, frío, en aquel extraño lugar ajeno a ella, sepulcral, pero ahora inmerso en un capítulo de su impredecible vida.

Se hizo irreal el momento al observar de repente el muñeco, recostado en una cama pequeña, ¡se sorprendió! Sí, siempre había estado ahí, inerte, observándola, acechando, durmiendo al lado de su cama, imperceptible entre la rutina y la cotidianidad de los días; robando el espacio y los anhelos; sólo ella podía verlo... Tomó fuerzas y lo sujetó, despedazándolo, los trozos de tela y goma espuma se dispersaron; luego los lanzó por la ventana que daba a un mundo paralelo, creyó librarse de él.

La densa niebla pegada a sus ojos le impedía ver, y al girarse...notó que allí estaba de nuevo aquel siniestro muñeco; intacto, sin rasguño alguno, reposando... Sus ojos negros y profundos la miraban fijamente; salió huyendo a través del tiempo, llena de temor y de impotencia, regresó a su infancia, escapó por las terrazas donde a veces se perdía en el horizonte, soñando con príncipes y carruajes, sentía el miedo de la persecución, la sombra persistente del muñeco permanecía en las velas encendidas de los atardeceres.

Avanzó cautelosa, sobre los pisos rojos y pulidos de la vieja casa; su mente vagaba en los recuerdos de la adolescencia, su corazón se agitaba entre el temor y las lágrimas reprimidas; buscaba un refugio y afloraron los deseos del subconsciente, su casa de la niñez ... Se detuvo frente al balcón que daba a la calle y que aún mantenía su color grisáceo, no podía predecir lo que hallaría... El hombre de espaldas se dio vuelta hacia ella, y al instante se aquietó su corazón ante la paz que reflejaba ese rostro desconocido, que la observó con ternura y emitió un mensaje que perduró en su memoria... y que sólo entendería con el transcurrir el tiempo...

PÉREZ RON Rafael: Nació el 29 de abril de 1975 en la ciudad de San Cristóbal, estado Táchira. Es licenciado en Comunicación Social, mención Desarrollo Cultural, por la Universidad de Los Andes, Núcleo Táchira.

Como periodista cultural y como cuentista ha pretendido erigir un único compromiso con la palabra: sumergir a la realidad, a la cotidianidad y al estío de la rutina en las frescas corrientes de la poética, para ahogarla y trasmutarla.

¡HE AQUÍ UN HIJO!

Sus manos burlaron el tiempo, olvidando cómo envejecer, aprisionando con ansias un cigarrillo que se posa entre sus labios agrietados, aquellos que comprimen su gruesa y sebosa capa de carmesí para dar un prolongado jalón inicial que expira en una densa y ondulante bocanada de humo que va a impactar sutil y dramáticamente con ese hilo de tabaco incinerado que asciende, desde su mano, en un trayecto de cadenciosa dispersión, la nicotina no alcanza a anestesiar su angustia, sus ojos de aguas profundas, de mirada perdida en la oscuridad, fija en la ardiente ceniza; parecen haberse trasmutado en dos brillantes esferas pétreas incapaces de mirar, impenetrables por estímulos externos, esclavizadas por las insistentes escenas de una pesadilla que la atormenta a pesar de la forzosa vigilia.

Mamá... Mamá... Mamá... –sentía que la llamaban incesante fatigosamente- tengo sed madre, tengo sed, dame agua limpia madre, agua limpia... agua limpia -la voz reverberaba, se hacía eco, confundiéndose con el bramar de la laguna, las palabras se desarticulaban, el ritmo acelerado y vertiginoso del clamor lo tornaban insoportablemente incomprensible-. No puedo Rubén... no puedo... no puedo hijo... no puedo –se oía decir a sí misma en la lejanía, desde donde veía acercarse a un niño con las cuencas de los ojos vacías, sangrantes, ocupadas por parásitos pululantes.

El fuego consume ferozmente la picadura del cigarro olvidado entre los dedos teñidos de ocre de Yohama, se logra oír el crujir del delgado papel que se quema dejando sobre la línea incandescente una barra de ceniza que se abre trémula, amenazando con venirse abajo. A cada jalón surgen de la oscuridad, en el fugaz destello de un relámpago naranja, rasgos de ese rostro con piel de tabaco, de ese rostro duro, reseco, moldeado en la inquebrantable soledad de la noche, cuando sólo existen sombras con nombre o sin él, sobre sábanas manchadas, impregnadas del humor de los placeres, siempre revueltas y sin descanso.

Desformada por las fracturas de la superficie, enturbiada por la densa película de polvo que robaba nitidez y fidelidad a su reflejo, su figura asexuada y semidesnuda jugueteaba frente al espejo de pie que había sido condenado al olvido en una habitación repleta de trastos. Protagonizaba, con el descompasado péndulo de un antiguo reloj de pared como espectador de primera fila, su idea de un milenario ritual indígena de sacrificios humanos para aplacar la furia de los dioses que moraban en la laguna de Urao. Sus delgados brazos, sostenían en alto, mientras su rostro se humillaba frente a la grandeza y poder de las misteriosas aguas imaginarias, a una muñeca con sucio relleno de algodón asomándose por el roto de un costado; era su primogénito, su tributo a las profundidades.

¡Silvina¡ pequeña pervertida, eres una cualquiera, te escondes para desnudarte y ofender al Creador con tu sexo expuesto frente a este espejo, Dios Santo es una pecadora... una pecadora... una criatura de Satán –con la respiración sobresaltada, pronunciando aquellas palabras que apenas lograban ser expulsadas de su garganta aprisionada por la ira, el fanatismo religioso de doña Encarnación le hacía creer que, en ese preciso momento, se había convertido en un instrumento divino del Supremo para exorcizar a su hija a quien suponía poseída por las fuerzas del mal. No me llames Silvina, yo soy Yohama la princesa. Quinaroe de la laguna- ese día, al enfrentarse a la severa corpulencia de su madre, se rebautizaría como Yohama, siendo bendecida no por el agua vertida por un sacerdote, sino por el dolor que le causara la paliza inquisidora de doña Encarnación; desde entonces, su templo había abandonado a las iglesias para erigirse en aquella habitación que era clausurada por el puritanismo, ese que quiso encarcelar al recuerdo de una pureza perdida.

El humo volátil y etéreo emana en un suspiro de su boca y tras colarse silencioso entre las rendijas minúsculas de la ventana, se abalanza al encuentro con la nocturnidad, para confundirse en la bruma que acaricia a esas heladas aguas que logran superar los abismos de la profundidad con el anhelo de sentir el mundo que nace en la superficie. Aquella fracturada columna corintia con capitel de ceniza se erosiona con la demora del olvido, reclinada sobre la firmeza de unas manos ajenas a su cuerpo; sus cenicientas hojas de acanto se apartan, cautelosas y esquivas, del abrasador corazón palpitante del fuego. La salinidad de una lágrima viene recorriendo la mejilla derecha de Yohama, desviándose con cada poro sepultado por los protuberantes restos de maquillaje, hasta empozarse y morir en la comisura de su boca; con la convulsión de un rítmico y fingido ataque de tos; Yohama espera distraer, confundir, desconcertar a los pensamientos que la arrojan, indefensa y vulnerable, en la insondable hondonada del llanto.

Su putrefacto y violáceo cordón umbilical flotaba como una culebra acuática, apartado del traslúcido y deforme cuerpo, mientras las aves de rapiña, atraídas por el mortecino de sus vísceras expuestas, le picoteaban para amputarle un insípido y apetecido bocado. Había sido devuelto por la laguna que pausada y amablemente lo llevaría hasta su margen, donde el menudo y escaso cabello que apenas cubría su diminuto y blando cráneo se poblaba de gramíneas, entre el vaivén de las aguas, que invitaba a un perro hambriento y curioso a acercarse para olfatearlo con sobrada desconfianza, antes de huir lánguidamente.

El líquido abismo lo devoraría definitivamente sin haber develado jamás sus secretos, la sangre oscura y fresca de su madre había sido lavada con las primeras aguas. En la eternidad de aquella noche la laguna, sería una vez más testiga muda e íntima cómplice de la muerte, su enigmático bramar acallaría el agudo y efímero llanto de la vida y sus míticas aguas osarían aumentar a los demonios de la culpa.

El cigarrillo es ya un hiriente proyectil que apenas se sostiene entre los rígidos dedos de Yohama y comienza a quemar sus sensibles labios reháceos a liberarlo. Exige de él un último y definitivo aliento que impida, durante el efímero reinado de las sombras, otro onírico encuentro con Rubén. La colilla, con una lagartija de ocre dibujada en la manchada blancura de su filtro, se estrella con un cenicero repleto de amarillos fragmentos del pensamiento, extinguiéndose la luz que llevaba consigo, para dejar a Llama en la absoluta y definitiva oscuridad, inmersa en el íntimo bullicio del insomnio, a solas con sus muertos.

CÁRDENAS Moisés: Nació San Cristóbal, estado Táchira en 1981. Miembro fundador del grupo de extensión Ularte de la universidad de los Andes- Táchira. Presidente de la Asociación de Estudiantes de Castellano y Literatura de la universidad de los Andes- Táchira. Cofundador de la radio comunitaria Radio Juventud Libre. Miembro fundador del grupo literario “José Ignacio Ramírez” Participó en el programa de Voluntarios docentes en el Centro Penitenciario de Occidente. Formó parte en grupos ecológicos. Ha participado en distintos recitales poéticos en encuentros de escritores, bienales entre otros. Ha participado con diversas ponencias en actividades universitarias. Finalista en el Primer concurso de poesía titulado Torres de Ficciones. ( 2006). Oficiado por la Universidad de Carabobo. Ha participado en diversas actividades voluntarias en albergues y casas talleres. Participa en el programa de Núcleos Culturales Comunitarios de la Dirección de Cultura y Bellas Artes del estado. Actualmente cursa el último año de la especialidad de castellano y Literatura de la Universidad de los Andes- Táchira.

¿CERRASTE LAS VENTANAS?

Todo ocurrió una fría noche de invierno cuando María Eugenia, una universitaria de 19 años tuvo que buscar un trabajo para poder pagar la residencia. Encontró empleo como niñera de los hijos de una pareja en una casa no muy lejos de donde vivía, por lo que le pareció excelente. Se trataba de dos niños, uno de seis años y el otro de catorce meses que apenas le causarían molestias. A las diez de la noche María acudió al domicilio del matrimonio donde pasaría la peor noche de su vida. Era una casa enorme, tenía dos pisos y un ancho patio lleno de árboles. En el segundo piso se encontraba la habitación de los niños y la de la pareja; en la parte de abajo había un gran salón donde la joven aprovecharía para seguir con sus estudios mientras estaba pendiente de las necesidades de los chiquillos.

La pareja se fue a una cena de negocios y se quedó ella sola con los niños. A eso de las diez y media les puso la pijama y los subió a la habitación en la que dormían, rodeados de unos enormes muñecos de peluche que parecían tener vida propia. El tiempo comenzó a pasar lentamente y por fin llegó la medianoche. El cielo estaba completamente oscuro y una fina lluvia comenzó a golpear los cristales de la casa, pero minutos más tarde empezó a empeorar el tiempo y lo que en un principio era una inofensiva lluvia, llegó a convertirse en una espantosa tormenta.

Debido a una subida de tensión en los conductos de corriente, las luces del salón se fundieron una por una y la joven sintió cómo el miedo recorría su cuerpo de pies a cabeza. De pronto sonó el teléfono y la muchacha se apuró a levantar el auricular pensando que se trataba de la pareja.

-¿Bueno?, señores la lluvia está terrible pero estamos bien, los bebés están bien, no se preocupen; pero nadie respondió hasta que se escuchó algo raro: grrrrguaggggglaaaaaaaa- parecían los gemidos de un hombre que tal vez quería asustarla. Era una voz profunda y tétrica, realmente aterradora, pero la joven no podía entender lo que decía.

Ella dijo:-¡Ya estúpido, deja de estar haciendo bromas en este momento!- y colgó. La casa estaba completamente congelada, hacía un frío espantoso pero...¿de dónde procedía? Era como si alguien hubiera dejado una ventana abierta, pero ella se había asegurado de cerrarlas todas antes de acostar a los niños. El teléfono repicó una vez más; en ese mismo instante los bebés comenzaron a gritar en forma agonizante.

María Eugenia recordó que podía utilizar el localizador de llamadas para saber de dónde procedían y saber quién era el dueño de esa espeluznante voz y terrible humor. Descolgó el teléfono, pulsó la tecla de localización y esperó durante unos cuantos segundos. Un “bip” fue necesario para develar el misterio, pero no hizo que el miedo desapareciese ¡sino todo lo contrario! Lo que la joven descubrió en esos instantes la dejó casi sin aliento. Las llamadas procedían...¡DE LA HABITACIÓN EN LA QUE SE ENCONTRABAN LOS NIÑOS DURMIENDO! Por el auricular del teléfono pudo escuchar cómo la voz, ahora entendible del hombre, le decía a gritos:

-¡Quédate ahí quietecita...ahora bajaré por ti!

JIMENEZ DE SÁNCHEZ, Alicia: Nació en Uracoa, estado Monagas, el 22 de enero de 1941. Su infancia y adolescencia transcurrieron en el Estado Barinas, pero vive en San Cristóbal desde 1975. Estudió en la Universidad de Los Andes (Mérida) y en la UCV (Caracas), graduándose de Ingeniero Civil en ésta última, en 1968. Por años ha mantenido, junto con su esposo, Firmo Sánchez, una columna en los diarios “PUEBLO” (ya desaparecido) y el “DIARIO DE LOS ANDES”, sobre asuntos de actualidad (“Desde Solentiname”) y sobre poesía (“La poesía y los poetas”). Escribe desde 1996 cuentos y poesía. Es madre de tres hijas.

LOS MISTERIOS GOZOSOS

La iglesia de aquel pueblo era oscura y estaba llena de imágenes de santos y vírgenes en altares y nichos. El altar más llamativo, dorado y rutilante, era el de la virgen patrona del pueblo, donde la imagen se mostraba para el culto, vestida de brocado y terciopelo; y el niño en sus brazos le tocaba el corazón con una mano. A esa iglesia iba yo, como me enseñara mi madre -todas las mañanas a misa de siete- desde que tuve uso de razón hasta cumplidos los cuarenta y cinco. Virgen, como la señora del altar dorado, me conservaba a esa edad. Pero a diferencia de ella, que llevaba un niño en sus brazos, yo no tenía un hijo. Vivía con mi madre, a quien cuidaba desde mi juventud, como enfermera y criada, atenta a sus caprichos y numerosas dolencias, con esmero y fidelidad que nunca eran reconocidos por ella, ni mucho menos agradecidos.

Mis hermanas se casaron, tuvieron hijos y habitaban con sus familias en otras tierras. No sé si eran felices o si sus maridos resultaron borrachos, infieles o perversos -así eran todos los hombres, según mi madre-pero cada vez que caminaba hacia el altar, sola, para recibir la comunión, sentía envidia por ellas y por la virgen con su niño que en medio de la oscuridad me sonreía, como burlándose de mí.

Hoy, después de diez años de ausencia, estoy de nuevo frente a la iglesia oscura. Entro y veo el cadáver de mi madre en un féretro, frente al altar. Comienza el rezo del rosario.

Vamos a contemplar los misterios gozosos. Primer misterio gozoso: La encarnación del Hijo de Dios. Padre Nuestro que estás en los cielos… Una mañana de diciembre, al salir de esta iglesia, me encontré a aquel hombre. Él estaba de paso por el pueblo y necesitaba buscar unos documentos en alguna oficina pública, según dijo. ¿Fue acaso mi soledad? ¿O sería su voz viril y sus palabras elocuentes, con aquel acento extraño, lo que me sedujo?

—Por favor, Señorita, dispénseme —dijo detrás de mí.

¿O fue tal vez ese instante de locura que a veces ocurre en la vida de una mujer o la sonrisa de la virgen con su niño que me hizo comprender que aquella era mi última oportunidad para concebir un hijo? Dios te salve María, llena eres de gracia… Aún no logro explicarme cómo, a pesar de todos aquellos consejos de mi madre y del terror que sentía cada vez que –con sólo mirarme- me reprochaba cualquier conducta impropia, fui capaz de adoptar la más impropia de las conductas. A los pocos minutos me había subido a su automóvil y lo acompañé hasta la oficina que buscaba. Desde el primer momento comenzó a galantearme, a alabar la tersura de mi piel y la belleza de mis ojos que, según dijo, lo cautivaron, que ese enamoramiento a primera vista jamás le había ocurrido con otra mujer. Nunca un hombre me habló de esa manera. Esa misma noche huí con él del pueblo y esa misma noche concebí a mi hijo.

Santa María, madre de Dios, bendita tú eres… Segundo misterio gozoso: La Visita de María a su prima Santa Isabel. Padre nuestro que estás en los cielos… Seis meses después ya estaba sola y abandonada en una ciudad extraña. Con el vientre abultado fui a visitar a una prima lejana con la esperanza de que me prestara algún auxilio. Quería morirme cuando observé su mirada de lástima y asco. Dios te salve, María, llena eres de gracia… María había concebido un hijo y aún estaba llena de gracia. Yo, en cambio, era despreciada por llevar aquel hijo en el vientre. Donde quiera que acudía me acosaban con preguntas: ¿Quién es el padre de ese niño? ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? Preguntas para las que yo no tenía respuestas. Terminé en un asilo, recomendada por mi prima, donde había otras miserables como yo, esperando el parto. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros… ¿Rogaría alguien por mí? ¿Rogaría por mí aquella virgen ante cuya imagen me arrodillé tantas veces? Gloria al padre… ¿A qué padre habría que darle gloria? ¿Al de mi hijo?

Tercer misterio gozoso: El Nacimiento del Hijo de Dios. Padre nuestro… Hay gozo en un nacimiento. Con razón aquella virgen del altar sonríe siempre, tiene a su hijo en los brazos… Mi hijo nació muy débil, delgado y en extremo pálido, pero a mis ojos era el niño más hermoso que jamás había visto… Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo… ¿Por qué, Señor, no estás también conmigo?… Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores… ¿Cuánto tiempo debo purgar mi pecado?… Gloria al Padre, al hijo… Sí, gloria al hijo, al hijo que tiene la virgen en los brazos y al que yo parí….

Cuarto Misterio gozoso: “La presentación del niño en el Templo”. Padre Nuestro… Llevé a bautizar a mi niño en una iglesia de la ciudad donde nació. Las monjas del asilo dijeron que era muy enfermizo y había que hacerlo pronto, lo miraban con lástima y a mí con mayor lástima aún. Dios te salve María, llena eres de gracia, bendita tú eres, entre todas las mujeres… ¿Serás, acaso, tú la única bendita de las mujeres? Para mí la condición de mujer es una maldición… Santa María… Gloria al Padre….

Quinto misterio gozoso: “El niño perdido y hallado en el templo”. Padre Nuestro que estás en el cielo…. Dios te salve María… El día que perdí a mi niño deambulé por las iglesias de la ciudad, reclamándole a esas vírgenes sonrientes, con sus niños en brazos, por qué se habían llevado el mío. Después de ese día no volví a visitar los templos. No le perdonaba a Dios el abandono.

El niño fue hallado en el templo, dice el misterio… Ahora entiendo… La mujer del altar no es la virgen. Es mi madre y tiene a mi niño. Sonríe porque me lo ha quitado. No puedo permitirlo. Corro hasta el altar y rescato a mi hijo…

No sé cuánto tiempo ha pasado ni dónde estoy. Está oscuro como la iglesia del pueblo y hace frío, pero tengo a mi niño entre mis brazos y nadie podrá quitármelo… Lo miro, me sonríe y pone su mano sobre mi corazón.

LUCERO Félix Rafael: Nació en Los Teques, estado Miranda, el 06 de junio de 1972. Autor, productor y guionista literario. Lucero creció en los andes, en una aldea rural del otrora Distrito Jáuregui, Estado Táchira. En el año 89, su madre lo involucra al Taller Literario ZARANDA en la ciudad de San Cristóbal. Tiempo después el taller deja de percibir fondos y se desintegra. Lucero se dedica entonces a producir musicales. En 1997, viaja a Caracas en busca de ayuda, acude al viejo Congreso Nacional de la República de Venezuela. Cursa estudios generales en la Universidad Nacional Abierta de Venezuela, luego retoma su obra; en 1999 esboza el primer borrador de: Muertos que Claman además plasma la idea experimental para Cuentos Marinos. Obsesionado por la narrativa, deserta de la Universidad, renuncia a la Dirección de Registros y Notarías y viaja a Europa, recorre Francia y llega a España donde comparte diversas experiencias literarias con escritores underground. Tal experiencia transforma su concepción narrativa. En el 2002 decepcionado en Andalucía, decide retornar a Venezuela con el fin de promover las artes en su país. Actualmente dirige la Asociación PRODUCCIONES, colabora con la Escuela de cine del Estado Táchira: ASOVICINE. Cursa la Licenciatura en Arte y Desarrollo Cultural en la Universidad Simón Rodríguez y es Activador Cultural Comunitario en la Misión Cultura.

