CON EL PASO DEL TIEMPO
LIBRO GANADOR DEL PRIMER CONCURSO LITERARIO DE PUBLICACIÓN
AUSPICIADO POR LA DIRECCIÓN DE CULTURA Y BELLAS ARTES DEL ESTADO TÁCHIRA
SAN CRISTÓBAL, DICIEMBRE DE 2002
no se da ni se toma,
que el tiempo es como el vino
recogido en la copa,
desgraciado en el suelo
y feliz en la boca.
Joaquín Caro Romero
Poeta andaluz
Todo tiene su tiempo, y todo lo
que se quiere debajo del cielo
tiene su hora.
Salomón
PRESENTACIÓN
Sin aspavientos, sin rimbombancias, nos llega de nuevo este orfebre de la palabra que es Manuel Rojas. De sus alforjas nos ofrece su galardonada obra “Con el paso del tiempo”. Ha construido estas narraciones con pinceladas de fuerte carácter descriptivo-poético y trama conciso. El narrador cambia de un relato a otro, presentando perspectivas de narrador que enriquecen el conjunto. De la omnisciente a la primera persona o a la de testigo, pero siempre muy adentro, descuartizando corazón y vísceras de los personajes para mostrar sus más profundas interioridades.
¿Su discurso? Transparente, en algunas oportunidades. Porque se puede evidenciar en otras la recurrencia a la ambigüedad para incitar una respuesta del lector. Rítmico. Penetrante. Veloz. Líricamente narrativo…o narrativamente lírico.
Y quizá esto se encuentre en la raíz de la multidireccionalidad discursiva de Manuel. En toda su acertada palabra acorde con el género, pero no melódica, sino oportunamente polifónica.
A través de todos sus microrrelatos el ser humano se desgarra en su conflictiva interioridad. Enfrenta las condenas, sufre con el amor irrealizado, evoca infancias, inquiere sobre las fundaciones en la historia, cabalga con su incierto destino. Lucha entre un presente de sucesos incomprensibles y un pasado que de manera inclemente se inserta en la vida de los personajes.
Muchas cosas ocurren, como tienen que ocurrir en las narraciones. Pero aquí, Con el paso del tiempo, el tiempo pasa poéticamente, es decir en el infinito. O, también por siempre y por jamás. Nuevos caminos del relato que comprime en el tiempo y las acciones para suspenderlas eternamente.
Con este libro, de inusuales brechas, Manuel Rojas consolida su espacio de vanguardia en las letras tachirenses. ¡Qué el tiempo le siga brindando oportunidades de crear y seguirnos recreando!
Arturo Linares
Noviembre 2003
Al fin se sabría quién fue el culpable. Bordeaba el sol una roja mañana de hojas secas sobre la ciudad nacida de las nacientes de un río terroso. El presunto homicida fue llevado al tribunal; suponiendo la repulsión que inspiraba su feo rostro, la policía implementó las mil y una formas de seguridad, a fin de salvarle la vida.
El culpable fue sometido a juicio.
Asesinar a su propio padre no es una operación fácil ni honrosa. Cinco hermanos se jugaron el destino; interesaba más que todas las cosas el precio que significaba la herencia, dicho así tiene sentido, lo contrario sería vano. Sorprendió a todos una vejez prematura, miserable, derrochada en cientos de sueños fútiles, el mirar constante hacia el jardín sin el arrobo y vida que significa el acontecimiento, bajo el efecto de un topacio, de un diamante, de un lote de tierra en la espesura…Diez manos sobre el cuerpo ancestral; una docena de mal entendidos; la espera impaciente del quinto hermano, hilando una esperanza que en algo se parecía al pecado. El culpable observó las gradas principales, los materos de plata, el rocío de las dalias, la lámpara con la imagen de Jesús, coronado de espinas, el vacío: doce espacios de mármol para el patriarca que, en el desatino de su suerte, creyó hallar en el hijo menor la mano redentora en la que podría asirse en un desvelo suplicante. El acto fue violento, fatal, en cierto grado insólito, pero de algún modo rentable.
