PEQUEÑAS PLUSVALÍAS
De la mosca viajera me ha quedado el azúcar y un trozo de queso magro para amortiguar el hambre, me ha quedado la jeringa y el azufre y un dedo de anillos gigantes para inmovilizar sombras. De la serpiente y la mujer; esa rubia esperanza de guardar el último reloj del mundo y tus 20, 30, 60, siglos de sabiduría. He aquí el candil, la marioneta, el timón y el barco de los trece niños asfixiados en el ascensor, la película que nunca vimos, el fogón para la sopa, una ventana pequeña por donde se nos marcha la miseria.
De la viuda me ha quedado una frambuesa que aún guardo en la nevera, un limón de cuatro puntas dulces y la avena de ese mediodía prohibido, cuando recibí el primer disparo de la ausencia.
OFICIO DE CAMINANTE
Era mi destino como una pesadilla interminable. Caminé por sendas neblinosas, bajo árboles de neón. La ciudad apareció de pronto, sobre una ladera. Mis pasos adquirieron cierta simpatía con el asfalto. Toqué puertas en casas desoladas. No vivía nadie allí, al parecer. Finalmente me quedé dormido en un zaguán. Fui recogido por una patrulla al amanecer y encerrado en un cuarto oscuro desprovisto de ventanas; apenas se podía respirar… Después, pasados algunos días, alguien pagó la fianza y quedé absuelto. Nunca supe quién lo hizo y aunque intenté saberlo no obtuve respuesta. Vagué por ahí, hambriento, en busca de trabajo, sin casa donde dormir, sin familia ni amigos. En las noches de lluvia, en pleno aguacero, grité el nombre de un dios aprendido en el lugar de mi procedencia. Ahora no recuerdo siquiera cómo lo llamaba en medio de la angustia. No sé de estrellas ni lunas forajidas, como tampoco sé a dónde iré cuando recorra la última calle de esta ciudad sin historia y porvenir.
Me esperan otras ciudades e infinidad de calles: puertas por tocar, habitaciones amplias, extrañas escenas de mi destino, en mi oficio de caminante en el tiempo y sus enigmas.
La muchacha que me observa detenidamente, parece haberse escapado de un cuento oriental. En el mutismo, el rojo resplandor de los avisos de neón en la ciudad de la noche, me trae, displicente, su figura en un brote de sombra del espejo matinal (la del amanecer anterior, cuando aun no la conocía). Ella ha descendido discretamente desde su estrado para observar el espacio donde estampé la firma y pagué el servicio de habitación en el hotel. Subí las gradas y al asomarme al cristal que luce nítido, el tono de sus ojos buscaron, como asediando, la palidez de mi rostro ahora cansado y débil. Y ya en la recámara dormí a pierna suelta. Dormí toda la mañana del día siguiente: fin de semana en una ciudad que asfixiaba hasta las médulas. Volví al atardecer, hambriento y sin embargo emocionado con la muchacha. Sus ojos expresaban una clara ingenuidad y nostalgia que suele acompañar la mirada de la gente soñadora. El restaurante estaba repleto y la música colgaba en lo alto de los rincones. Brillantes notas arabescas caían al fondo de la estancia. Ocupé un sitio al final, cerca de los candelabros. Como alucinado, tal vez, creí ver a la joven acercarse. En efecto lo hizo pero no a mi mesa como en verdad lo deseaba. Pasó de largo hasta agregarse a un grupo de personas que parecían ser una familia feliz (intuí), luego se alejó como una avecilla asustada. En los siguientes días seguí viéndola de soslayo, a todas horas, sirviendo el café, limpiando persianas, sintonizando la radio o el televisor o charlando con los mesoneros y camareras; nunca nos dirigimos la palabra mientras permanecí allí, nunca oí su voz, ni siquiera supe su nombre no obstante sabía que siempre me seguía con la mirada, lo sentía, lo palpaba como una obsesión metafísica, ella estaba ahí observándome sin moverse, incluso en una ocasión advertí que revisaba mis maletas y los libros. A lo mejor fue la timidez de ambos que no permitió al menos comunicarnos. Un par de días después, cuando me marché decidí escribirle un poema y obsequiarle un ramo de rosas. Así lo hice. Dejé el paquete en la recepción como si se tratara de una encomienda cualquiera para una empleada de tan humilde hotel. Nunca más volví a esa ciudad pero lo curioso del caso es que, con el correr del tiempo, su imagen se me revela en sueños, hasta le he inventado un nombre. La he visto de múltiples formas, hemos corrido por el campo persiguiendo mariposas, nos hemos bañado en el riachuelo donde tantas veces me bañé cuando niño, la he llevado a sitios inimaginables por la razón, nos hemos comido una manzana bajo la lluvia pensando en los innumerables encuentros en el bosque, escondidos del mundo, viviendo y soñando bajo la