EL ESPÍA QUE ES EL MISMO DE DANIELA

Miguel Ángel había sido un adolescente inquieto, conquistador impulsivo, amante de la libertad y creativo por excelencia, amaba la pintura, la música y a las mujeres atrevidas, había disfrutado con éxito de sus dotes, considerado por las mujeres: el adonis del barrio, se daba el lujo de orinar frente a todos en la plaza Mariño cuando se emborrachaba para humillar a sus contemporáneos con aquella anatomía de animal equino. Si bien era selectivo en aquella época, en ocasiones trataba a las mujeres regordetas con especial deferencia, a las feas y a las chaparritas con más afecto que cualquiera, y lo hacía sinceramente, era encantador, poseía un carisma adictivo con el que envolvía como una araña a quienes le contemplaban, siempre aparentaba ser feliz, pero en el fondo –dice su hermana- que era un niño solitario.

Cuando le conocí, no sabía que su madre estaba confinada en un manicomio de tercera, un sitio lúgubre en las afueras de la ciudad. Aunque sus amigos eran burgueses, él era de clase humilde, su padre a duras penas le compraba los cuadernos y los libros inútiles de educación básica, que nunca le sirvieron para nada más que no fuera aprobar el bachillerato vetusto que impartían los “académicos” de aquella época.

A Miguel Ángel le encantaba leer libros raros, estaba empeñado en descodificar los archivos secretos del Pentágono que hablaban de naves siderales, y creía en los extraterrestres, hablaba de Ganímedes y de otros planetas habitados, estaba convencido de que aquellos seres coexistían y se organizaban de forma inteligente con unos patrones de “vida” que comparados con los nuestros darían la impresión de que no estaban conectados a sistemas orgánicos, pues según Miguel Ángel aquellos seres tomaban su energía a través de membranas que los envolvían, y creía en una extraña salvación de amigos galácticos, además conseguía adeptos a sus ideas desaforadas, cuya pasión defendía sin discursos de octava generación, y garabateaba en sus libretas bocetos anatómicos humanoides de sus amigos. Incluso se había inscrito en un movimiento internacional que defendía seriamente aquellas teorías.

Cuando Miguel Ángel conoció a Mayra tenía como 21 años. Ella le llevaba como 15 de edad, pero inicialmente se entendieron muy bien, cuando aquello ocurrió la ciudad estaba abarrotada de adornos taurinos, y las caravanas multicolores daban la bienvenida a los forasteros que acudían a la feria internacional mientras Miguel Ángel charrasqueaba su guitarra en los parques del complejo festivo. Mayra poco a poco lo fue cambiando, junto a Mayra, Miguel Ángel conoció el poder de la desnudez, la gracia de intimar, la reflexión orgánica de las pasiones eróticas y también la desilusión, la desventura y el dolor del desamor... Mayra sabía cómo manipularlo, pues su experiencia le daba el control y el poder; y aunque le llevaba tanta edad ella era una mujer hermosa, cuyo cuerpo de potra desnuda poseía la gracia de un delfín en nado, a veces cuando ella se metía en los vestidos apretados parecía que iba a reventarlos con sus torpedos del pecho, y el maquillaje de monarca gótico que se colocaba en el rostro le hacía resaltar las facciones angelicales, Miguel Ángel se había aferrado a Mayra gracias a las atenciones domésticas que ella le dispensaba, pues en los buenos tiempos se esmeraban en pasarla juntos y ella le cocinaba de todo, junto a ella aprendió a cocinar, a jugar sucio y a mentir sin clemencia. Sin embargo ella era la amante de un hombre maduro, cuyo sujeto pagaba las cuentas de su condominio y la vestía como a una reina. A espaldas de Miguel Ángel ella simulaba que aquel señor no existía, y cuando finalmente Miguel Ángel le descubrió todo se volvió un infierno. Tanto dieron hasta que se separaron, y Miguel Ángel destrozado por aquel amor tóxico se dedicó a viajar en su motocicleta para olvidar.

Cuando Miguel Ángel cumplió 26 años ya parecía haberla olvidado, entonces comenzó a evolucionar hacia un extraño comportamiento, perdió la esperanza y se dedicó a la cacería de chicas desafortunadas, si bien parecía no albergar ninguna clase de emociones, reprimía sus sentimientos, usaba su aplomo sobrenatural y su carisma de estatua griega para embaucar a quienes se acercaban a él, le escribía a sus pretendientes canciones experimentales de fuerte contenido espiritual, y siempre daba con las palabras adecuadas y encontraba argumentos en situaciones apretadas y cuando todos creíamos que ya no tenía nada más que decir.

Hizo del Ateneo su ecosistema por excelencia, y aunque trabajaba esporádicamente en oficinas privadas, pudo pagar sus estudios universitarios con ayuda de sus amantes. Cuando obtuvo el titulo, el país estaba en banca rota y su carrera no le servía de nada... él no era un vividor profesional, pero sacaba provecho de todo. Miguel Ángel tenía un poder sobrenatural para caer bien, inclusive los muchachos homosexuales del centro comercial donde acudía regularmente lo trataban con cariño, y aunque él despreciaba aquellas preferencias sexuales les trataba con afecto y sin homofobia.

***

Decepcionado y moribundo de ilusiones, como un perro mortal Miguel Ángel se trasformó en un ser insensible, su corazón pasó los cerrojos, los pestillos y las aldabas, y se aseguró de no amar nunca más, frío y calculador, hizo de la calle un campo de cacería, hizo de su ciudad una selva desnuda, y se propuso desterrar de su alma cualquier sentimiento de afecto que lo hiciera lucir humano; y comenzó a explotar su cuerpo como cualquier prostituta desenfrenada, se valía de sus conocimientos intelectuales, de argumentos fabulosos para conquistar a sus víctimas, y decía en el regazo con una voz ronca y encantadora a cualquier chica: mujer... esta noche te haré volar, y te entregaré al niño temeroso que vive dentro de mí, y entonces le pasaba la lengua tiernamente con una precisión mágica a la víctima que cayera, y luego le apretaba la espalda y le mordía las prominencias del cuello con una calma desesperante, y después deslizaba sus manos de arcángel firmes hasta las caderas y le hacía un cuidadoso masaje de faquir, su técnica era tan seductora, que ninguna mujer escapaba a sus encantos de hechicero, si bien Miguel Ángel era un maestro de la complacencia, en ocasiones solía desvestir a sus mujeres con una violencia que ponía su odio al descubierto, pero inesperadamente recuperaba el aplomo y la fuerza de su violencia estimulaba aún más el lívido de sus amantes... él no seleccionaba mujeres con dinero, ni le importaba la condición social de sus víctimas, ni era un vividor como decían muchas, simplemente sentía tanto odio por las mujeres desde que había padecido el desamor, que se esmeraba en sacar provecho, aunque fuera placer fisiológico. Miguel Ángel poco a poco, se fue convirtiendo en un hombre perverso y desalmado, pero cada vez, más solitario. Y aunque negaba el amor, no era feliz.

Aquella noche cuando llegué al apartamento que habíamos rentado en Andalucía, lo encontré con Daniela, y supe que era ella, por las cosas que estaban en el sofá de la sala, su teléfono móvil de última generación daba la impresión de controlarla a toda hora, además sus botas blancas de invierno, su chaqueta con cuello de peluche polar, una cartera de cuero que contenía fresco todavía el perfume ametrallante de su piel y unas llaves enormes que parecían abrir la puerta de un castillo medieval; Si bien yo había pactado que no llevaríamos chicas al departamento antes de firmar el contrato, él siempre violaba todas las reglas -y yo se lo permitía porque éramos amigos desde los días infantiles- No hice bulla sin embargo, me descalcé, y una extraña emoción de espía me recorrió el pecho. Con mucho cuidado me asomé por las rendijas de la ventana de la recámara y vi con asombro sus piruetas de amante; Daniela lo besaba desenfrenadamente, le clavaba las uñas de bruja sensual en la espalda y él la recibía con mucha calma, moviéndose como un arcángel sideral en cámara lenta y con los pies tiznados. Le besaba las piernas con ternura, y le apretaba los senos con un ungüento mentolado; luego le colocó miel en los pezones, y se los mordía cuidadosamente con sus dientes de dragón infernal, y entonces Daniela se abría como una flor de cayeno y le pasaba su lengua bífida y madura en los músculos de las tetillas peludas. Sin embargo, Miguel Ángel no cerraba los ojos como lo hacía Daniela, ni su rostro registraba gestos expresivos, parecía un autómata, una marioneta mecánica que respondía a los estímulos fisiológicos, en sus dotes equinos registraba el poder de una estatua, pero no lucía humano, Daniela lo besaba mientras sudaba como yegua agitada. Y su desnudez me provocó extrañas convulsiones genitales, pero seguí fisgoneando en silencio, y miraba su hermoso cuerpo nevado mientras movía su diminuta cintura con la gracia de las sirenas griegas, mientras Miguel Ángel le apretaba las piernas y le propinaba nalgaditas de manera intermitente.

... De pronto, hicieron una pausa, y Daniela abrió los ojos, inmediatamente Miguel Ángel cerró los suyos y fingió escalofrío, él sabía como simular; pues el control que Miguel Ángel poseía de su cuerpo era casi demoníaco... en aquel momento Daniela le recorrió los muslos con la lengua húmeda y lo hizo estremecer… comenzó a descontrolarlo… hasta entonces, Miguel Ángel había manejado el mundo a su antojo, pero las técnicas de Daniela comenzaron a sacarlo del riel, y fue así como llegó a su vida: el molde de su zapato.

****

...Otra noche, llegué más tarde al departamento, y ya estaban allí, sentados frente a mi escritorio de estudio comiéndose una gigantesca tortilla española y bebiendo vino de manzana, Daniela lo besaba salvajemente y le untaba dulce de leche condensado en la espalda desnuda, y sin nada más que saludar, seguí de largo a mi habitación, aunque ellos nunca se cohibían con mi presencia, si bien era normal que los encontrara tirados en la sala sobre un enorme colchón, otras veces los encontraba en cueros revolcándose sobre pétalos de rosas y empegostados de cremas espumosas de confitería. Cuando entraron en acción aquella noche, di la vuelta por la puerta trasera, y me encaramé en una carreta para verlos. Daniela comenzó a quitarse la blusa de leopardo, poco a poco se fue soltando botón por botón, y lo hacía con tal calma, que daba la impresión de que no se la quitaría nunca, luego cuando Miguel Ángel trató de arrancarle el brasier, ella se escapó. Pues siempre jugueteaba de un lado a otro para que él la siguiera, hasta que finalmente sus senos empinados perforaron el espacio del salón con su fragancia inmortal. Daniela se reía con alegría desmedida, en aquella época lucía feliz, liberada de cualquier presión se despojaba de la minifalda y mostraba para mí en la semioscuridad: sus medias de malla cuadriculada y los ligueros salvajes que le apretaban la circulación, cuya piel blanca se le tallaba con marcas rojizas que desaparecían al compás de los segundos y entre las caricias de Miguel Ángel.

En ocasiones tierna, Daniela tenía el poder de desarmar a Miguel Ángel, y le proponía posiciones atrevidas que ni siquiera a él mismo se le habrían ocurrido en los días más desenfrenados, Daniela era vivaz, divertida, controlaba la situación a riesgo de todo, no era exigente y daba siempre más de lo que Miguel Ángel esperaba recibir, si bien Daniela siempre abandonaba nuestro apartamento a altas horas de la noche, jamás amanecía con él, y entonces Miguel Ángel comenzaba a recoger sus cabellos de manera enfermiza y los acomodaba en un rollo y los comenzaba a oler.

Miguel Ángel siempre había ocultado sus sentimientos, sus alegrías, pero ya en las “garras” plásticas de Daniela había aceptado que se había convertido otra vez en una presa humana, en mártir.

Frente a mí él no lo reconocía, a pesar de que éramos muy amigos, frente a mí siempre negaba su amor por ella, pero me bastaba sólo verle a los ojos después de cada entrega para saberlo cedido. Él comenzó a amar a Daniela con tanta fuerza que dejó sus andanzas de conquistador desenfrenado, dejó su pasión por las motocicletas, dejó su adicción al gimnasio y su orgullo de macho viril, no volvió a escribir más canciones a sus amantes y dejó de asistir al Ateneo. Siempre la invitaba a comer y él mismo le cocinaba, y a ella le encantaba la tortilla con queso española y el atún dietético con galletas de soda que él solía servirle después de cada batalla.

Si bien Miguel Ángel no había cocinado en años más que para sí mismo, Daniela le despertaba un extraño sentimiento que más bien lucía paternal.

Ella en retribución, le enviaba rosas blancas y él las colocaba en un vetusto florero que había fabricado en la escuela de artes plásticas; se hacían regalos modestos pero con significados muy simbólicos.

En los brazos de Daniela, Miguel Ángel se transformó en un ladrón de sueños, en un niño feliz, en un optimista políglota, cuyos idiomas afónicos tenían poder comunicacional en la piel y en las caricias trogloditas de mimo frustrado sólo cuando estaban como habían nacido. Ellos comenzaron a vivir una pasión pornográfica al momento que me descubrieron montado husmeando en la ventana, y aunque sabían que yo los exploraba, jamás me dijeron nada por aquello del placer nudista, entonces se convirtieron en mis comediantes personales, y mientras mostraban su insólito poder de amarse, yo me llenaba de envidia.

Si bien Miguel Ángel comenzó a amar a aquella hermosa diabla de cuernos invisibles y cola de arpón, ella no le pertenecía, pues, cuando se conocieron, Daniela era prisionera de un compromiso formal, que llevaba floreciendo más de 8 años, y aunque ella sabía que Miguel Ángel era como un gitano errante se atrevió a seguirlo en cada atardecer.

La primera vez que Miguel Ángel le envió pimpollos de flores al trabajo a ella se le movió algo por dentro. Gliceth dice que fue una tuerca del cerebro, porque desde aquella fecha, las cosas comenzaron a cambiar para los dos.

Daniela decía que lo amaba, que se había enamorado, pero él no le creía, siempre recordaba las tretas de Mayra y se aferraba al pasado para recordar la destrucción, y las trampas maquiavélicas que lo habían hecho sufrir para no abrirse con sinceridad, y entonces Daniela le decía, tanto diste hasta que me enamoraste... y ahora me vienes con el cuento de que te vas a casar con otra. Te das cuenta, por eso es que siempre digo que no tengo estabilidad emocional contigo, y mientras ella le hablaba, él la miraba atentamente a los enormes ojos ambarinos de lechuza, y le refutaba intranquilo, pero de qué hablas tú si nunca terminas definitivamente con ese cabrón que tienes por novio, hasta cuando seguiremos anclados en este infame círculo vicioso, y yo los escuchaba discutir por horas. Se decían de todo, se descuartizaban con palabras feroces, se maltrataban y se herían despiadadamente, él la hacía llorar, pero transcurrido el tiempo acababan por desnudarse y sucumbir a aquella pasión desmedida que los consumía en un fuego terrible y descontrolado, que yo aprovechaba para descargar en la propia intimidad de mi derecha y sentado sobre el excusado.

Luego se colocaban la ropa y comenzaban a discutir una y otra y otra vez, luego se volvían a besar, y ella le clavaba las uñas y él la apretaba entre sus piernas como si no fuera a verla más, siempre hacían del sexo un ritual fantástico cuyo hechizo alocado me reventaba de celos, pues yo era un hombre tímido y hasta mal parecido que desataba entre mis amigas únicamente sentimientos de compasión.

A veces se trataban tan mal que tardaban días en hablarse, pero sólo bastaba una llamada de Daniela para que Miguel Ángel sucumbiera a su amor, a sus dotes de princesa africana, a sus encantos de viuda alegre, a sus deseos de flor en piel, a sus posiciones inagotables, a su humedad, y a aquel néctar dulce que le arrebataba de la entrepierna cuando llegaba al esplendor.

Su voz de sirena mediterránea lo volvía un selenita idiotizado, pues ella con su móvil celular tenía el mismo poder que el flautista que encantaba a las ratas, su perfume tenía la potestad de revivirlo.

Bastaba una palabra para que fueran felices, sin embargo yo no entendía nada de aquella pasión enfermiza, pues una vez que se comían beso a beso, pedazo a pedazo, una vez que se lamían todo el cuerpo, volvían a destruirse.

Aquello comenzó a afectarme, pues tal enfermedad acabó con mi fogosidad y no volví a masturbarme nunca más en la ventana, ni sobre la carreta donde solía montarme, sus conflictos llegaron a hacerme creer que la gente que más se ama, en ocasiones, tiende a ser la gente que más se autodestruye.

Una vez... salí con ellos para una fiesta de noctámbulos, fue la primera vez que salieron a bailar en público. Ni siquiera nos habíamos tomado un par de cervezas cuando salieron a bailar... comenzaron a moverse sensualmente, Daniela le pasaba las uñas discretamente por el cuello y se movía con una gracia exuberante, pero sin desenfreno, ella movía sus caderas al ritmo de la melodía y se alejaba de Miguel Ángel haciendo ademanes ceremoniales que describían apetitos orgullosos, Miguel Ángel la contemplaba con ojos de tigre hambriento y la recorría en el vaivén de la canción y le hacía propuestas gestuales, se abrazaban y se acariciaban, pero transcurrido el tiempo, en la novena cerveza, comenzaba la discusión, se decían caldo de zorro y tripas azules. Aquella noche después de la fuerte discusión en la discoteca, cogimos un taxi y regresamos a casa.

Yo me quedé en la sala y les presté mi recámara. Pelearon y debatieron sobre las mismas cosas de siempre, y luego apagaron la lámpara y comenzaron a desnudarse, aquella noche Miguel Ángel estaba tan borracho que actuaba de manera mecánica, parecía un títere de niño inquieto, sus ojos estaban desorbitados y sus movimientos eran torpes, sin embargo Daniela lo consentía como a un bebé, le daba tiernos besitos en la cara, y lo arrullaba como solía hacerlo en la infancia a sus muñecos, le acariciaba la cabeza y lo recibía con adhesión y simpatía. Por un breve instante se calmaron, Miguel Ángel estaba muy borracho, tanto que se quedó dormido. Entonces Daniela se pegó a su pecho y se acorrucó como un pichón, y cansados, se quedaron dormidos... yo me quedé allí, aquella vez fue la primera ocasión en la que los creí enamorados, esperando a que despertaran para verlos de nuevo en acción se me encalambraron las piernas y me comenzaron a doler los tobillos. De pronto, el despertador sonó, pero estaban tan agotados que no despertaron... así que me fui a dormir... como a las 4 de la mañana sentí un revuelo en el cuarto, las palabras de Daniela expresaban preocupación, ay santísimo! Se quejó ella en voz alta, Migue. Mira la hora que es, me van a matar en mi casa, jamás he llegado tan tarde... y Miguel Ángel despertó sobresaltado y le buscó entre el desorden de la habitación las pantaletas y las medias, como un rayo, y se vistió. Todo aquello ponía en evidencia aquel amor enfermizo. Yo me preguntaba, que si se amaban tanto, por qué no aprovechaban su juventud, y en cambio se destruían, mientras más tiempo pasaban juntos más se destruían... mientras más hacían el amor más debatían, mientras ella más le entregaba él era más desconfiado. A veces me daba la ligera impresión de que Miguel Ángel no la tomaba en serio... y eso era lo que Daniela no le perdonaba. Siempre me haces cosas malas... yo creo que es mejor que dejemos las cosas hasta aquí. No me llames, no me hables, no me digas nada más, entonces recogía sus cosas y lo abandonaba.

Miguel Ángel sabía que en cierta forma ella tenía razón. Transcurridas pocos días, él le escribía canciones y la llamaba por teléfono a cualquier hora de la madrugada y le cantaba en voz baja, y le insistía en su amor, y ella le volvía a creer. Aunque se quejaba y le decía, Migue déjame tranquila por favor, ya no me hagas más daño. Pero él se empeñaba en posesionarse de ella, y lo conseguía.

Cuando ella compró carro, comenzaron a verse menos, cuando él finalmente dejó sus andanzas de perro errante ella había comenzado a apartarse, sin embargo, luchaban contra la corriente como salmones, se empeñaban en darse más pero una extraña fuerza los separaba cruelmente. Miguel Ángel hacía malabarismos para contenerla, pero curiosamente: ella se alejaba más, dejaron de hacerse obsequios.