OFICIO DE CAMINANTE
Era mi destino como una pesadilla interminable. Caminé por sendas neblinosas, bajo árboles de neón. La ciudad apareció de pronto, sobre una ladera. Mis pasos adquirieron cierta simpatía con el asfalto. Toqué puertas en casas desoladas. No vivía nadie allí, al parecer. Finalmente me quedé dormido en un zaguán. Fui recogido por una patrulla al amanecer y encerrado en un cuarto oscuro desprovisto de ventanas; apenas se podía respirar…Después, pasados algunos días, alguien pagó la fianza y quedé absuelto. Nunca supe quién lo hizo y aunque intenté saberlo no obtuve respuesta. Vagué por ahí, hambriento, en busca de trabajo, sin casa donde dormir, sin familia ni amigos. En las noches de lluvia, en pleno aguacero, grité el nombre de un dios aprendido en el lugar de mi procedencia. Ahora no recuerdo siquiera cómo lo llamaba en medio de la angustia. No sé de estrellas ni lunas forajidas, como tampoco sé a dónde iré cuando recorra la última calle de esta ciudad sin historia y porvenir.
Me esperan otras ciudades e infinidad de calles: puertas por tocar, habitaciones amplias, extrañas escenas de mi destino, en mi oficio de caminante en el tiempo y sus enigmas.
El vidrio está empañado y una cortina morada esconde el rostro de María. Me asomo a la ventana, bajo la lluvia, acercándome lo más que puedo al cristal y aún así no me reconoce. Estoy empapado desde la cabeza hasta los pies, en medio de una calle tenebrosa. He de confesar que mi venida se debe a un sueño de conquista por demás romántico; he venido, sí, adueñándome de este rostro que no me pertenece, tan solo para verla, sin embargo no ha sido posible el encuentro. Las flores vivas del alféizar de losa azul donde aparece mi nombre rayado a la deriva, dentro de un rojo corazón, reflejan la más espantosa separación entre ambos – adoquines en una vida transitoria, mitigando esta pocilga de rabias y olvidos- sin que haya la menor esperanza de volver. Una ráfaga de viento mitiga un quejido sordo que parte inmutable de sus labios dulcemente anaranjados. El sueño es como la muerte o como una muerte pequeña desgarrada en cada noche de espera. Ha parado la lluvia y en la ventana (o en la cortina, tal vez) se vislumbra una silueta de mujer que en algo se parece a María, luego se esfuma. Me alejo con la salida del sol, al paso de los obreros al amanecer. Volveré en otro sueño, abriré la ventana y la veré cuando su corazón se abra como un loto, bajo la luz de abril.
ROJO EN NOVIEMBRE
Soy el desertor de cierta orden cuyo significado de la pureza está errado…Rondé alrededor de un libro rojo, en una noche de invierno, bajo la luz mortecina de un bombillo también rojo. Después huí. Fuera del monasterio, en la tarde final de mi redención, una luna de jaspe, grande, redonda, ilumina la montaña donde advengo al rastro de un sabueso miserable. Dos noches de caminata por un sendero peñascoso, entre juncos y arrabales. Descendí al refugio (al cual di por la aventura del sueño), lastimado por el calor de un sol esplendoroso. Hambriento, exhausto, fustigué la casa del río; me bañé en las aguas límpidas de la cascada y dormí en el sopor de los girasoles y adormideras. Contemplé el brillo que dominaba los aleros de la ventana. El viento soplaba emitiendo un sonido de corno, agradable a los oídos, luego, de paso por una ciudad, al clarear el alba, descubrí el velo que conduce a la habitación roja. Una dama semidesnuda abrió nuevamente el recuerdo, en un brote de fervor, aturdida por la alegría de verme. Manché de rojo escarlata el recinto. Un murciélago con alas fosforescentes irrumpió en medio de la madrugada, un grito, una palabra, un hombre deshojó el libro, un nombre también rojo como el mío desató la furia del viento que, en buena hora, profanó aquella posada.