niebla de abril en mi pequeña ciudad, o en la cabaña de la cima donde mis manos alcanzan el copo de nubes que desesperadas suben en busca de la luz; la he visto cantar, reír, llorar y amar aunque de ella lo único que recuerdo son sus ojos, el color de su mirada y la ternura que impartía. Ahora, casado y con hijos, abrazado a mi esposa, en las noches de invierno, creo estar junto a ella y verla fugazmente en el rostro de mi compañera. Estos últimos días, cuando la enfermedad en los ojos, mi ceguera casi total, me obliga a renunciar al trabajo, la histeria se apodera de mí, el hastío, la impotencia; el encierro en un cuarto sin luz y el hecho de sentirme viejo y cansado, todas esas cosas me derrumban contra el tiempo. Qué se puede hacer cuando ya no hay forma de volver atrás, de regresar en la historia y gritarle cuánto me pesa, cuánto siento no haberle dicho nunca nada. El deseo de vivir me atormenta, las cosas que no pude realizar, lo no vivido a plenitud, qué hacer cuando la vida se me escapa y sólo vivo de recuerdos, sí, el recuerdo de esa dulce muchacha me carcome. Si del todo me llegara a quedar ciego, me gustaría volver a aquella ciudad y buscarla para decirle que lo único que amo en la vida es su última mirada... Esta mañana logré por fin salir de mi escondite. Por descuido dejaron la puerta abierta. No supe contener mis impulsos por lo que... el cuadro de horror que apareció en los diarios (o que aparecerá) será exclusivo, sensacional; dicen que hasta comí gente, a mi mujer y a mis hijos por que... no sé, esa mirada de muchacha, esa maldita mirada de muchacha aún me persigue hasta en las cámaras de luz que veo al frente, rodeadas de tantas personas vestidas de azul que no sé por que vinieron ahora, cuando ya es tarde para los dos...
EVOLUCIÓN
Más allá la eternidad... y al final, un día después…
Esa tarde (en la mañana supe que mi esposa estaba embarazada) nos encontrábamos a bordo de la nave espacial WW-X0-90, en un viaje de excursión. De pronto, como a las tres, el espacio se cubrió de una densa sombra que nos envolvió de tal manera que era imposible la visibilidad. Poco después los conductores, de quienes sólo recuerdo los trajes plásticos, transparentes y blancos, de manos enguantadas, nos llevaron hasta unas cabinas amenazándonos con un arma extraña, que parecía de juguete. Obedecimos en silencio. Rodeados de botones y pantallas semejábamos actores de una vieja película de George Lucas. Escribo esto, ahora que por milagro he logrado sobrevivir. Estoy solo en medio de la catástrofe y quiero dejar constancia de lo que mis ojos, a duras penas, han visto. Dentro de los cubículos y a través de un vidrio, nos revisaron de pies a cabeza, minuciosamente, por medio de imágenes computarizadas. Debo agregar que, y aún lo recuerdo con estupor, a uno de los nuestros le practicaron una operación en el cerebro. Nos desmayamos. Después aparecimos en la ciudad, desnudos y hambrientos. El aspecto que ofrecían las calles era deprimente. Había, en todos lados, montañas de cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales con la piel hinchada y brotada de pus. Abracé con vehemencia a mi esposa. Ella temblaba. Despertamos a los otros familiares, tres mujeres y dos hombres. Ellas también estaban embarazadas. Al ver el espectáculo prorrumpieron en gritos. El escenario parecía haberse tomado de un cuadro surrealista. La fetidez era insoportable. Caminamos a lo largo de las calles. Los abastos, almacenes, restaurantes, bancos y pare usted de contar, estaban abiertos con los muertos en sus sitios. Algunos tenían la mano en la nariz. Fuimos al apartamento y nos vestimos. Caminamos con los rostros llenos de asombro, de incredulidad, de angustia. En los barrios las casas estaban abarrotadas de cuerpos paralizados, con gestos que denotaban una fría y repugnante soledad. Pensamos en todo. ¿Qué había ocurrido? Aún no lo sabemos. ¿Fue, acaso, la bomba atómica, la responsable de tan semejante desastre? ¿Qué pudo exterminar la humanidad? ¿Extraterrestres? ¿Algún experimento bacteriológico? ¿Radiación? En esta misteriosa pesadilla cualquier cosa podría ser la respuesta, es absurdo, la vida se nos escapaba de repente, y lo único que le quedaba a una persona que haya sobrevivido, es suicidarse. Queríamos morir. Deambulábamos como zombis por las calles, pero después, poco a poco, nos fuimos resignando. Decidimos vivir en el sur de la ciudad, frente al río y en una casa grande y rodeada de naranjos. Lanzamos los muertos al cauce junto con sus pertenencias y nos instalamos para comenzar una vida nueva, si a eso se le puede llamar vida.