***

Una vez Daniela lo llevó a un melancólico café cuyas mesas estaban adornadas con sombrillas azules, y le dijo que esa sería su última tarde juntos, Miguel Ángel la miró fijamente al rostro atormentado, le tomó la mano, bebió un sorbo de té y le dijo, bebé... por qué estás empeñada en destrozarlo todo. Daniela lo recorrió tiernamente con sus ojos de ave rapaz, pero no respondió, sólo le dio un beso desinteresado a mitad de boca y se despidió.

En la desesperación, y para no perderla, Miguel Ángel se inventaba tretas depravadas y trataba de manipularla para volverla a ver, pero ella se alejaba sin remedio, convencida de que en su novio formal, encontraría la estabilidad económica y emocional que requería, pues sentía y estaba segura de que su juventud se le estaba apartando velozmente. Miguel Ángel la amaba sinceramente, como su amigo lo aconsejé muchas veces, sin embargo su irracionalidad era tal que se apartaba más de ella.

Daniela comenzó a usar su clarividencia, sus sentidos de bruja, sus hechizos de pitonisa y sus conocimientos empíricos de criatura mágica. Y mientras trataba de alejarse de él, de su virus adictivo, seguía entregándose en las sombras de su habitación.

Gliceth comentaba que eso no era amor de verdad, sino una enfermedad inverosímil, y yo apoyaba su comentario, pues, por aquella época a Miguel Ángel se le desató la idea de seguir estudiando a los extraterrestres con el objeto de no pensar más en Daniela, pero cuando abría las páginas electrónicas en la Internet, todo lo que leía se la recordaba. Entonces volvía a casa y se recostaba en su cama, y el perfume malévolo de la bruja voluptuosa, lo hacía prisionero, y los recuerdos lo regresaban al pasado, y entonces se ponía a recordar los días en los que la había besado por primera vez en las calles solitarias del barrio, y a muy pocos metros de la universidad. Y se le humedecían los ojos como a un niño que se le destrozan los juguetes.

Miguel Ángel se quedaba anclado en el pasado, iba y venía al compás de los recuerdos, y la miraba en su mente, defendiéndose de sus primeros ataques de tigre famélico, cuando intentó besarla en la boca de cocodrilo ella se defendió, y lo hizo de manera sincera, pues llevaba tantos años junto a su novio que no quería sentirse traicionera, sin embargo, Miguel Ángel se valió de todo su arsenal de bribón para llegarle, y finalmente... lo consiguió.

Cuando Miguel Ángel se sentía triste buscaba el único retrato de Daniela y se ponía a contemplarle los dientes, y entonces le pasaba el dedo por la boca como si la tocara en vivo y se le humedecían los ojos, abría su cartera y sacaba el montón de cabellos enredados que coleccionaba y trataba de olerlos.

Cuando yo supe de sus amores, ya tenían años juntos. Bueno, a veces Daniela me decía es que él y yo somos muy distintos, a él le gusta el rock y a mí me encantan los vallenatos, a él le gusta parrandear y a mí la universidad, y yo me quedaba mirándola fijamente y me perdía en sus terribles ojos de lechuza, y entonces ella cambiaba de tema se tomaba una vodka dulce con un largo y fino pitillo y se maquillaba los enormes labios de carne roja...

Y le rezaba a los santos para que no se fueran del apartamento. Miguel Ángel era un amante diestro y manipulador, sin embargo, le costaba aceptar que Daniela lo había hecho prisionero.

… pero Miguel Ángel era un niño cariñoso que se había aferrado a aquellas piernas de consorte. Un infante temeroso que se había aferrado a la humedad abdominal de aquella cálida mujer. Miguel Ángel se había aferrado a su piel olorosa a jazmín, a su boca de carne cruda, a sus ojos de lechuza nocturna y a sus besos mojados de pescado frito.

***

Recuerdo que un domingo por la noche, yo estaba soñando que por fin había encontrado novia, y que por fin en mis fantasías hacía realidad una alusión de amante en la que trataba de imitar a Miguel Ángel, y justamente cuando me disponía a poseer a la chica de mi sueño, un atronador ruido me despertó súbitamente, y entonces corrí al cuarto que le había prestado a los apasionados con el corazón en la garganta como si no pudiera pasar ni saliva, y los encontré jadeantes sobre la cama hecha pedazos, y aunque la habían destrozado totalmente, seguían empeñados en su pornografía kamasútrica, con el reguero de tablas a su derredor y con los travesaños despedazados, pero aunque me vieron, siguieron moviéndose. Toda la estructura del petate quedó desbastada, pero ellos no dejaron de moverse. Mi lámpara de marfil quedó triturada, y mi colección de muñecos de pawer rangers quedó descabezada; la habitación quedó hecha un desastre. Y mientras sudaban me ensopaban las sábanas de muselina que mi madre me había traído de Eslovenia, y se estrujaban descaradamente como leones en celo con una fuerza sanguinaria que me dio hasta miedo.

Aquella fue la última vez que los vi juntos, haciendo piruetas de trapecistas, enfermos como siempre de la misma pasión, agotados en el caldo nutritivo de su propio sudor y encendidos por las llamas colosales de dragón invisible.

Transcurrido cierto tiempo, más de tres meses que Daniela se había llevado sus cosas, un par de delfines de cristal que había colocado sobre mi mesa, un reloj azul con incrustaciones brillantes, y una pantaleta negra que a mí me servía de fetiche para masturbarme, destrozado y completamente despechado, Miguel Ángel comenzó a beber, y se inyectaba cosas raras en las venas.

Por las noches cuando yo llegaba, ya estaba sentado frente a mi escritorio de cristal y me decía que hiciera silencio para que sus amigos galácticos no fueran a asustarse, y entonces levantaba la mano, se colocaba el índice en los labios cerrados y me pedía silencio, ssssss.... yo sé que tu no puedes verlos... me decía, mis amigos son invisibles, ella es Gnagda y viene de Ganímedes, él es Gtrong y viene de Júpiter ese pequeño de allí, el azul fosforescente es Frangrss y viene de una constelación muy lejana, no te preocupes se irán cuando se coman la tortilla que no quiso comer Daniela.

Me atormentaba verlo así, con las camisetas todas sucias, oloroso a aguardiente barato y con aquellas terribles ojeras de mapache. Pasaba semanas hablando con sus “amigos extraterrestres” les cocinaba siempre lo mismo: una enorme tortilla española con queso, atún dietético y galletas de soda. Cuando se quedaba sólo en su habitación, me contaba y que sus amigos del espacio le habían regalado un aparato transmutador para encantar a las mujeres ingratas llamado poesía, y entonces levantaba su mano derecha y me apuntaba con un ademán de pistola, y gritaba como un demente: Shuuuussssss, vete, vete de mi cuarto, estoy ocupado hablando con mis amigos... pero antes me preguntaba que qué tal me parecían los colores fosforescentes de sus extraterrestres. Y yo echaba un vistazo a mi alrededor y le llevaba la cuerda como si alguno estuviera en el rincón y le contestaba, bien muy bien, y entonces él me decía, en ese rincón no hay nadie idiota, ella está sentada en la mecedora. Me quieres hacer creer que estoy loco... y entonces me retiraba para no irritarlo.

En su mente sí estaban aquellos seres extraños, pues comenzaba a dibujarlos, y pasaba horas dándole color con sus pinturas de aceite hasta que me mostraba sus cuerpos humanoides, y yo miraba las cabezas de sus dibujos, y me fascinaba su aterradora imaginación, pues en cada pintura plasmaba expresiones desoladoras; una vez hizo un dibujo de alguien a quien él llamaba cariñosamente Gnagda, una extraña criatura de fina complexión sideral con rostro casi humano pero de piel luminosa, y a quién por cierto maquillaba con colores azulados que daban la sensación de ser acuosos como un arrecife, y en cuyos ojos extraterrestres plasmaba una mirada de mico sentimental.

Si cualquiera de nuestros amigos hubiera visto aquellos dibujos, jamás lo hubieran acusado de trastornado, pues daba la impresión de que en verdad ellos -los extraterrestres- estaban en su habitación, pues cuando platicaba con ellos no perdía el hilo de las conversaciones, y los pintaba con tal exactitud en cada dibujo que a veces me arrastraba a su desventura.

... sin embargo, y aunque pasaba noches en vela pintando a sus criaturas, no dejaba de beber aguardiente, y se seguía inyectando drogas letales. Pintaba a Daniela desnuda en todas las paredes de su cuarto, y le comentaba a sus amigos del espacio que gracias a ella había reencontrado otra vez el amor...

Pero finalmente, la misma tarde de abril en que Daniela esperaba en la iglesia a su prometido, vestida de blanco y maquillada como una princesa hindú frente al púlpito la bendición del párroco, mis amigos y yo enterrábamos a Miguel Ángel en el cementerio municipal, allí entre unas tumbas miserables, entre escombros y huesos viejos. Yo le metí en la urna, sus dibujos, sus pinturas y el rollito de cabellos que había juntado a todo lo largo de aquella enfermiza relación con Daniela.

Pasó sus últimos días hablando con sus amigos galácticos, bebiendo vodka dulce con un enorme pitillo, comiendo tortilla, galletas de soda, escuchando vallenatos y esperando los besos dulces de Daniela que nunca más volvieron.

LEAL Yacnedy: Nació en Guanare, estado Portuguesa (1970). Docente, Licenciada en Castellano y Literatura. Se desempeña actualmente como Coordinadora Educativa de la ONG BARIQUÍA- Táchira. Ha publicado poemas en “Sujeto Almado” y ha participado en jornadas, simposios y en eventos literarios y culturales diversos. Ha apoyado la realización de concursos de cuentos en escuelas y organizaciones como la Fundación “Don Anselmo Haddad” en el municipio Jáuregui del estado Táchira, así como también ha sido apoyo en la labor formativa en la Casa de la Cultura de Mapararí en el estado Falcón.

Y DE PASO, VIENES CON LLUVIA

Cuando duermo con el cabello suelto, sueño con sensaciones inconclusas, sabores que se cuelan por mis dedos, y sostienen un rincón abarrotado de neblina. Él me observa. Su café tinto, su recuerdo masculino y desnudo vuelve, una imagen me inventa un jardín, y entonces mi piel se clava lentamente en los vellos de su pecho, y baja, baja, baja.

Llueve a cántaros afuera, qué extraña manera de venir a mí -me suelo preguntar-.

Sin prudencia alguna, me hallo descendiendo hasta la comisura de su ombligo, mi tímida lengua inicia una temblorosa danza alrededor, lo recorre milímetro a milímetro y él hace silencio. Todo el lugar está mudo.

Sus manos se desploman ante lo pueril del rito. Lo presiento culpable, la diplomacia toma vigor y ofrece agua. Le miro y pienso –pobre de él-. Pero, más pobre de mí, que iracunda actúo entre imprecisos temblores bajo la mesa de dibujo, sin ropas, sin tiempo.

Evito una nueva parada en su alma; un careo entre la esencia de mis pliegues y sus ganas, me invita a enterrarle con el primer beso prolongado, para justificar el desazón de otros días. Así estamos, cubiertos de hitos, envasando creencias separadas, apologías de silencio, sensaciones inconclusas unidas por una mezcla de necesidades y pudor. Ciertos cantos armoniosos circundan frente a un par de cervezas en un café cualquiera.

Despierto y ahora su sombra cubre de mutismo una habitación sepia, yo observo desde el sofá su desnudez casi absorbiéndola, casi dibujando cada línea tosca e infantil. Lo he inventado tantas veces que de puro tenerle junto a mí, se me ha ido el tiempo. Lo veo tan desamparado, sin armadura y sin esas manías amorosas que a veces veo sólo un recuerdo de hombre sudoroso y febril. Comienzo a evocarlo frente a mí, un hombre avergonzado que oculta sus húmedas manos bajo la sábana de lino blanco. Se intenta esconder con algo de ropa y quizás, hacer desaparecer frente a mí, una gran verdad regada. Sus ojos están acuosos de puro deseo, su boca tiembla y el pequeño mentón se me ofrece al final de la tarde.

Las piernas fuertes y tupidas de su bosque, ahora despiertan. Sus pies hartos de zapatos, se liberaban. Y ese encorvarse de la espalda como queriendo colgar el peso de tanta ausencia. Su palidez, su contorno, ese extraño ser estaba allí, esperando el invierno nuevo.

Más allá de la habitación, vi a otro hombre. Parecía escribir sobre un trozo de nostalgia, sentado en sus recuerdos, reposaba en una banca, donde la inexistencia abandonada, parecía retener en su mente cada página leída mil veces. Fijaba su mirada algo lejano, sabiendo que aquello que más deseaba se había esfumado. Ni el sabor del beso dado un domingo estaba allí, ni el aire tibio del niño que dormía quieto. Parecía no tener cielo, yo escapé entonces a otro lugar y ya no pude despertar.

DURÁN Freddy: Nació en San José de Cúcuta, Colombia en 1973. Poeta, narrador y comunicador social egresado de la Universidad de Los Andes Táchira. En 2002 recibe el primer premio mención narrativa otorgado por la Dirección de Cultura y Bellas Artes, San Cristóbal, Estado Táchira. En el 2006 el Fondo Editorial Simón Rodríguez, le publicó un libro de poemas. La Cercanía en las Distancias es el cuento seleccionado en la presente antología.

LA CERCANÍA DE LAS DISTANCIAS

El pequeño Thot

Planet earth is blue

and there’s nothing can I do

David Bowie

Times takes a cigarrete put it your mouth. La brasilla al extremo del cigarrillo se debate entre tinieblas tratando de descubrir un rostro, sólo revelado -a ratos y a medias- por la luz neón del aviso del motel. Sorprendida por el impacto luminoso, expulsa con fastidio una enorme bocanada de humo; una esforzada bocanada en la que se iba todo el aire de los pulmones acompañado de insufrible hastío. You pull on your finger, then another finger, then cigarette. Sentada en el borde de la ventana, indecisa de saltar, vuelve a echar con pereza una mirada a su amante que duerme a pierna suelta sobre una cama matrimonial al parecer muy pequeña para su corpulencia: una figura atlética, vigorosa, firme, con todas las cualidades que la especie exige para su supervivencia. Tal vez -pensaba ella- otra tonta mañana se le acurruque a su lado, en el pequeño espacio que deja para soñar. Parecía estar meditando una decisión pero en realidad la huída estaba ya concertada y la despedida descartada. The wall-to-wall’s calling, it lingers, and then you forget. Oh oh oh oh, you’re a rock´n´roll suicide. Entonces, como si realmente estuviese cansada de pensar tanto, se entregó a reflexiones más ligeras, más azarosas, a palabras que aparentemente nada tenían que ver con la ocasión: en el límite de nuestra incomprensión hemos llegado al lugar de un encuentro, no sé donde; pero qué plenitud estar aquí. Estas son palabras nada más, sus honduras se pliegan como alas y sus resonancias abrigan ese no se qué al cual llamamos alma. Este impertinente recuerdo fue llama en los abismos de una mirada de cansada ironía, llama que fue creciendo y creciendo hasta convertirse en enajenado entusiasmo que remontaron otros ojos -ciegos al estruendoso ambiente obsceno del bar – con los cuales compartió tiempos idos.

¿Por qué se encontraba en esa cantina? Sus solitarios pasos lo llevaron hasta ese lugar, como pudieron haberlo hecho hasta un parque, un callejón oscuro, un deslumbrante centro comercial o la orilla de un puente. Tal vez quería departir con alguien. Una extraña necesidad de compañía lo invadió, muy rara para su carácter distante, hosco; y lo intentó con dos borrachos quienes minutos antes le habían contado sus peripecias -dinero, mujeres, farras, memorables reuniones, opiniones políticas, resentimientos hasta con la madre, éxitos, fracasos, y en fin todas esas cosas que te hacen concluir con vana asertividad: ¡Yo sí he vivido! Cansados de repetir la misma pendejada le exigieron con sus lenguas enredadas "cuéntanos algo bonito”, y sin recibir respuesta de quien sólo se interesaba en escucharlos se retiraron fúricos. No pretendió la más mínima conciliación; al fin y al cabo, ¿cómo reconstruir los hechos, si es que realmente podían despertar en ellos algún interés?

Una mañana, una mañana de sol por todos los costados, la conoció en la parada de autobuses. Desde hace mucho tiempo, ambos trabajaban en oficinas muy cercanas, quizá se habían cruzado sin determinarse pero sólo hasta ese momento se habían mirado verdaderamente. Para ser más exacto, él la había mirado. Ella empezó quejándose por la demora del transporte. Se le veía ansiosa de estar con alguien. A él le daba lo mismo gastar unos minutos más de su tiempo para esa conversación, la cual a pesar de ser breve tomó diversas ramificaciones. Total, nadie lo estaba aguardando. Al día siguiente, esperar el autobús dejó de ser una rutina más para convertirse en una expectativa. Esta vez ella no quería un vehículo para transportarse sino para que le pasara por encima; sin embargo, en medio de su oscura pena no tuvo mayor inconveniente en compartir con ese tipo tan extraño, lo que sería una locura si en su vida no hubiese hecho verdaderas locuras. Para otras mujeres acercarse a ese gris personaje, sin ningún atractivo en su personalidad y mucho menos en su físico, hubiese sido una incómoda situación sorteable diplomáticamente o con el más tajante de los cortes. Por fortuna la compañía se extendió un poco porque ella le pidió que la siguiera para hacer algo que había olvidado –“¡qué cabeza la mía!”, repetía constantemente. Terminó él bajo una borrasca a unos cuantos metros de una cabina telefónica donde ella discutía con alguien al otro lado de la línea. Con furia colgó el auricular, fingió una despedida y se marchó improvisando un adiós. Imperturbable, en el mismo lugar donde fue plantado, miró un rato hacia lo alto la fina lluvia expuesta por la iluminación de un farol. Hizo mutis tras la oscuridad de la noche y pareció no importarle el hecho de empaparse camino a su casa. You’re too old to lose it, too young to choose it and the clock waits so patiently on your song. You walk past the cafe, but you don’t eat when you’re lived too long. Oh no no no, you´re a rock´n´roll suicide.

Hasta ahora la escena era muy sencilla: una mujer no convencional, singular belleza, acomodada en la silla de un cafetín, que para nada era indiferente a quien con ella tratara; frente a un extraño -realmente extraño-de disimulada agonía, de mirada desdichada sedienta de honestidad. Ya hace tiempo, desde el raro cruce en la parada, que habían trascendido al terreno de las confidencias, lo cual no era nuevo para él, ni mucho menos un mágico derrumbe de barreras; ser pañuelo desechable de lágrimas era su vocación. ¿Qué fuese atractiva?, bastaba que insinuara un corazón innoble, una vista estrecha, una mente superficial o una personalidad amorfa, y ya estaba resuelto el antídoto, ciertamente amargo. Todo lo hacía con cierta picardía desde lanzar miradas destellantes hasta mover el pitillo de su refresco y más de un hombre depositaba descaradamente su atención en su agraciada figura. No le temía a eso, ni a la afinidad de gustos y pareceres –“¡a ti también, qué casualidad!... ¡sólo tú me puedes entender!” etc, etc, etc; le temía a ese silencio que de repente se interpuso entre los dos, después de una conversación tan larga como ansiosa, acercándola y alejándola al mismo tiempo. Ahí estaba ella tal cual era, sin mediar el juego de las apariencias y simpatías sociales y cuyas mejores funciones llamamos alegremente amistad; ahí estaba ella, con un vivo brillo en sus ojos suspendiendo al mundo circundante en un transparente reflejo, y una sonrisa natural a punto de carcajada que no iba dirigida a él sino que se templaba como heroica respuesta frente a los sufrimientos que la azotaban. Sin proponérselo se instalaba a su gusto en la Presencia del Ser, un lugar que por derechos adquiridos con antelación le venía muy bien, un ajuste perfecto sólo manifestado a mentes proclives a las elucubraciones tormentosas. Algo también ella sentía y no era la felicidad, esa que a ratos, si no entraba en discusiones, le proporcionaba su amante de turno, ni la que obtenía cuando sus amigos veleidosos le daban su aprobación o la histeria de su madre estaba en receso. Era, por el contrario, algo perturbador flotando en el espectro gris de la tristeza no obstante estar experimentando la autenticidad como muy pocas veces en su vida. Algo excesivo para ella, y por ese motivo el mundo real en creciente rumor se apresuró a salvarla. Se acordó de los asuntos prioritarios, se percató de lo inconveniente de esta cita –por lo que las próximas deberían evitarse- y en consecuencia resolvió despachar al extraño aquel, a quien, tiempo después y luego de ser interrogada por su amante en la entrada del motel mientras de lejos lo veía dos calles adelante, le aplicaría, con cierta conmiseración y antecedida por una corta e improvisada historia, la sentencia: “es un solitario aburrido y amargado”.