UNA OCASIÓN PARTICULAR
La tarde cae melancólica bajo la lluvia de septiembre. Esperamos con afán la caravana del Presidente, guareciéndonos bajo los pinos y los cedros. Los carros policiales zigzaguean a través de las avenidas produciendo, a su paso, un ruido ensordecedor. Un hombre se acerca y apuntándonos al tórax nos obliga a desvestirnos. A mi hermana, en ese preciso momento, quizás por el susto, se le resbala el juego de cosméticos. El tipo, quien resulta ser un detective, hace una maroma al estilo de los asiáticos, creyendo que el colorete es un arma improvisada. Entonces dispara a diestra y siniestra, mientras nosotros, impávidos, sintiendo algo caliente en alguna parte del cuerpo, caemos de bruces contra el pavimento, bañados el rostro, las manos, la ropa, de sangre y barro. El desfile pasa. Aturdidos, desde el suelo, levantamos los brazos para saludar al Presidente, quien nos responde de igual forma, tendido largo a largo en medio de la tarde.
EL INVASOR
El hombre, a quien le correspondía derribar el monstruo de las mil cabezas, después de varios intentos, recurriendo a todos los elementos legales de un baluarte sólido, venciendo obstáculos, sortilegios y cualquier otra clase de riesgo, de pronto comenzó a debilitarse. Se sintió invadido por el miedo. Invocó a las huestes benignas; mutiló sueños en el dominio del zángano; esperó, quedándose solo en el andén, frente al colectivo temporal. Hubo tempestad al paso de los siglos, al paso de la jornada clandestina de su soledad de hombre solo en el infinito carrusel, vía al norte, quizás…
El invasor le ganó el terreno, sin embargo sobrevivió aunque llenándose de olvido, de misterio, de visiones y vagos presentimientos. Caminó por ahí, como quien desanda insomne, bebiéndose el amanecer de cada nuevo día, bajo las luces de la ciudad que desató su furia y a la que nunca desdeñó en la multitud de sus pesadillas…
El hombre finalmente no supo qué hacer con su destino.
Una voz terrible se asoma al vendaval donde las hojas caen con más prisa, y sobre el muro está la cabeza del impostor. Un verbo ardiente ha invadido el arco de los árboles. Imborrable la escena. Pierdo el valor secretísimo del caso y prosigo. Voy por calles infinitas con naranjos y carros lujosos a los lados. Me invade un escalofrío sepulcral. Entrego el dinero y me marcho inmediatamente, pero la voz, la temible voz desnuda me anega confinándome a una sentencia definitiva. Busco el rumbo más apropiado y me interno en un campo de zarzamoras. Un caballo salvaje se aproxima, no advierte mi presencia y sigue de largo; en ese momento, en otro sueño, con la tristeza de ser tan solo un paria en un país desconocido, el cristal estalla frente a mi cara rompiéndome los ojos, la nariz, los pómulos…
No sé cómo pude huir de ese horrible paraje, sin embargo aunque ahora yazgo inmóvil, herido, no en vano me pareció vivir una odisea grandiosa (por no decir tragedia). El resultado fue caótico, con todo el drama de una película de terror. Ahora, cuando la espera se hace infructuosa, adolezco de ternura en medio de sueños pesimistas, renegando de esta situación, de este silencio, de este absurdo silencio, mientras una mano, una cabeza sin rostro, una voz seca, apagada – tal vez la del impostor- me despierta por las madrugadas, y yo, sudando imperiosamente, frente al espejo, vivo a cada instante, aferrándome a esa aventura que nunca pude descifrar.