Transcurrieron tres meses. A mi compañera el vientre le había crecido en forma exagerada. No supinos nada de la otra familia, sólo que algunos de ellos terminaron en la locura. En los días siguientes al arreglo de la casa, me dediqué a la siembra de legumbres, pero la tierra se había vuelto estéril y las aguas estaban contaminadas. Sabían a bebedizo, a estiércol. De vez en cuando íbamos al barrio más cercano y buscábamos lo que se nos antojara, sobre todo enlatados; ya hasta habíamos olvidado el sabor de las verduras y las hortalizas. Los autos permanecían como viejas madejas de lata, totalmente inservibles. Recordé que antes de la destrucción de la raza humana, la vida se había hecho difícil. Vivíamos en una constante miseria y la crisis en el país era insoportable. Nos sentíamos encerrados en una perenne zozobra. Ahora, solos en el planeta, podíamos decir que éramos ricos, inmensamente ricos en un mundo desolado y deforme. A mi mujer continuamente le daban ataques de histeria. Se apoderaba lentamente de nosotros una cruel y espectral sensación indefinible; el abandono, la soledad y la incertidumbre nos hundían en una ola de resentimientos. El devenir de las sombras, de formas inimaginables, esotéricas, de fantasmas apocalípticas que sólo estaban en la imaginación, supongo, nos aterrorizaban a menudo confundiendo, en nosotros, la realidad con la fantasía. Esto, sin premeditarlo, me llevó a la antigua fe de mis padres.
Llorábamos por todo, hasta el cansancio, hasta caer en estados de sensibilidad superiores a la razón.
Creí, en medio del laberinto y la neurosis, que algo sublime podría remediar la situación. Como un ciego, en un recodo lóbrego de la vida, me postré ante un dios desconocido.
Parecía un autista a veces. Vivía sumido en una constante melancolía. No me importaba si el sol alumbraba o no; sospechaba que una fuerza inminente y peligrosa se apoderaba de la naturaleza, ésta, peor que la misma destrucción de la humanidad.
Y al fin llegó el día del parto. Fue un momento difícil. Los dolores le comenzaron a eso de las once de la noche de un lunes, según nuestro calendario occidental. Nació a las doce. Por primera vez me sentí ajeno, lejos de captar lo que pasaba, actuaba como un autómata. Era primeriza. Hice las veces de partero. Ella, abriéndose de piernas y con el rostro perturbado me imploró que halara al infante. Cuando agarré su cabecita me pareció que hubiera tomado una cresta de gallo e inmediatamente la solté. Quedé atónito, terriblemente consternado, se me erizó la piel, el pequeño, con esfuerzo, se libraba de la placenta para después caer al suelo envuelto en una babaza gelatinosa; reventando él mismo el cordón umbilical. Tenía la piel verde y transparente, las manos largas y filosas con uñas que sobresalían de sus dedos, la cara espantosa, en vez de labios, una protuberancia semejante a un pico de pelícano y los ojos le refulgían como dos focos incandescentes que inspiraban el peor terror del que fuera testigo un ser humano.
Maldije, en verdad maldije en voz alta, a gritos, esa infernal presencia. Mi mujer murió en aquel preciso instante. Horrorizado corrí hacia el río. Corrí con mi dolor a cuestas, corrí estrellándome contra todo, con los árboles, con las rocas, enredándome en la maleza, con la pena de ser, probablemente, el origen de una nueva especie. Acaso ¿esta era la única manera de terminar con la pesadilla? Interrogué al silencio, al viento, a la soledad, mientras la luna se escondía en el estero, en el fondo verde amarillo de las aguas.
Al cabo de un tiempo regresé.
El extraño espécimen había gateado, a traspiés, hasta los senos de la madre.
Año 6.000.000.000.001; del nuevo calendario órfico.
Entonces las aguas se contaminaron y la tierra no produjo hierba y el sol se eclipsó y no volvió a dar su resplandor; así mismo la luna y las estrellas, que para finalizar su obra en esta galaxia cayeron del cielo y todas las potencias fueron removidas y quedamos solos, él y yo, en medio del planeta hasta que el fuego incineró nuestros cuerpos mortales junto a todas las obras del hombre. Desde ese instante fuimos espíritus etéreos y conocíamos todas las verdades del Universo. Mi hijo y yo. Luego advertimos que estábamos encerrados en un círculo rojizo, inmenso, parecido a una burbuja. Por primera vez sentí que amaba a alguien y no me importaba que en su antigua materia hubiera sido un monstruo verde y transparente. Lo amaba así, era un antropoide especial; además lo amaba porque era el principio de la nueva creación.
Ya nada me importaba del pasado, ya no existía dolor ni hambre ni soledad. Ni siquiera existía el tiempo. Después nos encontramos vagando en terribles migraciones, en un murmullo de voces confundidas sin hallar en qué Universo de
Allí, no obstante, entre lo uno y lo otro, reconocimos la necesidad de habitar un cuerpo.
Y allí fuimos para siempre el bien y el mal, el Dios y el Demonio, el hombre y la mujer; principio y fin de la física y de las matemáticas en un lenguaje que los nuevos seres llamaron “Órfico”.
No está por demás echarle un ojo al siguiente blog...es sobre la posible solución a nuestras enfermedades...todo natural.
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