En la atmósfera pesada cargada de alcohol e improperios, esa canción volvería a taladrarle el cerebro y remitirlo a nuevos recuerdos, como el de aquellos vanos intentos por verla hasta ese día cuando misteriosamente aceptó una nueva cita. El camino desde su casa hasta el parque se hizo largo no por la distancia mas sí por las reflexiones que lo acompañaban. Cayó en cuenta de que el hombre era un ser para algo; pero que estar en ese "yecto" no era filosófico sentido, era febril expectativa. En sus bolsillos traía un favor especial que ella había inventado necesitaba su madre. Eran unas tabletas Tafil. Horas antes había peleado fuertemente con un farmaceuta negado a vender esa droga sin antes ver el coloreado récipe y vio la ocasión precisa para adquirirla al recibir la súbita llamada. El Destino llevaba sus pasos y sólo una fuerza superior a él podía ponerlo en sobre aviso de esa circunstancia. Sin embargo vagos presentimientos se interponían a modo de dudas. Chev breaks are snarling as you stumble across the road but the day breaks instead so you hurry home. Nunca en su vida había bailado pero ese trotecito rápido se asimilaba mucho a una danza.

Solícitos a iluminar un acontecimiento, los rayos del sol atravesaban las ramas en sigiloso vaivén; por momentos el punto más brillante del firmamento se dejaba ver entre ellas con sus puntiagudos brazos. Un hombre y una mujer intentan seguir el ondulante camino que por trechos se esconde entre una alfombra multicolor de hojas muertas. A medida que caminan ella marca con disimulo la distancia cerrada por él con una ligera inclinación de su cuerpo procurando una mejor escucha. Bastaba la presencia de ella para que los sucesos a su alrededor -los juegos de los niños, los animales corriendo, los enamorados abrazándose, los atletas sudorosos y los seres alelados- tomaran el sitio que les correspondía en la escena y terminasen fusionados para ser un solo rumor de aguas subterráneas. Ahora estaba más lejana; pero en ese momento comprendió que a esa misma distancia detrás de los procesos de la vida y la muerte, la naturaleza estaba sostenida por un terrible esplendor. Por más que esquivara la mirada, y tornara la conversación irremediablemente superficial, nada impidió, como si fuesen arrastrados por un torbellino marino hasta el fondo, el cruce de sus almas. Fue cuando ella se conmovió de la credulidad del extraño, de cómo se aferraba a la fantasiosa realización de sus afectos, y se derramó en confesiones Lo que ahí se dijo sería guardado con sumo celo por él, y arropado por una hojarasca levantada por el viento frío del cercano invierno. Entre otras cosas, supo que el paquete no era para ninguna madre, a quien por cierto odiaba. En vez de disgustarse por el engaño, una satisfacción interior le indicó que una de esas raras ocasiones en que la verdad le arrancaba una pequeña victoria a la mentira -aquella que tan habitualmente nos protege- había ocurrido, aunque él realmente no estaba a la altura del significado de eso, y a la larga todo terminase por ser una falsificación más. Era como un destello sobre un mar embravecido que a ratos aparecía, y a ratos desaparecía. Se sintió impotente y al mismo tiempo obligado a dar un consejo, una voz de aliento, y nada absolutamente nada salía de su boca; fue iluso al creer que su corazón y su mente estaban hechos para un gran amor. Sólo había caído prisionero en su propia entelequia. Se sentía estúpido y ruin pero de nada valía si hubiese sido el triunfal príncipe de los cuentos de hadas, pues ninguna cosa esperaba ella de él, sólo estaba cometiendo un acto de sinceridad que se merecía, y no hallaba como dosificarlo para contener la recaída metafísica que ya leía en su fruncida frente. Definitivamente nada iba a pasar de ese especial momento. A medida que continuaba la confesión, él repetía mentalmente la letra: don´t let the sun blast your shadow, don’t let the milk float ride your mind, it’s so natural -religiously unkind. Víctima de sus propios recuerdos y avergonzada de sí misma, ella fue paulatinamente derrumbándose, a punto de llorar aunque nunca sus ojos se empañaron. En ese preciso instante él se imaginó a sí mismo como un manco de ambos brazos ante el cual una vajilla de cristal se derruía, y de seguido recibió la indicación invisible para interpretar su parte de la canción: Oh no love! you´re not alone, you´re watching yourself but you´re too unfair, you got your head all tangled up but if I could only make you care. Oh, no love! you´re not alone, no matter what or who you´re been, no matter when or where you´re seen. All the knives seem to lacerate your brain. I´ve had my share, I´ll help you whith the pain... en esa instantánea pausa un relámpago de lucidez batió su mente: estaban destinados a la cercanía de las distancias, a ser redimidos por la nostalgia. La compasión pudo más que la atracción, y se quedó para redimirlos, a ratos y a medias, como la luz neón que revelaba un rostro aún más entristecido. Se encontraron para enfrentarse a ellos mismos y medianamente lo podían intuir. No estarían juntos –eso ya estaba concertado por la fatalidad- pero de ella se impregnarían todas las cosas. No estarían juntos -¿alguien lo pretendió así?- pero las personas, queridas y desconocidas, adquirirían para ella un aspecto más humano sin acordarse del origen de esa impresión.

El cofre de lustrosa madera se cierra con golpe seco guardando como valiosas joyas los recuerdos de aquella tarde. Como el día, la intimidad de la jornada se iba desvaneciendo. Ella prefiere retomar el orden de las cosas y sutilmente le pregunta por el favor pedido. Él le entrega un paquete y ella se aleja.

Dejando atrás el parque y lo que allí se dijo, abre el envoltorio y en vez de encontrar lo que esperaba saca una carta que finaliza: en el límite de nuestra incomprensión hemos llegado al lugar de un encuentro, no sé donde; pero qué plenitud estar aquí. Estas son palabras nada más, sus honduras se pliegan como alas y sus resonancias abrigan ese no se qué al cual llamamos alma.

Al releerla estalla la canción en su cabeza, es hora de salir de ese cuartucho You´re not alone tiene que estar allí just turn on with me ¿Porqué negarse esa posibilidad? And you´re not alone camina por la calle desierta y extrae su celular let´s turn on and be nadie contesta you´re not alone, gimme your hands ha tomado una decisión cause you´re wonderful respondiendo a su destino gime your hands si pudiera compartirla con aquel extraño cause you´re wonderful él estaba frente a ella por centímetros no se estrellan oh gimme your hands... Pensativa escucha el remate final de los violines.

TORRES SALVATIERRA Leyla Gabriela: Nació en San Cristóbal, estado Táchira el 18 de marzo de 1984, cursó estudios universitarios hasta el tercer año en la Academia Militar de Venezuela, actualmente estudia tercer año de Comunicación Social en la Universidad de Los Andes, Núcleo Táchira. Escribe desde niña y tiene una obra inédita en cuento.

CICATRICES

El olor a formaldehído sale de esos tulipanes marchitos en el jarrón, mirada fría y fija en el techo, el espacio gira en torno a la lámpara Luis XV que cuelga inerte del techo. Curiosamente una gota de agua se resbala por esa lámpara dando completamente en medio de las cejas, pero la mirada sigue penetrante hacia la cúpula.

Unos cuantos libros de pornografía prohibida regados en el piso, junto al sillón botellas vacías de licor pero llenas de amargos recuerdos, colillas de cigarrillos en el cenicero muy bien dispuestos, una pierna asentada en el piso y la otra sobre la mesa de centro del salón, una mano apretando débilmente uno de los libros que ensucian la frágil mente del hombre, la otra totalmente desmayada cae al suelo... La mirada sigue fija en el techo.

No hay un rastro de otra cosa que no sea inmundicia, desidia, las paredes sucias y el piso está mojado de sustancias pegajosas provenientes de sí mismo, provenientes del éxtasis, de su decadencia, de su morbo.

Cada rincón tiene oscuros y dementes recuerdos que atraen un ambiente pesado con un olor excesivamente fuerte, tanto que nublaba la mente y los sentidos. De repente surge ese impacto, una niña de diez años viendo un ser asqueroso confundirse con su suciedad, mientras las ratas mordían pequeñas migas de pan duro regados por todas partes.

Cada mañana el sol asoma sus reflejos hacia su cara y la mirada sigue fija en el techo. Esa mente de diez años no entiende por qué alguien puede pasar tanto tiempo tirado en un sillón inmóvil...

Ya son casi tres días que no lo oye hablar ni lo ve levantarse de su trono de porquería, mientras ella va a la escuela y regresa encontrándolo en el mismo estado. Le da tanto asco acercarse, que cada vez que lo mira, desde afuera de la puerta, se va a lavar las manos como si le repugnara el solo hecho de saber que están en la misma pocilga.

Esa tarde, la puerta se abre lentamente y aparece la fina sombra de los diez años a través del dintel, dando pasos un tanto inseguros, mientras se acerca al sillón y trata de soportar el olor pútrido que despedía ese hombre. Un hielo enorme le sube por la mano cuando toca por primera vez al engendro de la decadencia que está allí, inerte, tendido boca arriba, después de una semana de inmovilidad. Estaba muerto, por ella, inocentemente por su culpa.

Una vez que lo intentó mover sin temor pero con el mismo asco de siempre, se percató de que al fin había encontrado sus tijeras filosas, a las que tanto había buscado para recortar sus tareas del colegio. Aquella tarde mientras recortaba sus animales de la revista, las olvidó por completo entre los cojines acolchados del sillón. Ahora estaban enterradas en la espalda de su tan despreciado cuidandero.

El viento sopla a través de la ventana, la luz de la luna resplandece la habitación. La niña mira hacia el fondo del pasillo, bosteza, se traga una saliva gruesa, las manos sudan, el corazón late fuerte, mira por última vez el cuerpo inerte y se va a la cama, también muerta de cansancio.

GALAVIZ GARCÍA, Daniel Eduardo: Nació en Caracas en 1947. Es profesional en grabado, diseñador textil, actor de teatro, barbero y sobandero. Su producción literaria es fundamentalmente autobiográfica. Ha sido Ganador de varias Menciones Honoríficas en los Concursos Literarios auspiciados por la Dirección de Cultura y Bellas Artes de la Gobernación del estado Táchira.

EL DUELO DEL BARBERO Y LA MELANCOLÍA

Antes de partir a una reclusión terapéutica, Edén repitió el acostumbrado ritual: extrajo de un lugar privilegiado la reproducción de un aguafuerte del Siglo XVI. Al observarla, sintió excesivamente pesados los volúmenes geométricos entre los cuales dormía un perro casi famélico. Sus ojos no toleraban las hebras de luz que, al fondo, emanaban de un indefinido astro. Su atención se desplazó hacía la figura principal, cuya actividad había quedado interrumpida: apenas sostenía un compás que había dejado de girar obedientemente.

El tiempo de Edén se derramaba como el agua del vaso que la débil aprehensión de su mano había dejado caer. Los fragmentos transparentes auguraban la disolución de su ánimo. Nuevamente se imponía una temporada en el establecimiento psiquiátrico: otra humillante capitulación en la batalla que libraba por afirmar su feraz interioridad.

El personal del sanatorio le acogía como a un hijo pródigo; total, no era un huésped agresivo, no requería demasiados cuidados. La lástima era contrarrestada con amabilidades tan dosificadas como los calmantes. En el patio principal, el huésped de siempre: un anciano campesino de aspecto inanimado cuya mirada verificaba las rigurosas arquitecturas de lo infinito. Su presencia disipaba el espeso disgusto de Edén. Luego de una profunda inspiración atravesó el patio para reunirse con aquel arcaico personaje. Sin mediar palabra se sentó a su lado y recostó la cabeza en el encuentro curvilíneo del cuello y el hombro del anciano: una viril ternura adecuaba ambas humanidades. Dos desesperaciones - una de ellas, a medio camino - entonaban la oración de quienes han emprendido uno de los múltiples exilios de la especie.

Durante este nuevo internado algo comenzaba a cambiar en el interior de Edén. Parecía como si todas sus estadías anteriores se hubieran acumulado y alcanzaran un tope. Cada vez era más evidente que allí no tenía nada que buscar. Progresivamente una estimulante energía permeaba a través de sus más ocultas células. Ansiaba vivir una forma de plenitud, una especie de permanencia en lo sagrado, a partir de lo elementalmente humano. Lo había intentado, infructuosamente, haciendo múltiples ensayos. El abandono de la actividad artística le produjo tal sosiego, que sintió estar en la vía conveniente.

Dentro de la habitación ocupaba largo tiempo observando el grabado del cual no había querido desprenderse. Con los ojos cerrados trataba de memorizar todos sus detalles- ¡y vaya que había detalles!-. Últimamente no estaba seguro de ser objetivo respecto al estado de ánimo de la figura principal. Le atribuía una actitud de enfurruñamiento que, a su modo de ver, era acentuada por la combadura de la espalda y el puño cerrado que sirve de apoyo a la cabeza. Recordaba cómo, anteriormente, los rayos de luz le habían resultado insoportables. En su dilatado ahora se convertían en vibrante emanación desde su pecho. Maníaco o no Edén comenzaba a reconciliarse consigo mismo.

Una mañana, desde el patio, se dedicó a contemplar el paisaje. En lontananza, una colina atrajo su atención. El viento sacudía la exuberante naturaleza. Nuevos ritmos se disolvieron en la atmósfera: un grupo de hombres comenzó a desmontar el terreno; acompasadamente descargaban su fuerza empleando relucientes machetes. Edén interpretó la inclinación de sus cuerpos como una muestra de respeto hacia la tierra. No le molestaba el carácter devastador de la faena. La contemplación de la bucólica escena fue suspendida por la irrupción de un fragmento del grabado. Esta vez se trataba de una sierra ubicada a los pies del personaje alado. Se sentía desconcertado al asociar el instrumento cortante con los eficaces machetes de los campesinos. ¿Serían ellos los portadores de una señal urgente?, llegó a preguntarse.

Edén había apreciado en mucho la labor de los jornaleros, y quiso imitarlos. A tal propósito, descubrió que un terreno anexo al sanatorio necesitaba cuidados. Solicitó permiso para realizar labores de limpieza en el terreno. Le fue concedido. Como un indicio de recuperación fue anotada su actitud en un cuaderno de novedades. Trabajaba hasta la extenuación. Su cuerpo se endurecía como nunca antes. Comenzaba su jornada al mismo tiempo que los distantes campesinos y, en algún momento, creyó ver cómo le saludaban fraternalmente.

Durante las noches comenzó a soñar con instrumentos cortantes: machetes, sierras, navajas y hasta un peine inmenso que, anexado a un tractor, hacía labores de rastrillaje. En una secuencia onírica, descendía de una roída escalinata de barrio, portando en la mano izquierda una bandera rojinegra; en la derecha una tijera dorada con la cual hacía imaginarios cortes en el aire. En otro fragmento, se agitaba desesperadamente, en el fondo de un mar de mutilados cabellos. Curiosamente, esto último le hizo dirigirse, muy temprano en la mañana, a la recepción del establecimiento. Allí preguntó al encargado si sus implementos de barbería continuaban a buen resguardo en el casillero destinado a aquellas pertenencias, que por razones de prevención, no debían permanecer en los dormitorios. La respuesta fue, naturalmente, positiva. Olvidé decir que Edén poseía rudimentarios conocimientos de barbería, oficio que ejercía en el sanatorio, a manera de pasatiempo, cuando estaba en fase de recuperación.

Él continuaba promoviendo sus avances. Observaba con orgullo cómo durante los últimos años, la frecuencia de sus hospitalizaciones había decrecido. También hacía frecuentes sinopsis históricas de su patología. Desde temprana edad, su natural ensimismamiento se había nutrido de una lacerante tristeza. El médico expedía constancia de una perniciosa tendencia a la depresión que apenas era mitigada por la psicoterapia, el litio y las fuertes dosis de fenobarbital. En razón de que los autosabotajes de la mente también se hacen adultos, puede decirse que la tristeza de Edén alcanzó mayoridad. Se consolidó, entonces, como atrincherada melancolía: una nodriza inagotable y llena de astucias que al no devorar a su presa de una sola vez, daba también muestras de autodisciplina: siempre dejaba un poco para más tarde y, una vez satisfecha, cedía cortésmente el asiento a la fase maníaca.

En la medida en que su obra era reconocida oficialmente y sobrevalorada su persona, en esa misma proporción, disminuía su interés por el quehacer artístico. Poco importaba la alta cotización que en el mercado del arte alcanzaba su obra. Dejó de asistir a los "vernissages"- les profesaba verdadero horror-. Desde su singular punto de vista, lo que el público consideraba muestra de su talento, no era otra cosa que un fácil hurto a la realidad cotidiana: el simple reordenamiento de un conjunto de imágenes que sus ojos captaban "a simple vista". Su desafección por el arte iba de la mano con el surgimiento de una rabiosa desconfianza hacía su melancolía. La visualizaba como una tiránica acreedora con quien tenía cuantiosas obligaciones: ella había nutrido sus poéticas estelas de color; también había dotado de conveniente temperatura a sus inimitables transparencias. De que otra alquimia hubiera procedido la expresión sublime de personajes, cuya mirada conmovía al más indolente observador. No obstante, la parte más lúcida de la mente de Edén- la insobornablemente precisa- calificaba aquellos préstamos como "deudas de juego": mutuos chantajes de añeja pendencia con una entidad de la que, a fin de cuentas, era socio mayoritario... Resultaba contradictorio el apego por aquella escabrosa topografía anímica. Había aprendido a transitarla con la facilidad de un hábil artrópodo. Negociaba con el malestar. En la protohistoria de su trastorno había evaluado cuidadosamente los peñascos de la locura. Llegó, incluso a visitarla: visitas de cortesía, por supuesto- respetuosas, breves y desapasionadas-. Al descender de los precarios andamies de la creación, anheló una vida anónima y simple, que diera al trasto con el padecimiento que gangrenaba su espíritu. Deseaba curarse, pero "a su manera"... Era evidente que había logrado avances. Libraba sus combates internos con tenacidad y vigor. Lo hacía de manera similar a como desenterraba las macollas del terreno a su cargo; sin embargo, la tarea de suprimir la melancolía no demandaba, precisamente, poder físico. Se trataba de otro tipo de prueba: una especie de pentatlón espiritual. Superarla reclamaba también ir más allá de lo individual: desenmascarar, públicamente, sus mecanismos de sojuzgamiento y servidumbre. A tal fin, debía actuar con la agudeza de un detective. Leería todo lo que al respecto se hubiera publicado. Era imperativo escribir una obra que fuera traducida a todos los idiomas. Su mayor creación estaba por comenzar, ¡no había tiempo que perder! en adelante, lo mejor de sus esfuerzos se concentraría en la realización del sublime "Tratado Sobre La Melancolía", por Edén Mármol".

Comenzó su trabajo con creciente euforia- que debió disimular-; por supuesto, un sanatorio psiquiátrico no era el lugar idóneo para tal fin. No había otra alternativa: se imponía escapar. Mientras tanto, su mente era presa de gran excitación. Cundían ingeniosas asociaciones. Su pensamiento producía simbólicos grafismos: la realización del tratado tomaba la forma de una precisa línea. Súbitamente recordó los instrumentos de barbería que figuraban en sus recientes sueños. Los asoció a la imagen de los campesinos que animadamente trabajaban la tierra. Evocó la sierra que, cercana a los pies del personaje principal, aparecía en el grabado. Los machetes, la navaja y la tijera dorada desfilaban dentro de su cabeza exigiendo una interpretación. De improviso, el flujo de imágenes se interrumpió: indudablemente, luego de escapar, urgentemente tendría que buscar trabajo. Los oficios relacionados con el dibujo y la pintura no le atraían. ¿A qué dedicarse, entonces? No estaba familiarizado con los empleos que más se ofertaban. Su contextura física no era la apropiada para realizar exigentes esfuerzos. Pensándolo bien, podría ganarse la vida, entonces, como humilde barbero.

El esteta- a pesar suyo - continuaba asociando imágenes plásticas: de un espacio inmaculado surgió otra línea tan firme como lo anterior. Edén se veía encarnando a un primitivo guerrero que juntaba los extremos de las dos líneas construyendo, ingeniosamente, un agudo vértice, una poderosa flecha: ¡escribir un tratado y ejercer como barbero! ¿Delirante? Tal vez. ¿Maníaco? Probablemente. En todo caso, nunca había estado tan claro respecto a su futuro. Ahora estaba bien armado para enfrentar al mundo. Faltaba saber cómo lo acogería el prójimo. En medio de este enigma, algunos elementos del grabado irrumpieron en su mente: la escalera- oportuna señal, su correspondencia con la escalera real que un pintor de brocha gorda olvidó retirar luego de concluir la pintura de un muro del sanatorio. Entonces la imagen del personaje del grabado quedaba reducida a la faz de un rehén de tinta y papel. Su ala derecha casi topaba con la base de un reloj cuya arena se deslizaba tan rápidamente como los próximos pasos de Edén...

Para él, no fue novedad tomar un autobús que cubriera largas distancias, ignorando hacia donde se dirigía. En el pasado, numerosos viajes constituyeron los vigorosos afluentes de un transcurrir a contracorriente. Hijo de la tristeza y la furia, paria cósmico, asumía su destino portátil como el paréntesis esclarecedor de un vasto discurso sin escuchas. Esta vez, al descender del vehículo sintió intensamente la atracción de la fuerza de gravedad. El aire fresco de la madrugada le puso de buen humor. Una vez sentado en la sala de espera del terminal de pasajeros, optó por dormir hasta que concluyera el amanecer. Luego de un frugal desayuno, abordó un transporte público que atravesaría, la ciudad, de un extremo a otro. Después indagó acerca de la iconografía del lugar, sus símbolos y personajes emblemáticos. Removía estratos, tanteaba aquí y allá, como un extraviado que pide señales para continuar el camino. Cumpliendo esta tarea, en el templo principal descubrió la figura del santo patrono. Se trataba de un mártir asaeteado, cuya profesión daba fe de una rara conjugación: milicia y santidad. La contemplación de la imagen suscitó un tropel de incógnitas en el cerebro de Edén: ¿la actitud del soldado tendría algo que ver con el carácter de los habitantes?... Llamaba particularmente la atención que apenas una moderada inclinación de la cadera y la piadosa expresión de los ojos, fueran las únicas concesiones al dolor. La espléndida corporeidad triunfaba sobre la anécdota del suplicio. Traviesamente, Edén imaginaba la embarazosa situación de las devotas que le rodeaban cuando, en un natural relajamiento del fervor, consideraran - con mundanos ojos - aquel esbelto cuerpo. Por supuesto, disimularían, disimularían.

Apenas había transcurrido una semana y ya Edén se contaba entre los residentes de un barrio marginal. Luego de organizar sus escasas pertenencias, se dedicó a leer intensamente. Mantenía su devoción hacia el grabado que parecía adherido a su conciencia. En sus días de mal humor, lo consideraba como “un amasijo de símbolos”. Le irritaba la minuciosidad en los detalles y la ampulosidad del conjunto. No obstante, permanecía fascinado ante el enorme poder sugestivo que emanaba de aquella entraña plana.

En el dintel de su nueva vivienda se leía un urgente aviso: SE CORTA PELO. Con sus escasos ahorros había comprado aquella humilde morada. ¡Fue amor a primera vista! En la fachada, el tiempo había endosado a la lluvia y el sol la autoría de una fantástica apariencia. Allí, las cáscaras de pintura se desprendían como inútiles mejillas, desnudando una intimidad delirante y multicolor. Cuan diferente de las representaciones murales que, con particular atención, observó en su primer recorrido por la ciudad: héroes embravecidos cuyos brazos semejaban poderosos fuselajes; afilados aceros convocando victorias, supuestamente, irreversibles. En fin, exaltaciones de una cuasireligión donde no podía faltar la apología del trabajo con su danza de hombres y mujeres extenuados: duelo de la carne y el metal, donde la sublime "óptica" de un autor decidió que en un ángulo del mural era preciso... inmortalizar la denominación del establecimiento que patrocinaba la restauración de la obra - para colmo, una entidad bancaria-. Más si de alianza hablamos, no menos inusual resultaba la que con su vivienda decidió establecer el barbero, quien, movido por una inspiración filosófica, rehusó emprender las necesarias reparaciones que aquella precisaba. De esta manera, continente y contenido participarían de un destino común: el deterioro material de la construcción avanzaría paralelo al desgaste biológico de su inquilino. Quedaba así corroborada una mutua vocación de intemperie...

Los primeros días en el desfavorecido barrio fueron un estimulante calidoscopio de novedades. En el hacinado conjunto, la promiscuidad reinante exhalaba un variado repertorio sonoro. Durante la preparación de las comidas, la animada crónica del vecindario era impregnada por el fuerte aroma de los guisos. Los murmullos, las confidencias y el llanto de los niños traspasaban las delgadas paredes. En la calle, a manera de pintoresco acento, el silbido era señal de convite. En las tardes, los viejos colocaban sillas fuera de sus casas. Disfrutaban de animadas conversaciones mientras observaban, distraídamente, a los transeúntes. Había niños por doquier. Su despliegue de energía ponía en duda lo menguado de la dieta alimenticia. Los conflictos domésticos se expresaban a voz en cuello, aumentando su intensidad durante los fines de semana, cuando la ingestión alcohólica intensificaba todo género de pasiones. Nada de ello perturbaba a Edén; por lo contrario, era un poderoso estímulo que fortalecía su habitual concentración. Entusiasta, proseguía la realización del tratado en cuyas notas preliminares se lamentaba acerca de cómo la palabra también le resultaba un presidio: otro doblegamiento a un régimen tiránico donde el escribiente tiene la falsa sensación de ser el supremo creador: sujeto y objeto disputándose, como niños malcriados, un poder omnímodo sobre todo lo existente. La sintaxis le resultaba un árbitro incorruptible que desde un palco preferencial era asistido por la severa vigilancia de la puntuación: fatales, ambas, como los minuteros del reloj de un cruel amo sin rostro. Resultaba paradójico que todas aquellas observancias pudieran también, convertirse en aliados eficaces a la conquista de una plenitud liberadora.

Edén Mármol no era persona muy sociable. Sus frecuentes desbalances anímicos, aunados a un carácter huraño, conformaban una personalidad poco comunicativa. Era un ser hipersensible, absorto en las tensiones propias de la creatividad. Verá a sus congéneres como a un rebaño de irracionales regulado por una maraña de sujeciones de las cuales él pretendía sustraerse. Desde la perspectiva de los vecinos, Edén encajaba, perfectamente, en el estereotipo del "bicho raro". Recién mudado, se dedicó a leer, ininterrumpidamente, durante horas. Las miradas fisgonas de los transeúntes rarificaban el acceso de la luz, a través de la ventana. Cuando no leía, se consagraba a escribir frenéticamente su tratado; presionaba a tal punto el lápiz, que parecía estar accionando un arma... Las circunstancias lo habían convertido en un tránsfuga social. La adquisición de la vivienda consumió la mayor parte de sus ahorros. En adelante, su subsistencia dependería de la aceptación que tuviera como barbero.

El carraspeo de las chancletas plásticas - made in Hongkong - anunciaba a los primeros solicitantes. La timidez inicial era mutua. Luego de sentarse, el desconocido era cubierto, con una capa que, virtualmente, escindía cabeza y cuerpo. Toda la persona quedaba reducida a una parcialidad enigmática: la cabeza de un ser anónimo. Luego de consultar acerca del corte deseado, Edén, tijera y peine mediante, procedía a mantener un patrón de regularidad. El momento de mayor tensión estaba representado por la marcación de las patillas y el contorno piloso de la nuca. En relación a lo primero, miraba de frente a la persona a fin de escoger algún elemento del rostro, que le sirviera de referencia en el logro de la necesaria simetría. La situación era particularmente tirante: el contacto entre dos desconocidos se hacía a través de una navaja. Edén hacía más teatral la circunstancia, comenzando por desplegar ágilmente el instrumento, como si se tratara de un abanico. Luego acentuaba el suspenso solicitando detener la respiración. Finalmente gratificaba la obediencia con un fácil deslizamiento de la hojilla que, a modo de pincelada, transformaba la huraña superficie en verdeazulada lisura. La inagotable imaginación del barbero trasladaba situaciones aparentemente insignificantes, a espacios poéticos. Desdoblándose, se observaba a sí mismo circunvolucionando aquellos cráneos, como si se tratara del oficiante de un sacrificio ritual. La sacralidad de la escena era acentuada por el hecho de que parte importante del corte se realizaba detrás del cliente (situación en la que parece invertirse la presidencia del ceremonial). Todo ello era registrado por una de las más inquietantes creaciones humanas: el espejo, con su mágica capacidad para ampliar espacios y generar fantasías.

Trascurridos unos meses, y dada la afluencia de clientes, Edén consideró que había llegado el momento de poner nombre a su barbería. En adelante, quien quisiera un corte "bueno, bonito y barato", no tenía más que visitar "El Séptimo Cielo".

Edén se asombraba de la extraordinaria capacidad para el diálogo que, últimamente, había desarrollado. Meses atrás quién lo hubiera imaginado. En una oportunidad había escuchado hablar acerca de los temblores producidos por la intoxicación con mercurio. Su recién adquirida elocuencia- pensó fantásticamente-pudo haber sido estimulada por un factor imperceptible a simple vista. Tal vez, en su cambio, habían influido emanaciones de azogue producidas por el efecto de las altas temperaturas sobre el espejo de la barbería.

En el salón, el diálogo permitía una valiosa confrontación entre hombres colocados en posiciones existenciales bastante diferentes. Edén les había atribuido cierta superioridad con base en la rudeza de sus oficios y, también, por las innumerables carencias a que estaban sometidos. No tardó mucho tiempo en darse cuenta de cómo el corte de cabello se transformaba en sesión terapéutica. Para ello contaba con una peculiaridad de su oficio: el barbero comparte con el sacerdote y el psicoanalista, el privilegio de ser un confidente. Esta condición es favorecida por el hecho de que la voz de aquél es emitida a corta distancia del oído de su interlocutor. El ahora barbero recordaba cuando en las sesiones de psicoterapia, tendido en un diván, asociaba y reconstruía sus sueños. Entonces, la voz del analista orientaba los desplazamientos de la consciencia; el silencio, los accesos a contundentes certezas. Ahora, la situación había cambiado. No era más un paciente. Tenía el comando de su circunstancia.

El melancólico había vivido tan aislado que no se percataba de la cuantía de conocimientos - de variada índole - que había acumulado. Tampoco su extraordinaria imaginación vislumbró alguna vez que ellos le valieran admiración por parte de muchos clientes. En su reducido salón, las conversaciones eran una mezcla de duelo y comunión: una calistenia intelectual inaudita en un barrio de provincia. Edén y el cliente de turno parecían divertirse en un subeibaja. Las preguntas acerca de temas fundamentales del conocimiento eran respondidas con sencillez, asociando convenientemente las respuestas a hechos de la vida cotidiana. Simultáneamente, el barbero auscultaba humanidades a fin de detectar virtudes y miserias, contradicciones y falencias. La irrupción de un tic o una contracción muscular también permitía descifrar las claves de aquellos hombres que comenzaron a ver "El Séptimo Cielo" como una ensenada para náufragos. El buceo en aquellas interioridades, colocaba al audaz explorador frente a un paisaje donde el llanto y la cólera habían modelado pendientes estalactitas.

Al final de la jornada, Edén cerraba las ventanas del salón. Tomaba asiento y, frente al vidrio azogado, proseguía la redacción del tratado. Llenaba páginas y páginas con una diligente caligrafía. Mediante fluidas oraciones explicaba cómo la melancolía anulaba las facultades críticas del individuo. Bajo su férula, el establecimiento de relaciones causales se convierte en un insoportable ejercicio algebraico. En varios capítulos del tratado se insistía en la importancia de los primeros estadios de desarrollo psicológico del individuo. Edén describió, a partir de su propia experiencia, la plomiza nostalgia de un paraíso irrecuperable; las pérdidas y separaciones inherentes a la condición humana; los impostergables hitos, la suturación a destiempo...

Edén Mármol había sido, durante la mayor parte de su existencia, un consumado rebelde. Ahora, mejor situado que nunca para conocer a su prójimo, revisaba también sus contradicciones. Encontró, por ejemplo, que su trabajo como barbero, al menos en el plano de la apariencia física, ayudaba a conformar el individuo a la norma social. Sí, era cierto. Él también hacía su aporte a la socialmente venerada "buena presentación". En tal sentido, las esposas y las madres - que le observaban con tanta suspicacia - le reconocían como "normalizador" del aspecto de sus esposos e hijos, quienes al regreso de la barbería eran revisados minuciosamente. ¡Corte de hombre! ¡nada de rarezas! Ello era expresión del tácito régimen del barrio, donde el autoritarismo primitivo y la disimulada vigilancia servían de apoyo al imperio de la tradición.

La aceptación de Edén por parte de la comunidad era relativa, parcial y ambigua. Su desmesurada afición por la lectura dificultaba la integración a la mayoría de aquel grupo humano que consideraba como un futuro demente a quien leía demasiado. A muchos les inspiraba temor su vasta sapiencia. Algunos se dormían al poco tiempo de iniciada la disertación del barbero. Existía además un extraño rango: la minoría integrada por aquellos que, más por agresividad que por timidez, se resistían al diálogo. En este caso, Edén, impasible, encendía la radio. El flujo de clientes era variable. Luego de los primeros seis meses ocurrió la primera merma, pero ello no disminuía el entusiasmo con que el barbero desempeñaba su trabajo. Había escogido un destino revelador... Sintió un gran placer al sustituir la hoja de papel de dibujo - y el encolado lienzo - por una materia viva, vulnerable y azarosa. Era excitante graduar longitudes de cabello produciendo efectos sombreados que tenían correspondencia con sus otrora celebrados dibujos, en los cuales el claroscuro alcanzaba niveles sinfónicos. Había desertado del arte como un rehén que aprovecha el descuido de su captor. No obstante, continuaba inmerso dentro de la misma temática: anteriormente representaba la comedia humana, sus omisiones y vergüenzas; ahora, trabajaba - interpretando simultáneamente-sobre los cascos óseos de un puñado de oprimidos, quienes entre sí, también se avasallaban.

La alteridad mostraba su flanco positivo a través del trueque de conocimientos. Así, tanto la explicación de términos desconocidos como la enseñanza de nuevas construcciones gramaticales, tuvo una espléndida retribución: los clientes, poseedores de ingeniosas nociones de albañilería, electricidad, construcción y mecánica, reducían la considerable ignorancia del barbero en aquellos dominios. Las abstracciones de Edén, se refrescaban espejeando una amalgama de habilidades, mañas y eficiente empleo de la fuerza: teoría y práctica alternaban posiciones en "El Séptimo Cielo".

Resultaban poco claras las causas del primer descenso de la clientela. El corte de cabello era realizado impecablemente y su precio no podía ser más económico.

A Edén le gustaban los temas históricos. Profundizaba en aquellos períodos que más interesaban a sus clientes, quienes sentían especial predilección por los temas relativos al poder, el triunfo de la verdad y la justicia, y las utopías políticas. Mención aparte merece el entusiasmo provocado por la descripción de insurrecciones y guerras mundiales. En este caso, la disertación tomaba el cariz de un match deportivo. Paralelamente, el barbero intensificaba el abordaje de temas psicológicos. En este terreno encontraba mucha confusión entre sus oyentes. Con frecuencia advertía la presencia erosiva del tedio y la indiferencia. En algunos medraba la desesperación; en otros, la acumulación de frustraciones desencadenaba actos de violencia, aparentemente, gratuita. Un reducido grupo intuyó que Edén estaba comprometido en una búsqueda liberadora... En uno de los más amplios capítulos del tratado, el autor abordaba el paralelismo existente entre su padecimiento - reducido, últimamente, a su mínima expresión - y aquella especie de aturdimiento, de desgaste moral que aquejaba a una porción significativa del pequeño conglomerado. Había que verlos derrumbarse en el asiento de la barbería, la mirada fija en el espejo como si dentro de éste habitara un monstruo antediluviano que les hubiera vajeado. En esta situación Edén retiraba pacientemente las oleosas membranas que cubrían una arraigada obstinación. Sabía muy bien de qué se trataba. Años atrás, la gravedad de su estado obligó a que la comida le fuera administrada en la boca.

El barbero Mármol se dedicó apasionadamente a estimular los derrumbados espíritus. Hacía hasta lo imposible por consolidar fracturadas autoestimas. En tal sentido, comunicaba nociones de Psicología, Sociología e Historia, previamente maceradas en desinteresado afecto. Simplificando hasta donde era posible, les hablaba de atavismos históricos, traumas psíquicos, de coerción social... Relacionaba el doblegamiento psicológico - instaurado por rígidos patrones familiares - y la evolución histórica del autoritarismo. En fin, echaba mano de todo cuanto pudiera esclarecer el proceso mediante el cual se convertían en víctimas. Por supuesto, hacía hincapié en evitar el sufrimiento autoinflingido. Insistía en la inaplazable responsabilidad personal que hiciera frente a la dependencia - de variada índole - que por diversos medios les era inoculada.

Tantos esfuerzos consumían la mayor parte de sus energías. La conclusión del voluminoso tratado pasó a un segundo plano. Nuevamente, la existencia de Edén se orientaba hacia un destino cada vez más significativo y riesgoso.

Nada grato para los vecinos fue constatar que en la fachada de la vivienda del Señor Mármol, no ondeaba la bandera que decorada con un pompón, celebraba el día de la virgen. Por otro lado, en el lenguaje cotidiano de aquel hombre no figuraban expresiones tales como: "si Dios quiere", "que Dios lo lleve con bien", "Dios se lo pague". Más desconcertante era la ausencia de fotografías de familiares en las paredes de la sala, tal como se estilaba entre ellos. Desde la perspectiva de Edén, no menos asombroso resultaba observar cómo entre muchos vecinos la fe religiosa alternaba con prácticas de brujería. El uso de amuletos y la creencia en supersticiones era el pan de cada día.

Definitivamente, en el barrio causó disgusto la orientación subversiva que tomaron las conversaciones en la barbería Las consecuencias no se hicieron esperar: el forzado respeto de la mayoría de los vecinos se transformó en miedo, y se atribuyeron poderes malignos al propietario de "El Séptimo Cielo; sin embargo, anhelaban para sí un poco de la indescriptible fuerza que emanaba de él. Cuando se lo topaban en las calles no pocos eran presa de súbitos tics nerviosos. Algunos, al avistarlo, se restregaban los ojos. Los más jóvenes bajaban la cabeza luego de haber hecho contacto con su intensa mirada. Las mujeres aceleraban la marcha después que sus ojos se habían clavado en el augusto relieve de la bragueta de aquel señor, que nadie entendía lo que "realmente había venido a buscar en el barrio". Para remate: no se echaba los palos, no se le conocía ni mujer ni amigos. ¡Vivía solo! ¿Habrase visto?

No cabía duda: la drástica reducción de la clientela coincidía con el carácter que venían tomando los diálogos durante el corte de cabello. Las mujeres se quejaban de que sus maridos pasaban demasiado tiempo en la barbería; peor aún: los adeptos a "El Séptimo Cielo" se volvían respondones. Algunos abandonaron sus mal remunerados empleos. No fueron pocos quienes se convirtieron en asiduos visitantes de la biblioteca pública. Los hijos cuestionaron a sus padres: los chantajes domésticos quedaban al desnudo. Hubo separaciones conyugales y hasta un suicidio. Edén Mármol había traído al barrio una peste insoportable. La duda y la reflexión crítica invadían hasta el sueño de los desprevenidos habitantes, sembrando en ellos insobornables pesadillas.

El vacío ganaba terreno en el plato de comida de Edén, pero, afortunadamente, todo lo vivido acarreó que su melancolía muriera de inanición. De sus tendencias maníacas, apenas quedaba un razonable afán por concluir el tratado. Restaba también el índice y una revisión final a los agradecimientos. Estos últimos fueron suprimidos.

El barbero Mármol pronto tuvo pruebas de la ira de los vecinos que le adversaban. Primeramente colocaron animales muertos a la entrada de su casa. Luego de un prudencial intervalo los sustituyeron por extraños ramilletes: amasijos de monstruosas semillas y raíces, entrelazadas por cintas de un color bermellón oscurecido por efecto de fermentados escupitajos. El impacto visual fue asimilado con temple y humor: En el caso de que Edén se hubiera desposado con la melancolía, tal habría sido el bouquet de la novia.

Edén no tenía en quien apoyarse. Los pocos clientes que aún le frecuentaban habían sido expulsados del rebaño; libraban sus propios combates. Pese a todo, continuaba su labor interpretando los recientes sucesos. Mientras la tijera y el peine parecían actuar de manera autónoma, su mente estaba en otra parte. Se percibía como un astrónomo que, finalmente, logra precisar las coordenadas de un nuevo astro. Autoevaluándose, reconocía no haber sido tan soberbio como para pretender “cambiar” a los demás. Modestamente, se atribuyó el mérito de facilitarles el acceso a una conciencia hasta entonces entumecida. Haciendo un escueto balance se conformaba con haber administrado, convenientemente, las arcadas que preceden a un vómito.

¡Cómo había cambiado su vida desde la última vez que contempló la reproducción del grabado de Durero! ¡Qué inútil, ahora, la corona de laureles que circuía la noble cabeza del personaje principal! El resplandor del paisaje del fondo le transportaba a otro tipo de luminiscencia. Evocaba, conmovido, los numerosos blindajes óseos en cuya superficie había trabajado. Indagaba acerca de la naturaleza de aquella materia blanda alojada en tan consistente estuche. ¡Cuántas desavenencias en esa sede del dato y la locura! ¿y, dónde la luz? ¿la lucidez… enemiga de la costumbre? Luz exacerbada en la sala de necropsia: boda de la luz y el cerebro expuesto, previa acción de una eficiente sierra. Escasas, en vida, convergencias similares.

Un descuido de Edén ocasionó que, luego de despedir a un cliente, la puerta de su vivienda quedara entreabierta. A distancia prudencial, una mujer regordeta vigilaba el acceso a la barbería. En su sobaco apretaba un bulto. Decidida se acercó a la casa de Edén. A través de la ventana, un vistazo le fue suficiente para asegurarse de que el barbero estaba en un sitio alejado de la sala. Tenía dilatadas las narices y transpiraba copiosamente; el rubor de sus mejillas delataba perversas intenciones. Aspirando todo el aire que cabía en sus pulmones, utilizó ambas manos para levantar el ladrillo que escondía. Lo hizo de una manera similar a como un samurai eleva su sable. Colocada a distancia prudencial, lanzó el adobe contra el espejo. Al momento de la huida cayó al piso tras haber pisado un fragmento de vidrio. Se levantó a duras penas.

-Además de loco, también brujo, el hijueputa -, masculló rabiosa, la mujer. Los vecinos, impasibles, observaban el desarrollo de los acontecimientos; mientras, la mujer huía impunemente. Edén, concentrado en su lectura, desestimó el estrépito; consideraba que el ruido provenía de la casa contigua, donde los niños solían hacer desastres. Por si acaso, se acercó a la sala y observó una constelación de fragmentos esparcidos en el suelo. Tomó asiento y observó la pared desnuda. ¡Nunca antes la señal había sido tan clara!...

-Al caer la tarde, un grupo humano se acercó a la violada residencia.

Uno de los hombres que encabezaba la montonera, golpeó la puerta con precaución. No hubo respuesta. Una mujer, en tono solícito, pronunció el nombre del barbero. Luego de una pícara mirada a sus acompañantes, jugó con aquel apelativo como si se tratara de un resorte.

- Ede… Edén úju… Edenito… ¡Endemoniado! ¡Edén de mierda! ¡sal de una vez por todas.

Un breve silencio prologó la atropellada invasión a “El Séptimo Cielo”. Los Intrusos casi no cabían en el reducido espacio: frenéticos se disputaban los escasos bienes como si alguien controlara el tiempo que emplearían en el bárbaro despojo. Pisotearon los libros; les consideraban portadores de las desgracias que, por intermedio del barbero, habían estropeado la paz de la comunidad.

Horas después, en el interior de la vivienda, todavía se encontraba el olor corporal de los saqueadores. Todo era desolación. Habían cargado hasta con las oxidadas láminas de zinc que fungían de techo. En el estrecho pasillo que conducía hacia el patio había rastros de sangre coagulada. Al fondo, una hoja de papel revoloteaba de un lado a otro. La lluvia que comenzaba a caer la fijó en el suelo: era el grabado que servía de oráculo. Era y es, Melancolía I, de Alberto Durero… continúa siendo ese ángulo inferior derecho, donde insurge un elemento que no es captado a primera vista, que escapó a la intención del autor. Un verdadero lapsus creativo: los atormentados pliegues del traje del personaje alado circundan la cabeza de un extraño ser: un ojo demasiado pequeño, grotesca la nariz. ¿Animal o humano?... Cuatro clavos demasiado próximos a la sutura ocupan el lugar de la boca. Clavos: testimonios de sedentarismo: signos dotados de pequeña cabeza que confirman el imperio de la propiedad, la permanencia y el poder… El ángulo, el detalle concentra, interroga, cuestiona el esplendor del conjunto. La figura protagónica no alcanzó a aplastar la cabeza sobre la cual se halla sentada. Fuertes sospechan hacen suponer que no se trata de un cadáver.

MOLINA DOMINGUEZ, Edgar: Nació en Táriba, estado Táchira en 1970. Publicista, Cineasta, Diseñador Gráfico. Organizador del Evento Cresta Awards (los únicos premios otorgados a la excelencia creativa mundial) junto con el IAA (Internacional Advertising association) – Capitulo Venezuela y Círculo de Creativos de Venezuela. Ha participado en diferentes congresos de publicidad y mercadeo como: Tormenta Creativa, New York festival, Feria de las Ameritas, 5007 metros creativos, Creatividad sin fronteras (invitado ponente por Venezuela con el tema, Publicidad Exterior). Pertenece a la directiva de ASOVICINE (Asociación de video y cine del Táchira) donde realizó la Promoción y pos-producción de EL ENGAÑO DE MILI, primera película realizada en el estado Táchira en formato de cine 16 mm. En la actualidad (2007) participa en el proyecto de otra producción cinematográfica junto el equipo de ASOVICINE, Y ejerce como editor de video y diseñador en la Dirección de Cultura y Bellas Artes del Estado Táchira.

SOLDADITO DE PAPEL

Unos brazos ajenos y anónimos para mí, sostenían –aunque sea difícil de creer–, un Ángel, un verdadero Ángel. Mis ojos se pusieron a tono para poder captar lo que veían, en ningún momento dudé de lo que se trataba. Podría asegurar a cualquier mortal que sólo estaba a un paso de él.

¡Santo!, ¡Santo!, se trataba de un verdadero Santo aquí en la tierra, pero, ¿qué hacía un Verdadero Santo aquí? ¿Cuál era su misión?, sólo el tiempo daría estas respuestas.

Siempre he creído que todo lo que se encuentra a nuestro alrededor, todo lo que respira, se mueve, o no se mueve, tiene una razón de estar aquí, hasta el simple vuelo geométrico de una mariposa, sólo el hecho de observar su armonioso aleteo, desde lo más mínimo hasta lo más extravagante que existe, tiene una razón de ser.

¿Cuántos hay? ¿Cuánto viven? ¿Por qué vienen aquí junto a nosotros? Sus voces deben ser diferentes a las de cualquier infante, su mirada más profunda, y sus dedos más ligeros, con un don especial porque son soldaditos de papel, de papel porque en ellos está escrita su misión, dotados de escudos en sus manos, y un tum tum ­–como le llamarían ellos– dentro de sus pechos.

Luego de caminar sobre el asfalto caliente se detuvo, y me pidió que nos sentáramos en un banco de cemento, luego trató de alisar con sus dedos sus cabellos lisos y pálidos. “Gracias por este día nuevo…” pensé.

Miró en torno suyo. El tiempo parecía haberse detenido en aquel lugar de humildad monacal. La capilla a nuestras espaldas, las escaleras empinadas, el sol punzante y terco. Y volvió a mirar directo a mis ojos para decirme que todo era un sueño, todo lo que se encontraba allí pertenecía a un sueño. Comprendí poco a poco que un Ángel entra y sale de los sueños, y dicen que hay en ellos y en ellos dicen que hay aquí.

-Ah! ¿Quién conoce nuestros sueños?

-Si tú conoces mis sueños, o lees mis pensamientos, entonces sabes qué quiero, qué deseo, ¿por eso estuviste aquí? ¿para eso viniste?

Pero no podía responderme, su silencio en algunos momentos me hacía pensar que no estaba preparado para decirme tantas cosas, sólo podía sentir una vibración que me hacía huir por las calles estrechas y retorcidas de los suburbios de esta ciudad en tinieblas, sin turbar la respiración del cielo ni el sueño de los habitantes, silencio que abandonaba los diciembres para los días de su cumpleaños porque se escuchaban canciones por todas partes y pasos acelerados, como si las tiendas fuesen a cerrar de pronto y la Navidad dependiera del último regalo expuesto en la vitrina, muchos regalos, demasiados regalos, lo que te puedas imaginar, lo que se te ocurra y como se te ocurra, todo se vendía, no importaba el costo, pero un soldadito de papel no existía en ninguna vitrina de este mundo, porque son hechos en el cielo y devueltos después de su misión al mismo cielo. De niño tuve pocos regalos, y jugué muy poco, pero nunca imaginé que siendo un adulto tendría el mejor de ellos, entrenado para salvar el alma y mostrar el sendero, el único sendero que existe para la felicidad verdadera, para inyectar de su tum - tum, tum– , el pasaporte de entrada al campo de entrenamiento y ver cómo se hacen los soldaditos de papel que se ponen a correr sin parar, y allí está, se que allí está, sentado junto a otro soldadito negro, el de Andrés, en lo más alto de las motas de algodón mirando el recodo del camino, esperando abrir las rejas en el momento cuando me veas llegar.

Hace unos años atrás, cuando pensé que dejaba este mundo logré dormir por un instante, y vi el muro, con unas piedras que a veces eran ocres, que a veces tenían algo de amarillo, o un leve azul de otras constelaciones. Y observé esa línea ideal que iba desde el muro hasta el comienzo de los cerros que tampoco tenían fin. Los cerros del fondo dibujaban un leve collar que rodeaban al paisaje y parecían conducirlo donde el paisaje no había querido ir. Estaba siempre el cielo con la tonalidad de marea quieta y vaga. Las yerbas crecían con el amarillo dispar mezclado con el verde cansado del tiempo, fatigado desde su creación. De la nada salió una mujer, vestida de un amarillo incandescente –mujer que tuvo la dicha de traerlo a este corto mundo–, ahí estaba el soldadito, justo detrás de ella, y éste realizó su primer milagro con unas cortas palabras y un simple dedo; después dio la vuelta por la orilla del sendero para nunca regresar.

Ellos ven lo que somos a través de lo que queremos ser, tienen el don de rehuir instintivamente, sólo al hecho de nacer, traen el mensaje de que Dios no ha perdido aún la esperanza en los hombres. Considerados guardianes en el tiempo, a veces no es más que una puerta delgada lo que separa a los ángeles del mundo que llamamos real, y un poco de viento puede abrirla.

Ángel, mi verdadero Ángel, voy a subir hasta el final del sendero, y jugar como nunca. Por siempre y para siempre, con mi Soldadito de papel.

AVILA PÉREZ Abril: Nació en Táriba, estado Táchira, en 1984. Estudió Diseño Gráfico en el Tecnológico Antonio José de Sucre. Actualmente cursa el 3er año de Periodismo en la Universidad de Los Andes, núcleo Táchira. Tiene un libro de cuentos y poesía, inéditos.

OSCURO DE NUEVO Y VOLÉ UN RATO

Ellas me dan sus buenos días, testigas de oraciones, ideas, quimeras. Cálidas y naturales ya son parte de mí, se han fusionado de tal manera que las amo, son mías, como yo de ellas. Cuando me pierdo ellas me buscan, corro por los laberintos que ellas arman para mí, cuan ratón de laboratorio, sólo con la diferencia que yo disfruto correr entre ellas, escalarlas, saltarlas, doblarlas, tocarlas.

He sido feliz ¡hemos sido felices!, sí, está bien, hemos sido, porque sabemos que la felicidad está contenida entre ellas. Soy lo que soy por ellas, por su capacidad de hacerme volar por encima de sus alturas sin moverme siquiera.

Algunas veces las dejo allí, y emerjo, pero sólo porque es necesario, o porque así lo han “decidido” los que creen que deciden, pero no es así, ¿saben? Decidir no es obligar a llenar un patrón específico, un estereotipo, porque ellos no saben qué molde es el correcto, peor aún, ¿hay un molde? Nadie ha descubierto lo que yo sé, ni lo que sabemos, lo que ellas nos han mostrado, si tan sólo ellos se dejaran explicar, pero son muy cuadrados para entendernos y entenderlas. No he dado mi brazo a torcer para no dejarlas, porque puedo darles a ellos lo que quieren, pero no lo haré. Algún día será el día, nuestro día. El día en el que ellos vean más allá de una vida, de una dirección.

Siempre estamos con ellas, y ellas con nosotros, saben todo de mí, aceptan mis miedos, lágrimas y oscuridades. Cuando salgo al extranjero lo hago solo y rápido. Antes todo era más comprensible, pero ahora luego de estos veintitantos años sólo soy algo sin principio ni fin, pero lo que no saben es que ni siquiera tengo principio y mucho menos, fin.

¿Monótono? No, ese es un concepto erróneo, desorientado y humano. Existencia Continua, eso es esto, lo que quizás para ellos es intangible, yo puedo olerlo, tocarlo, verlo, sentirlo y escucharlo.

Ellos son los impenetrables, creen que todo es recto, como lo han hecho creer en tanto tiempo, porque tratan de ocultar este lado, al cual yo entré, en el cuál las conocí a ellas. Ellas son una maravilla más de todo esto. Esta esfera me ubicó a mí, todo este huracán que llevaba en mis adentros surgió hace veintitantos años o quizás más, no lo sé, porque aquí no hay tiempo. Esa excusa llamada “tiempo” que magulla y acobarda. Esto vino en busca de mi esencia indistorsionable, y yo no vacilé en dejarlo fluir.

Hace poco se hizo oscuro de nuevo y volé un rato, las trepé y mis vientos me tomaron cuan ícaro, estuve en varios hemisferios. Y fue allí cuando asimilé una vez más la grandeza existencial, donde de nuevo fui testigo del nacimiento de la intuición y la esencia, de la fusión de las mariposas con el mar, donde cada galaxia corre por mis yacimientos y yo frágil a tanta divinidad sólo desdibujo cada veta natural, volviéndome parte de todo un espectáculo de otros infinitos.

Pero ahora vuelvo agresivamente, me detengo en otra situación, he tenido que volver a salir, pero esta vez es disímil, todos en mi huracán interno me exclaman que es el final una sospecha que nunca comenzó. Los callo un momento. Pienso. Deduzco. ¿Lo saben? Es posible, volaré y me iré lejos de aquí. Pero no puedo llegar hasta ellas, hay muchas sombras y ruidos contorsionándoles, rodeándome. ¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Por qué me llevan? ¡Me consumen los miedos! ¡Las necesito a ellas! ¡No por favor! ¡No! ¡No puedo aguantarlo! ¡Me estoy apagando! Camino de más. Entro completamente en su lado, ya no soy el mismo, mis piernas no dan más, estoy muy lejos, me asfixio continuamente, hay muchos de ellos, no veo, no huelo, no toco, no escucho… No puedo levantarme más alto… No lo sé… Me he perdido, ahora corro, pero nada cambia, ellas no han venido a buscarme, las invoco una vez más. Busca tu instinto, ¡búscalo! ¡No los toques! ¡Escóndete! ¡Cállate, no grites! ¡Estás perdido! ¡Estás perdido! ¡Es tu culpa! ¡Cállense! ¡Se darán cuenta de donde somos! Creo que puedo lograrlo solo… no salgan.

He recorrido varios días todo este lado, y me he arrimado a los pies de una de ellas, pero no son las mismas, no las conozco, aún así no puedo evitar tocarlas, intentar recorrerlas, sin respuesta alguna, tienes que darles tiempo, sí, tengo que darles tiempo, lo sé. Sin embargo su piel desconchada me reinventa y depura.

Equis cantidad de tiempo afuera me ha vuelto maleable, para bien. He podido fingir que soy inaudito como ellos. Mi huracán sigue invicto en mis adentros, Me he infiltrado, hablo poco, para no levantar sospechas. Me han incorporado en su tren unidireccional.

A ellas no las volví a ver, pero conocí a otras, muchas. Si no hubiesen clausurado y destruido el manicomio de Peribeca por falta de presupuesto hubiese podido despedirme de ellas, las paredes, como le dicen aquí. Esas que me dieron la bienvenida cuando entré, donde conocí y descubrí la verdadera función humana. Porque les confesaré, yo era como ellos cuando entré. Sí. Fue allí donde supe que los desquiciados, eran estos. Porque el estado correcto humano no existe, porque si es humano, no es correcto ¿Quién decide que es correcto? Nada tiene lo correcto, sólo nos queda entender y asimilar que si lo hacemos es porque ya intuíamos que era correcto.

Ahora ellos me admiran. “Soy muralista”, o por lo menos así me dicen, lo que hago es adorarlas, retribuirles el espacio que me han obsequiado. Si me vieran no lo creerían. Aquí todo funciona en base a algo llamado por ellos bien y mal, los miedos, oscuridades y estereotipos reinan en este lugar. ¡Si!… ¡lo sé!, y a mí me decían ¡loco!

MONSALVE LÓPEZ Alfredo: Nació en Caracas, Venezuela, el 23 de febrero de 1947. Egresado del Instituto Universitario Pedagógico de Caracas como Prof. de Matemática y Tecnología Audiovisual. Postgrado en Ciencias de la Educación Superior en la Universidad José María Vargas, Caracas, Venezuela. Prof. jubilado del Ministerio de Educación y Deportes. Profesor de Estrategias y Recursos Audiovisuales, Instituto Universitario Pedagógico Rural Gervasio Rubio, estado Táchira. Profesor de Matemática I y Estadística Aplicada a la Educación en el Instituto Universitario Pedagógico Rural Gervasio Rubio, estado Táchira. Ex -Director del Liceo Carlos Rangel Lamus. Rubio, estado Táchira. Profesor de Postgrado en Metodología de la Investigación Científica en el Centro de Investigaciones Psiquiátricas, Psicológicas y Sexológicas de Venezuela (CIPPSV), seccional San Cristóbal, estado Táchira. Profesor de postgrado en la cátedra Metodología de la Investigación Científica en la Universidad Católica del Táchira (UCAT). Articulista (“Hora de Reflexión”) en el diario La Nación, San Cristóbal, estado Táchira. Actual Director del Colegio “Blanca Graciela de Caballero”, Rubio, estado Táchira. Entre otras actividades.

LA HORCA

A mi familia, que por ella existo.

A mi respiración, que por ella cada día aprendo algo nuevo.

A todos aquellos han hecho que sobreviva a los obstáculos.

. Eran las palabras que Pedro Emilio Bucarán repetía desde hacía horas, días, semanas, años. Y llegó el momento en el cual su cerebro casi estallaba en mil pedazos.

No existía espacio alguno en aquella vivienda donde su cuerpo, endeble y pálido, golpeado por el tiempo, no fuera acogido en aquella maldita hora menguada. Hora miserable. En el suelo, duro como la roca, dejaban las huellas los botines corroídos y desgastados por el uso irracional que le daba. Cabizbajo, con el dolor y la amargura a cuestas, iba y venía sin apuro. Lento como el ocaso. Su sombra, pequeña y oscura, le seguía por cada uno de los rincones del hogar que le vio nacer. Siempre pensó que su destino sería quedar allí, enterrado en vida. Solo, compartiendo su espacio y tiempo con el frío helado que entraba en sus huesos, como el agua que corre fiel por el tamiz. Ya no había lugar en aquella casa donde sus botines no hubieran transitado. Iba y venía.

Recorrió una y mil veces el aposento, donde de adolescente se había acostado con la mujer que hoy le había dejado a su suerte. No tenía la fecha exacta de su partida. Sólo recordaba que estaba en el segundo domingo del mes de diciembre del último año del siglo XX.

Eulalia, “La Negra”, como Pedro Emilio le llamaba desde que la vio por vez primera, se había ido una madrugada. Se había marchado sin su consentimiento, y como una vulgar delincuente, le dejó sin nada. Siempre que visitaba la habitación matrimonial, se hacía más daño. Él lo sabía. Mas, la vehemencia, la pasión por el recuerdo de la mujer que mayor amor le había dado, no le dejaba dormir. Eran noches de interminables somnolencias, de fatiga, de depresión. Su deseo era estar nuevamente con “La Negra”, allí encerrados, para demostrarle que él la quería, que le amaba hasta más no poder.

Una foto pequeña de la mujer que se había marchado, pegada con adhesivo en la puerta del closet, la besaba cada minuto; cada vez que pasaba frente a ella, le acariciaba con los dedos delgados y amarillos por la nicotina del cigarrillo.

Era una perturbación anímica, una obsesión, por la idea de que su mujer no podía haberle dejado en aquella soledad tan absurda.

¿Por qué me has echado esa vaina? Se repetía una y mil veces.

Uno de aquellos momentos de delirio, de confusión mental, de angustia, Pedro Emilio no vaciló en lanzarse a llorar sobre la cama sin colchón donde complació sexualmente, hasta la saciedad, a la mujer que le había abandonado sin darle explicación alguna. Una semana había transcurrido desde que la vio por última vez: sonriente, alegre, juguetona, cariñosa.

. Se dijo el hombre, y remató con un grito agudo y prolongado: <¡Zaaaafia, desgraciaaaaada!>. Y lloró como un recién nacido.

En su absurda soledad, el pensamiento que más le aturdía con marcada frecuencia, era una interrogante que quedaba para el recuerdo: <¿Por qué carajo me has dejado, “Negra”?>. Y miró el techo de la casa como ido, como absorto.

Él le entregó, por muchos años, un amor desleal. Él lo sabía y ella lo aceptaba un tanto inconforme. No había la misma respuesta de entrega, de amor, de cariño, como ella había jurado el día de su casamiento: “amarlo hasta que la muerte le separen”. A menudo esta frase perforaba su mente. Se retorcía cada vez que recodaba aquel juramento que hizo su mujer en el altar de la iglesia. Iglesia legendaria. Todos los presentes aplaudieron aquella acción de solidaridad: , le dijo la mujer una vez terminado el ritual de la boda. Y se besaron con frenesí, con pasión.

<¡Qué vaina!>, se dijo, y se agarraba con fuerza por los cabellos, color ceniza, cada vez que recordaba aquellos tiempos de dicha, de felicidad.

Pedro Emilio estuvo en calzoncillo por toda la casa desde que se enteró de la huida de su mujer. Una semana sin probar alimento. Con ese atuendo y los botines puntiagudos, deambulaba por cada rincón de la casa. La barba ya le cubría el rostro pálido, macilento. Los ojos estaban hundidos y vidriosos. Había rebajado unos 10 kilos de peso. Igualmente había abandonado el trabajo. Estaba completamente solo, sin nada.

La mujer terminó de frustrarlo al llevarse con ella a sus dos únicos hijos que habían engendrado durante veinte años de convivencia, , solía decir con amargura “La Negra Eulalia”.

Sólo le habla dejado el calzoncillo y los botines que más usaba. No se llevó la cama matrimonial porque estaba construida de cemento, arena, cal, y revestida con cerámica colombiana. La misma fue construida por Pedro Emilio con la finalidad de que no rechinara cuando estaban haciendo el amor. Eso lo había calculado el hombre con intención premeditada.

Hasta el traje color negro que usó Pedro Emilio en el matrimonio, hace veinte años exactamente, se lo había quemado en el centro de la sala.

, repetía una y otra vez. No podía creerlo. Lo había dejado sin enseres y además, desnudo. Sólo tenía consigo el calzoncillo color morado y los botines puntiagudos en cuero imitación de piel de cocodrilo, color mostaza, que se había ganado en una rifa en la tasca “El Repollo de Papá”, propiedad del Prefecto de la Parroquia donde dejó su juventud.

La pregunta que le penetraba el cerebro y no le dejaba conciliar el sueño era:

<¿Cómo pudo “La Negra” llevarse todo sin haberme dado cuenta?>. Y continuaba con sus elucubraciones: . Se repetía hasta el cansancio.

Miró su muñeca izquierda y observó que no tenía el reloj que había comprado una semana antes del bendito matrimonio, igualmente, la se lo había llevado.

No observó el reloj que colgaba en la pared, y pensó que por lo cálido del día, eran como las tres de la tarde.

Había recorrido la casa una y mil veces. Su rostro se tornaba cada vez más rojo por la ira que le embargaba. Las manos le sudaban sin parar, tal vez por la impotencia manifiesta de actuar ante el desplante que le hizo su mujer.

Recordó que hoy, cuando estaba cumpliendo exactamente 50 años desde que lo parió la “vieja” Emilia, su mujer le había dejado con su carga solitaria, con su agonía infinita. No tenía otro recurso para sortear aquella soledad ingrata. Estaba desesperado. , era una de las interrogantes que más le atormentaba desde que se enteró de la fuga de su “Negra”. Nunca, jamás pensó que eso le iba a ocurrir a él, a Pedro Emilio Bucarán, hombre dedicado por entero y sin reservas a su mujer desde que estuvieron por primera vez en el lecho nupcial. Ella lo sabía desde que le conoció. Él, durante mucho tiempo, no le dio motivo alguno para armar escándalos. Pedro Emilio era un hombre entregado a su hogar. Allí estaba él, presto a cumplir con sus obligaciones de pareja. Jamás decía que no. Todo era Pedro Emilio. No existía un rincón en la casa donde no había metido la mano para resolver los problemas. Esto ocurrió los primeros siete años de matrimonio. Después se dedicó mucho más a los compromisos laborales, a su trabajo, a sus amigos y a la jarana; y había descuidado a la mujer que un día llevó al altar. No existía un fin de semana que Pedro Emilio no abandonara su hogar para dedicarse al consumo desmedido de aguardiente. Para él la vida alegre era lo más sagrado. Mujeres, amigos, parranda y el mejor ron con sus compañeros los viernes de cada semana.

Eulalia Sanabria de Bucarán, “La Negra”, como cariñosamente le llamaba su marido, no mencionaba palabra cada vez que él llegaba completamente borracho. Mantenía el silencio por temor a ser agredida por Pedro Emilio como en otras ocasiones. Ella sólo se hacía la que dormía plácidamente en el camastro de cemento que les servía de lecho. Allí se tiraba el hombre cuan largo era y perdía el conocimiento hasta el día siguiente. Ella, como un ritual sabatino, le quitaba los zapatos, la ropa, lo dejaba con el culo al descubierto, le colocaba cubitos de hielo en los testículos para que le pasara la rasca, y luego le cobijaba con una sábana húmeda para que la transpiración etílica no invadiera la atmósfera del hogar.

Hogar siempre caliente por la presencia del cuerpo de Eulalia, condenada a la soledad a que estaba sometida por la ausencia permanente del marido. Su única compañía nocturna, cada fin de semana, era un televisor en blanco y negro que le regaló su padre el día de la boda. Eran horas de somnolencia permanente, de ingrata vigilia. Eulalia recordó, con ira, la noche en que sorprendió a Pedro Emilio haciendo el amor, en su cama, con la “India Lucrecia”. Cuando el hombre estaba a punto de eyacular por los gemidos que emitía y que se oían en toda la vecindad, Eulalia le soltó un balde con agua fría. La “India Lucrecia”, como era conocida en el sector, salió corriendo desnuda por la calle hasta perderse de vista de los vecinos que se aglomeraban para presenciar el espectáculo.

En esa ocasión, Eulalia regresaba de la farmacia a las diez de aquella noche con un paquete de alcanfor para ponérselo a Gregorio, su hijo menor, como estimulante cardíaco. La razón que le dio Pedro Emilio a su mujer, después del percance, terminó por convencerla: y él no era eunuco, era un hombre>. Ella le perdonó aquella afrenta.

El silencio, en aquellas horas miserables, le permitía cargarse, cada vez con mayor fuerza, de energía cinética. Y afloró esa energía: decidida tomó sus pertenencias, cargó con sus dos hijos varones y se marchó, igualmente en silencio. Sin destino cierto. A la deriva, por el camino de la libertad. Su marido quedó allí, tirado en la cama, inconsciente, embriagado una vez más.

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A Pedro Emilio Bucarán nada bueno se le vino a la mente en aquel instante de tragedia infinita. Uno de esos días aciagos entró al cuarto donde se había acostado con la “India Lucrecia”, buscó por enésima vez dentro del closet alguna prenda de vestir y sólo halló una correa de cuero color marrón que le había regalado “La Negra Eulalia” el día en que cumplieron diez años de casados. La tomó con pesadumbre y amargura. <¡Qué vaina!>, se dijo melancólico y tal vez resentido por la forma inesperada en que su mujer le había abandonado. Se sentó muy agotado sobre la orilla de la cama construida en arcilla y cerámica italiana, la cual había comprado a buen precio, a un albañil de pacotilla. Miró la lámpara que colgaba en el centro del techo. Metió la correa por la hebilla e izó una especie de horca y se la llevó al cuello. Se levantó como impulsado por un resorte de acero y se fue, con la correa al cuello, al rincón de la habitación y observó la lata de leche vacía que, en tiempos de crisis, usaban para guardar algunos ahorros pensando en el futuro de sus hijos. La tomó y se dirigió a la cama sin colchón donde durante veinte años estuvo con la mujer que se había ido para siempre.

Como un autómata, colocó la lata sobre el lecho de arcilla, se paró sobre ella; como pudo y con mucha fuerza, amarró la correa a la cadena que sostenía la lámpara. El cinturón quedó tenso alrededor de su cuello rojo como la sangre misma. La vena yugular se le inflamó por la presión que ejercía el duro y vetusto cinturón de cuero. Estuvo allí, parado sobre la lata de leche en forma vertical durante unos minutos. Su cerebro estaba vacío. Miró primero, la foto tipo carnet de Eulalia adosada en la pared, y después su mirada quedó fija en la puerta abierta de la habitación con la esperanza de que apareciera la mujer de su vida: “La Negra Eulalia”.

El silencio que reinaba en aquella habitación fue interrumpido por el mismo Pedro Emilio. Un grito ronco salió de su garganta seca y maloliente: <¡Maldita seas, carajo!>. Volvió el silencio durante unos segundos. Pedro Emilio, con los ojos cerrados, se dijo: ; inició el macabro conteo muy pausadamente: . De un tirón tumbó la lata de leche vacía donde estaba parado y quedó colgando por el cuello. En su frente, pálida y sudorosa, se inflaban los vasos sanguíneos que iban tomando un color azul verdoso. Los ojos desorbitados y la lengua morada fuera de la concavidad bucal, era el signo de que la vida se le estaba yendo. Sus manos se agitaban desesperadamente, como arrepentido, tratando de asir la correa que apretaba su cuello hinchado, sudoroso.

De la ropa interior, la única prenda que le había dejado “La Negra Eulalia”, comenzó a manar gotas de orines color ladrillo y de una fetidez indescriptible. Se notaba que toda la sangre se le había depositado en el pene, puesto que estaba rígido como un tronco de caña brava. De pronto ocurrió un milagro. Antes de exhalar el último suspiro que le quedaba de vida, sintió que le tomaban con vigor por las piernas glabras. Le agarraban con fuerza, con rudeza.

Inclinó la mirada vaga hacia el piso, y vio, aterrado, que se trataba de su compadre Alejandro Isaías Morillo.

-¿Qué vas a hacer, coño?-. Le dijo el compadre Alejandro al ver que Pedro Emilio se ahorcaba con aquella gruesa correa y que le oponía resistencia a la vida.

En momentos de desesperación, con las piernas apretadas contra su pecho, el compadre Alejandro Isaías Murillo le tomó por las nalgas y le apretó el culo con fuerza para que desistiera del macabro acto.

Pedro Emilio pataleaba, puesto que no podía emitir palabra alguna. Su garganta estaba aprisionada por el cinturón que rodeaba su cuello. Desesperado, sólo movió las heladas y huesudas manos. Deseaba que su compadre le soltara para morir en paz, colgado de aquella lámpara que pendía del centro de la habitación que tantos recuerdos le deparó. Quería gritar, gemir, hablar, pero no pudo. Los músculos de las cuerdas vocales no respondían a su desesperación, a su angustia. Quería morir ahorcado. Ese era su destino y no otro.

El compadre Murillo, bailoteando, como cargando un ataúd sobre sus hombros, le sostenía fuertemente por las piernas, por los botines. Al menos la correa ya no hacía presión en la malograda garganta de Pedro Emilio; y la lengua, color morado, había retornado a su posición original; sólo una especie de espuma blanca salía de su boca semi abierta. Con la respiración entrecortada y sin que su compadre atinara a oír, Pedro Emilio dijo quedamente: <¡Suéltame... coño ... suéltame!>. Alejandro Isaías no le oyó, con la mano derecha le apretó más el culo, y con el antebrazo izquierdo le sostenía por las piernas tratando de que la correa no hiciera presión en el cuello de su compadre.

Repentinamente, el compadre resbaló por culpa del charco de orina rancio que se había formado sobre la cama, y dejó que Pedro Emilio se moviera solo, como el péndulo del reloj en madera añeja, color caoba, que adornaba la desnuda pared y que las agujas apuntaban las 4 y 30 de aquella tarde lúgubre, fría y silenciosa. Pedro Emilio Bucarán había quedado inerte. Su lengua, larga y morada, había vuelto a salir de su boca hinchada; los ojos abiertos, como dos cáscaras de huevos, “miraban” al compadre que yacía en el piso llorando la pérdida de su compadre de toda la vida.

Rubio, estado Táchira – 2007

ALEXANDRA Alba: Nació en Bogotá, Colombia, en 1977. Residenciada en San Cristóbal, estado Táchira, desde los ocho años. Licenciada en Educación, Mención Castellano y Literatura, ULA - Táchira. Magíster en Literatura Latinoamericana y del Caribe, ULA - Táchira. Actualmente se desempeña como docente de aula en una escuela de esta ciudad.

OUTSIDE

La voz bajo su piel le invitaba a cometer un nuevo crimen. Hasta cuándo la rabia y sonrisa irónica. Hasta cuándo la voz metálica bajo la piel.

Desde la ventanilla del autobús observaba las calles bebiendo la generosa lluvia contaminada que, una vez más, se ofrecía al asfalto, a los autos recién comprados, a las sombrillas extendidas, negras, rojas, a cuadros; se ofrecía para volver a ser nada. La velocidad a través de una avenida casi desierta de luz, la velocidad en una canción popular que una vez más hablaba del amor no correspondido, la velocidad en su piel y en sus respiraciones, la velocidad en la voz bajo la piel disminuyendo, disminuyendo, dis-mi-nu-yen-do.

El viaje, otra vez el viaje y ya se le perfila la sonrisa perversa en el rostro y ya recuerda las notas de aquella canción de Debie Bowie….”Tell the true… Tell the true”. No eres parte de lo universal, eres atípico, eres raro, eres una excepción… ¡bah! eres una mierda —pensaba sumido en la cálida movilidad del autobús —pero, no hay nada más universal que la mierda… no hay cómo escapar de lo universal. Estoy preso.

Otra ciudad. Una ciudad menos caliente, menos sucia, menos menos. Eso quisiera.

La vio pasar la calle con su cabellera corta y renegrida, la vio pasar y supo y la voz supo y la piel supo y la lluvia ausente supo y la velocidad adormecida también; todos lo supieron en un segundo, un maldito segundo: No era cuestión de tiempo, era cuestión de deseo.

La máquina del deseo, dijo alguien alguna vez, la máquina del deseo entra en funcionamiento: On. La velocidad de los engranajes empujados por la carencia, la carencia, sólo la carencia… ca – ren – cia en potencia.

Los engranajes comienzan el nuevo ciclo… el deseo. Ella, el deseo. Su cuerpo frágil, sus pupilas dilatadas bajo la luz de neón, sus manos abandonadas en un charco de agua amanecida… el espacio presenciando el instante de la belleza a ritmo urbano. Sus blancas manos abandonadas en el asfalto, sus pupilas dilatadas bajo la luz del neón, sus sueños desperdigados en la noche de las prostitutas vestidas de negro.

—Maldita, maldita mujer, culpable, maldita fingidora, maldita perra de ojos negros dueños de la misma inocencia, malditas manos frágiles demasiado frágiles para defenderse… maldita sea mi forma de ser particular.

La velocidad se enfila entre los canales laberínticos de sus oídos: no pares, no pares, no puedes parar es ahora o nunca, nunca… la sigue a través de calles húmedas angostas y mudas. Es la noche de las prostitutas vestidas de negro, la sigue, la pierde, la sigue perdiendo.

Una prostituta vestida de negro con una larga y falsa cabellera roja resbalando por su hombro desnudo, por su seno izquierdo casi desnudo, por su cintura maltratada por el plástico de la falda. Una mirada de comerciante, una mirada de seducción, una mirada de ave de rapiña, una mirada sobre él. Saca un manojo de billetes y luego la sigue, sólo la sigue en la inconsciencia del deseo, pero de un falso deseo, un deseo sin carencia, una mentira, un impulso eléctrico, un llamado de la bestia. La voz duerme, duerme plácida bajo la noche embriagada.

Sus piernas se abren para tragarlo y para tragarle el dinero y ella, prostituta desvestida de negro, sólo siente lástima y fastidio por tan poco humano, por tan poco hombre. Se derrama en un minuto, una pequeña y minúscula baba de perro cayendo de un miembro raquítico. Dinero bien ganado, dinero mal gastado, dinero corriendo en las venas del sistema. Puta, puta devuélveme mi dinero. No. Lo empuja, lo patea, lo aruña, lo escupe. Puta, tu cabello era falso y tu ropa interior estaba ajada. La máquina del deseo en el centro de una calle vacía, la máquina del deseo en el centro de una gran ciudad, la máquina del deseo a todo tren.

Corre a través de las calles, corre no muy rápido, corre

—El descenso a los infiernos parece ser parte obligada en el itinerario de cualquier héroe. —Se ve reflejado en la ventanilla del autobús. Qué clase de héroe soy si vivo plácido en el infierno de húmedo concreto, un infierno lleno de habitantes traspasados por la velocidad de las horas, un infierno lleno de bestias anhelantes, deseantes, adormiladas y perennemente drogadas por el smog— Se mira y su rostro es atravesado furiosamente por las líneas de la velocidad. —Tal vez soy mejor que cualquier héroe —piensa casi olvidando la frágil voz.

Hay algo afuera, detrás de las esquinas sucias, bajo los avisos de neón que arrastra sus pies, fingiendo lentitud, fingiendo sigilo, es sólo el eco de maquinarias, es sólo el eco de la música rave, es sólo el eco del deseo, es sólo el eco de una voz metálica… corre, corre, es ahora o nunca, ahora, ahora, no mañana ni ayer, es ahora la hora de gracia… corre la voz, la máquina se enciende: On. Mírala, tómala, es afuera, afuera en los callejones oscuros, en la noche de viernes, entre los travestis, entre las prostitutas, entre los jíbaros y pegados de toda índole: veloces y lentos; es entre sus piernas donde quiere ser único.

Sus manos abandonadas en un charco de agua, su cuello de cisne quebrado contra una acera, su voz diciendo No-(on)… La máquina del deseo a todo tren, engranajes que se mueven, giran piden más, giran piden más, la carencia tiene el rostro sonriente de la vieja que ocupa un puesto de autobús.

Velocidad y música dibujan el tiempo de la forma más poética que se puede; surcar las carreteras bajo el susurro de las notas que se clavan en el oído como el tiempo se clava en un corazón. La noche engaña al tiempo, en sueños, pesadillas y calles iluminadas de forma artificial, el tiempo es otro: usa máscaras al modo de aquella logia que escondida en la noche daba pie a una hermosa forma de ser colectivo y no ser reconocido. (Sólo una película de Kubrick, la última). La lentitud es el producto que expulsa la máquina, la máquina del deseo, su máquina del deseo. —Es lento el instante en que ella voltea su rostro y me mira, es mucho más lento y delicioso el momento en que deja de respirar y su pupila se dilata preciosa bajo la luz fucsia de neón que parpadea. Saciedad —piensa o tal vez lo dice. La voz metálica a flor de piel jadea gime suda y calla, otra vez. “Tell the true…” irónica, resbala lenta por el negro asfalto húmedo…

El autobús avanza a través de una avenida casi desierta y la música continúa. Mañana será, será otra noche.

MORA MEDINA Julio. Nació en San Cristóbal, estado Táchira en 1953. Locutor y Productor de Medios. Estudiante de Comunicación Social. Autor Ganador mediante Concurso Regional: Escudo Institucional del Instituto Universitario de Tecnología Agro-Industrial Región Los Andes. Autor Ganador mediante Concurso Estadal: Escudo Institucional del Colegio de Dibujantes Técnicos del Estado Táchira. Autor Ganador mediante Concurso Estadal: Logotipo Institucional: Cámara de Desarrollo Turístico del Estado Táchira. Autor y Escritor del Libro: “Micrófono de Papel”. (Der. Res.). Autor Productor de los Unitarios Sonoros: “La Excelencia y sus lecciones”, “Los sonidos de las letras”, “Vida y muerte de Renny Ottolina” y “Cartelera Cultural”. Autor Ganador mediante Concurso Regional: Nombre del “Gimnasio de Boxeo, esgrima y racquetbol, Bernardo Piñango”. Estado Táchira. 2006. Autor Ganador mediante Concurso Estadal: Diploma de Honor por obtener el Primer Lugar en el 1º Concurso de Literatura, Género: Cuento Inédito. Museo de Artes Visuales y del Espacio del Estado Táchira. 2006. Coproductor del Programa radial del PFG Comunicación Social de la UBV “La brújula”. 2007. ACTIVIDAD ACTUAL: Locutor y Productor de medios, actividad literaria y prosecución del Pregrado de Comunicación Social, Universidad Bolivariana de Venezuela, con Índice Académico Consolidado (Cum Laude).

CARIÑO CON FRAGANCIA DE CAFÉ

El día número 731.269 fue martes, y mientras él sin paciencia esperaba el cambio de la luz de un semáforo en el Este de la ciudad, con ansiosa premura mentalmente buscaba la mejor vía para llegar rápido y guardar el automóvil, que quizá tampoco comprendía por qué tanta prisa.

A medida de que sus pasos se acercaban a aquel Café, se acrecentaba el aroma del cariño y su aflicción aumentaba, tanto como admitía no poder apostar ni una devaluada moneda, a que él pudiese ganar contando con la indiferencia. Es que no sabía cómo se vino dando todo, y ahora para él toda ella fuese tan linda, importante, necesaria y querida. Indudablemente, hubiese perdido cualquier apuesta.

Llegó a aquel lugar donde ayer halló el cariño inmenso tan oloroso a café, con necesidad espiritual e inusuales ansias de verla otra vez, mucho más ahora cuando mayor era la mezcla de inquietud y angustia, no por lo que él sabía, sino por lo que él ignoraba. Pero tampoco ese día estaba, y entonces él se preguntaba una y otra vez… ¿Qué había sucedido, y qué estaba ocurriendo? La respuesta era el silencio del lugar y el de sus ocupantes, mientras con disimulo los miraba e imperceptiblemente les interrogaba: ¿Acaso no saben nada, o es que fingen no saberlo?

Sin embargo, inesperadamente aquel perceptivo y mítico señor quien otrora descubrió lo que realmente venía ocurriendo, se acercó y le dio un pequeño papel, mientras le pronunciaba el nombre de mujer más importante del mundo. Sin abrir aquel mágico papel, lo guardó en el bolsillo más seguro de su abrigo, y –más por sorpresa que por gratitud– dos veces le agradeció su gentileza. Mientras pretendía lucir un inexistente desinterés, trataba de recordar alguna buena marquetería para encargar que le enmarcaran aquel pequeño y mágico papel; y un buen café que por la ausencia de ella se había convertido en insípido, le devolvía mil hermosos instantes, mientras planeaba dónde… dónde leerlo. Ajá, –Lo supo– en la Plaza del Mariscal.

Allí, en el atardecer de aquel día y en la silla pública más íntima, abrió aquel pequeño y mágico papel, y sus letras de fascinantes trazos encendieron sólo para él todas las luces de la alegría, sus palabras en hechizante prosa le mostraron un gran arco iris que nadie más veía, devolvieron a su alma aquella vivaz mirada y trajeron hasta él su bella y pícara sonrisa de impecable marfil, pudo verla viviente e intensa en un hermoso cumulonimbo nacarado de aquel crepúsculo, y eso le anunció que ella, y lo más importante de su vida, estaban bien.

Y es que ya no hubo duda alguna de que todo lo percibido era cierto, aunque antes hubiere parecido un espejismo y no serlo, pues ya fue inferible que ella con su corazón, sangre y espuelas es tan hermosa por dentro como por fuera, y porque aquella tarde ella acertó, no se trataba de capillita alguna, era… ¡La Catedral!

Mas ese día ha de llegar, ese sábado llegará, y entonces él le hará saber que espera pueda perdonarle por la incomodidad que pudiese haberle ocasionado la fuerza expresiva de su cariño, también le hará saber que las cosas que no le ha dicho, es sólo tal vez por temor a escucharle cosas que no quiere oírle , y le hará saber que porque es cierta la pureza y honestidad de su afecto para con ella, puede reiterarle que comprende plenamente las condiciones que orientan el transcurrir de la vida tal como lo dicte el reloj de arena.

Ah, pero también le hará saber que su café, su fragancia, su vida y su inmedible cariño los lleva allí bajo la piel, donde por siempre estarán, porque si la vida los vuelve a reunir él tendrá abundantes y suficientes provisiones de coco, cotufas y mamones; las brisas de septiembre y diciembre serán una sola, y entonces él besará una de sus mejillas y le susurrará al oído cuánta falta le hace su importante presencia, aunque los jueces del mundo pretendan imponer condiciones que él planea no acatar, por el fresco rocío de sus pecas, por la gracia de sus rizos, por la inquietud de sus pendientes, por la alegría de su sonrisa, y también porque la necesita, porque la estima, la aprecia y la quiere.

De cualquier manera, pase lo que pase, innegablemente ocurrió. Entre ella y él surgió y vive un cariño inmedible e intenso que no morirá; puro, digno, elevado y recíproco, de llama discreta y con fragancia de café, de aquel tibio, almibarado y único café que ellos, cada uno en cada parte, recuerdan y añoran; como la brisa íntima de la medianoche que cae tímida y suave, pero que puede hacer que hasta los riachuelos más dormidos, despierten y se desborden.

PULIDO ZAMBRANO José Antonio: Nacio en San José de Bolívar estado Táchira en 1975. Allí hizo sus primeros estudios, donde se inicia en la literatura de la mano de su abuela María Isabel Zambrano. La Universidad de los Andes – Táchira le da los conocimientos en el área del castellano y la literatura. Allí culmina su Maestría en Literatura Latinoamericana y del Caribe. Fue director del Grupo de teatro “Mascarada”. Presidente del Ateneo San José de Bolívar. Integrante del Teatulat. Director del grupo poético “Trovadores de la Esperanza”. Escribió una columna periodística para Diario La Nación sobre los temas vampíricos. Colaborador activo de la página web española: donde ha escrito una serie de ensayos virtuales sobre la literatura fantástica. Director en la actualidad en su pueblo natal de la Revista artesanal “Riobobense, el carpintero de la Montaña”.

EL LADRÓN DE BIBLIOTECAS

Mientras aquel estudiante hojeaba un texto de arquitectura del Siglo XIX encontró los planos del Colegio La Salle. Allí halló un viejo pasadizo que estaba entre el jardín central y la Biblioteca, construido durante el mandato de Eustoquio Gómez, y que se conectaba con varios puntos de la ciudad. De manera recelosa mutiló aquel libro, que le había prestado el bibliotecario. Cada hoja rasgada era un punzaso a su corazón. Él, entregó con todo el miedo aquel viejo libro, y como es común en este tiempo, el texto no fue revisado y él se despidió como cualquier otro día normal.

Al siguiente día trazó el robo del siglo. Usaría el pasadizo de los túneles para robar las reliquias literarias de aquella Biblioteca. Se decía que en la misma reposaba los conocimientos más antiguos de la humanidad, traídos por un coleccionista de antigüedades, que vino de visita al Táchira, invitado por Eustoquio Gómez. Los intelectuales de la época señalaban a Eustoquio como un ser iletrado, pero era todo lo contrario. Eustoquio se había propuesto modernizar a San Cristóbal, y empezó a traer varias personalidades, sin que su primo Juan Vicente, supiera de tal proyecto. De allí que apareció en el círculo de Eustoquio el amor por lo simbólico y lo mistérico. Se decía Eustoquio, que si la gran urbe de París, tenía un París en lo subterráneo, por qué San Cristóbal no. Con el pasar de los años San Cristóbal olvidó no sólo la visita de aquel hombre, sino que olvidó el lado enigmático de Eustoquio. En las investigaciones de Jorge, había logrado saber la existencia de una Biblioteca que guardaba tesoros únicos, y a los que sólo podían acceder una serie de Iniciados, cuyo primer bibliotecario había sido Pío Gil. Jorge seguía preguntándose cómo en aquel lugar del mundo podía existir un sitio así, que entraba más en la leyenda, que en la historia. Pero en aquel mapa estaba la respuesta. La parte más apetecible de la Biblioteca, estaba en la sección X de libros prohibidos. Nunca se le había permitido ingresar en el fichero de aquella sala. Sólo viejos doctores de aquella Aula Mater e iniciados tenían el acceso a aquella Logia.

Jorge intuyó que esos planos le habían llegado a sus manos porque él, estaba profetizado a un saber superior al de todos los hombres comunes. Ideó paso a paso su entrada al Claustro del Colegio. Pero en ese proceso le entró la duda. Serían verdaderos aquellos planos. ¿Existiría aún ese pasadizo? Muchos de aquellos túneles habían sido tapiados. Y el mismo Colegio estaba en ruinas.

Aquella noche realizó su primera entrada a los túneles. Encontró sin mucho esfuerzo la entrada al pasadizo. Era un túnel estrecho y oscuro, forrado con ladrillos rústicos, lleno de ratas, arañas y miles de murciélagos. Caminó en círculos antes de llegar a aquella extraña puerta. Intentó abrirla a la fuerza, pero no consiguió moverla ni un centímetro. Descubrió una serie de fragmentos de un texto en una de las paredes, estaba perdido, era un idioma del que no tenía conocimiento.

Como pudo tomó nota de aquellos mensajes. Un miedo inundó a Jorge, pero logró sobreponerse y salir sin complicaciones de aquel lugar húmedo y oscuro. Al siguiente día hojeó varios libros y comprobó que aquellos textos estaban escritos en latín. Sólo tenía dos opciones, buscar a un sacerdote que manejara ese idioma muerto o tratar de resolver el enigma solo. Optó por la segunda posibilidad. Prestó a su compañero de estudio Otto Cárdenas un diccionario de latín, pero quedó corto ante aquellos parágrafos. Debido a este detalle visitó al otro lado de la ciudad, en el Seminario de Palmira, a un viejo sacerdote, amigo de la familia de su padre. El clérigo le recibió con gran cariño y Jorge le presentó aquellas frases las cuales leyó sin gran problema, en español, francés y alemán, idiomas que muy bien conocía Jorge:

-Cer ejus indurabitur tanquam lapís, et stringetur quasi malleatoris íncus. Ipse est rex super universo filios superbioe. “Su corazón se endurecerá como la piedra, y se apretará con el yunque del herrero. Él es el que reina sobre todos los hijos de la soberbia”.

-In quocumque die comederis; exeo, morte moriréis. “En cualquier día que comeréis de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal, moriréis”.

-“Nos sumus qui fugimos a facie Jesu latronis filio nave”. Nosotros somos los que huimos de las armas del ladrón Jesús, hijo de Navé...

El clérigo preguntó a Jorge, qué buscaba con aquello, y este respondió que era sólo una curiosidad de estudiante. El clérigo le recomendó que existen cuestiones del conocimiento que es mejor dejarlas en la oscuridad, pues no sólo enloquecería al hombre, sino destruiría la misma historia.

Jorge no logró conectar ninguna de las frases que le diera la clave, para entrar a la Biblioteca. Aquella puerta no tenía ningún mecanismo que diera la entrada al santuario del saber. Esperó el anochecer y se introdujo en aquel pasaje para él, ya maldito. Esta vez llevó una linterna de más potencia y pudo descubrir una serie de figuras amorfas en las paredes. Al llegar a la puerta condenada, tomó una brocha de su bolso y empezó a quitar el polvo acumulado por el tiempo, se veía que tendría años sin que un ser humano hubiese entrado allí. Cada vez que iba quitando las capas de polvo se fue moldeando un dibujo: Un hombre en un oficio, que cada vez fue tomando más forma, era un herrero, en sus manos tenía un martillo y una espada, la espada elaborada tenía un nombre en su mango: Josué. El hombre estaba inclinado hacía un yunque muy particular, en el centro del yunque emergía un demonio que abría su pecho y mostraba sus vísceras, sus órganos vitales y un corazón lleno de fuego. El demonio estaba con los ojos cerrados, como si estuviera ciego, a sus pies un libro. Al lado del yunque como en una pared de fondo aparecía un árbol y en sus ramajes observó Jorge un compás movido entre un toro, un pez, un león y un águila. Bajo el árbol se leía ingens multitudo.

Jorge pensó las frases del clérigo y llevó las manos al corazón del demonio, un fuego abrasador le sobrecogió. Hundió el corazón y la puerta condenada cedió y una luz mortecina inundó aquel lugar lleno de sombras. Jorge sin vacilar entro a la habitación continua...

Al volver a su habitación llevaba en sus manos el Paraíso Perdido de Milton en la traducción de Don Juan Escoiquiz bajo las ilustraciones de Doré y una Biblia del año cien después del Cristo con un prólogo de Pablo de Tarso, prólogo que debió ser eliminado en el Concilio de Constantino. Así de igual manera, un papiro egipcio donde se hablaba del Libro del Erebos. Jorge no creía lo que tenía en sus manos, y esos no eran los libros que hubiese querido robar, volvería de nuevo a buscar otros textos.

Al siguiente día la Biblioteca trabajó con la mayor normalidad, Jorge como una fiera en celo estudió el lugar y observó que la desaparición de tres textos no había sido notada aún. El más difícil había sido el papiro, lo había robado porque era el único idioma antiguo que dominaba, lo había aprendido de su amigo Joseph Romero, egiptólogo aficionado, nunca había estado en Egipto y aprendió el idioma leyendo textos y revisando algunas reliquias que habían llegado a la Biblioteca, para una Exposición en la Universidad Católica. Nunca se atrevería a mostrarle aquel documento, tal vez con el tiempo, por ahora el conocimiento le pertenecería a él solo.

Jorge empezó a cambiar mucho, casi no dormía y fumaba mucho. Seguía con la obsesión de ir por segunda vez a la Biblioteca, había leído y releído a Milton, su autor favorito. Preparó una ponencia del mismo para un Congreso sobre Religiones en la Universidad. Al concluir la lectura de la Ponencia se le acercó el Clérigo, junto al Obispo y le felicitaron:

- Tenía años sin escuchar a alguien hablar de Milton. Se ve que sigues escudriñando en la oscuridad del conocimiento, pero acuérdate que hasta el mal, amigo, se torna ciego.

Recordó al demonio ciego que le ofrecía el corazón de fuego y la entrada a la Biblioteca. Aquella noche soñó entrando a la Biblioteca y cómo él se iba perdiendo en un laberinto de libros, un libro le llevaba a otro, y éste a otro, y cuando quiso salir no pudo, estaba ciego. Despertó sudando en fiebre. Un profesor le había contactado para que diera otra ponencia en una Universidad en el sur del país, él aceptó. Leyó su estudio metafórico del Erebos y su influencia en la Biblia cristiana; sostenía que Moisés había escrito gran parte de ese libro en Egipto. Y que ese era el secreto del Arca de la Alianza, de que el cristianismo había nacido de una filosofía egipcia.

Jorge empezó a vestir de negro, como un sacerdote, y un sobre todo de cuero. Fumaba en demasía y comenzó a ir más seguido a la iglesia, se quedaba horas observando la imagen de Jhesús, y luego se dirigía a uno de los bares de la ciudad a tomar con los poetas y narradores anónimos. A ellos les encantaba la nueva vestimenta estrambótica de su amigo. Otto Cárdenas se le había acercado:

-¡Has cambiado mucho camarada!

-No he cambiado, sigo siendo el mismo, sólo que mis ojos y percepción de la vida es otra.

Aquella noche Jorge volvió a entrar a la Biblioteca. Extrajo muchos más libros, pero no había logrado entrar a la sección X.

La siguiente noche fue igual, no consiguió entrar a la sección X, pero empezó a tomar cada día libros mucho más antiguos como el Libro de Mool, El Testamento de Ezequiel, dos libros inéditos de Confucio, El Tratado de Pitágoras, El Sueño de Orfeo, Gorgia, Los Evangelios Gnósticos, entre otros. Su pequeño apartamento fue convirtiéndose en una pequeña y gran Biblioteca.

El Bibliotecario empezó a notar la falta de grandes obras, al palpar el vacío y de una vez notificó al rectorado, nadie lograba indagar en las desapariciones de los textos, en su mayoría, textos de épocas y religiones primitivas.

Jorge seguía yendo a la iglesia San José, a observar las imágenes cristianas por horas, ahora tenía la manía de dibujarla en carboncillo, las dibujaba una y una otra vez. Sentía una curiosidad por la imagen de San Cristóbal en la Catedral, y el rostro en miniatura de la espada que cubría el cinto del Santo. Le estaba empezando a fallar la vista, fue al médico y no logró encontrar respuesta a su mal.

En las tardes se quedaba contemplando los leones que había mandado a hacer Eustoquio Gómez para la Casona de Gobierno, sus gestos y rasgos eran los mismos del demonio incrustado en la puerta condenada de la Biblioteca. Por fin estaba entendiendo la ciudad, ésta estaba llena de enigmas y misterios. En el cuartel Bolívar, en la biblioteca del recinto había encontrado un libro de Pío Gil, inédito, intitulado: “Los ciegos en la ciudad de la niebla”. Sin pensarlo dos veces lo robó, y después de leerlo lo lanzó desde el puente Libertador al río. No quiso que más nadie leyera ese texto, el conocimiento era sólo para él.

Con los días decidió que aquella sería la última noche que entraría a la Biblioteca. Los cuerpos de la policía técnica judicial estaban ya con el caso, su objetivo: Los robos misteriosos de la sección X. Jorge pensó en la imagen de San Cristóbal que dibujaba día a día en la Catedral. Llevó las manos al corazón de aquel demonio, un fuego abrasador le sobrecogió de nuevo. Hundió el corazón de aquel ser horrorífico y la puerta condenada cedió y una luz mortecina inundó aquel lugar lleno de sombras. Jorge sin vacilar entró de nuevo a la habitación continua. Todo estaba a oscuras, llevaba un pasamontañas, sabía que habían colocado cámaras digitales. Observó todos los estantes, los cuadros, las esculturas, y empezó a hojear en aquella oscuridad el conocimiento que debía estar tras cada portada y lomo de libro que manoseaba, tomó aquella cuña metálica e hizo ceder la puerta prohibida, su sorpresa fue grande, en el centro, sólo había un libro y, pensó en el clérigo y en la historia...

Años después recordaría aquella noche fatídica cuando fue sorprendido leyendo el texto maldito, trató de huir, pero de nada sirvió, todos los textos por él robados fueron devueltos y Jorge fue a parar a la cárcel de Santa Ana. Con el tiempo formó una biblioteca en la prisión y enseñó a leer a muchos presos e hizo de dos panes y cinco peces una gran fiesta a aquellos descamisados. Todo el mundo le apreciaba, a los días de estar preso había quedado ciego, y aquel ciego siguió amando los libros y los siguió leyendo, nadie sabía cómo, muchos decían que había aprendido un conocimiento negado a muchos hombres.

Cuando fue puesto en libertad, estaba en vacante el puesto de bibliotecario de aquella Biblioteca, a la que había robado el conocimiento, fue admitido sólo por tener la característica del bibliotecario anterior, ser ciego. Jorge tomó su bastón y empezó a hojear en aquella oscuridad el saber, que debía estar tras cada portada y lomo de cada libro que manoseaba...

1.- CAMINO A LAS PARRAS

Campo Ramírez, Yady

2.- AVIONES DE MADERA

Suárez, Gelasio Antonio

3.- EL CARTUJO DE BLOY

Majad, Musa Ammar

4.- RAZÓN PARA UN CRIMEN

Sánchez Jiménez, Pía

5.- LA MORENA DEL PARAGUAS ROSA

Pernía Atencio, Dony

6.- UN RETROCESO FEROZ

Gutiérrez, Gustavo

7.- MENTES TURBIAS

Becerra Mora, María Paola

8.- EL MUELLE

Rodríguez Molina, Ender Israel

9.- RELATO CON PRINCESA, DRAGÓN Y CABALLERO

Colina, David

10.- EL MUÑECO

Santafé Acevedo, Carmen Alicia

11.- ¡HE AQUÍ UN HIJO!

Pérez Ron, Rafael

12.- ¿CERRASTE LAS VENTANAS?

Cárdenas, Moisés

13.- LOS MISTERIOS GOZOSOS

Jiménez de Sánchez, Alicia

14.- EL ESPÍA QUE ES EL MISMO DE DANIELA

Lucero Féliz, Rafael

15.- Y DE PASO, VIENES CON LA LLUVIA

Leal, Yacnedy

16.- LA CERCANÍA DE LAS DISTANCIAS

Durán, Freddy

17.- CICATRICES

Torres Salvatierra, Leyla Gabriela

18.- EL DUELO DEL BARBERO Y LA MELANCOLÍA

Galaviz García, Daniel Eduardo

19.- SOLDADITO DE PAPEL

Molina Domínguez, Edgar

20.- OSCURO DE NUEVO Y VOLÉ UN RATO

Pérez Ávila, Abril

21.- LA HORCA

Monsalve López, Alfredo

22.- OUTSIDE

Alba, Alexandra

23.- CARIÑO CON FRAGANCIA DE CAFÉ

Mora Medina, Julio

24.- EL LADRÓN DE BIBLIOTECAS

Pulido Zambrano, José Antonio

3 comentarios:

  1. ¡Muchas felicidades sr. Manuel!, me alegra que finalmente pueda tener en sus manos Ciudad en la niebla. Muchos éxitos y bendiciones. Un abrazo. Susana Moncada.

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  2. Ahora, es el momento de aplaudir y potenciar el logro propulsado y alcanzado por Manuel Rojas, a quien sin medida agradezco permitirme participar en su compilación de cuentos, ciudad y niebla, con el referido al cariño, fragancias y café. Esa gratitud comporta el esmero en que todo no sea puro cuento, para ser tan eficaz al echar el cuento, como al escribirlo. De cualquier manera, para que los cuentos sean completos tienen que ser de todos, de quienes los protagonizan, de quienes los escribimos y de quienes los leen e interpretan. Gracias a la vida, y a quienes han determinado que entre el afecto y muchos cafés, ese sea para mí, el más aromático de todos los cuentos. Afectuoso saludo. Julio Mora Medina.

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  3. Enhorabuena, Manuel Amigo: Habrá de haber lugar para la poesía si no quieren pueblos y hombres sucumbir.

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