DESDE EL TREN
Con sigilo atravieso el umbral de una puerta neblinosa. Instintivamente las formas del espejo, apostado en la ventana transversal, multiplican mi rostro, pero mi rostro es de arena, es lo que ella dice señalando el vidrio – la ninfa se retuerce en el pavimento- , la miro asombrado y echo a correr a lo largo de la vereda. La oscuridad se torna invulnerable y no hay un solo ápice de luz solar en alguna parte. Camino a tientas. Luego, regresa una luz de penumbra amarillenta. La ninfa precede mis pasos. Me alcanza en un brocal disperso, justo cuando una ovación violenta el episodio. De pronto aparecen los arquetipos; sátrapas de la Constituyente invaden el amplísimo callejón con la suerte que, entre los dedos, aprietan el manojo de leyes. Las armas contra el miedo han desaparecido en medio de la confusión y los soldados, heridos, invocan el reino de las luces; sin recibir respuesta alguna. Han transcurrido los años y aún permanecen en el mismo sitio, respirando la misma oscuridad, el mismo perfume de la muerte y el aroma de las viandas que algunos, desde el otro lado, les envían a través de un vagón en cuyo aposento viaja el fantasma de la redención.
¡Aquel amanecer inesperado de noviembre! Todo me sabía a trigo y leña quemada en la pequeña morada de la calle 4; no volveré a lo andado – dije- y me fui al jardín de las mariposas oscuras. Los pasillos también estaban oscuros y la casa deshabitada, se oyeron algunos tiros y la radio carecía de información y sólo podía recrearnos con música. Fui a la bodega, tomé agua fría y volví a la mecedora. Leía. Aquel suceso lo relacioné con una escena de las páginas 92 y 93, exactamente: “No acercaré la mano al fuego donde solía quemar palomas, las degollaba y bebía su sangre dulce, debatiéndome con los perros por la pechuga de jugoso atardecer…Iré por las calles endechando viejas alegrías, de Vallejo quizás…
Aquel recuerdo de 1999 de un almanaque desvaído fue quemado en otro jardín, no se sabe en qué fecha aconteció ese incidente, para ese entonces la casa había sido demolida y aquellas begonias que tanto amé ya ni las riegan; los perros derribaron las plantas, y hay en el espacio un olor a sangre quemada, como olían las palomas en medio de las flores…
No sé cómo interpretar esta orfandad en la niebla, cómo proseguir el camino dependiendo únicamente del olvido, cómo derribar el muro preliminar hacia la casa de la furia. A paso de veleta sobre el viento mi poema se hará memoria, canción, pasatiempo; si eso es lo que necesito para redimirme. Sin embargo me confino al más apartado de los reinos. Es posible que agonice entre las densas nieblas de los altísimos riscos poblados de misterios. No sé de días ni de noches; sé que es plenilunio por el avatar de los aires del sur. Los postigos golpean la ventana y mi cuarto- pozo claustral- se hace cada vez más frío. El tiempo es insoportable. Salgo a caminar bajo los olmos abrigado hasta las orejas y me detengo a la entrada de las grutas, donde dejo rodar la cabeza por las vastas inclinaciones. Regreso a la pradera de la casa turbulenta. Los años tibios ante el fuego, sobre mi frente ancestral, en un rostro sin ojos, sin forma, sin gesto, preceden al hombre más antiguo del mundo, ese que pronto se hará árbol y ceniza, astilla, cal, polvo milenario, hierba del camino, cuando llegue el estío…
En la suntuosa mansión de un protestante, hace veinte años, se disertó sobre la Parábola del Jornalero; hace setenta años se pensaba en labrar la tierra, podarla, cosechar legumbres; hace cuatrocientos cincuenta años, un hombre – un tal colonizador- exploró entre las zarzas y las flores; pero antes, bajo aquel cielo esmaltado se invocaba el fuego, el agua, la luna y el sol; sobre esta misma tierra se pensaba, se vivía y se moría sin que nadie necesitase de una obra redentora. Quiso el tiempo y la memoria – sonido de arlequines- del recuerdo vívido de los hombres de harina que, dadas las circunstancias, el reverendo se escurriese una mañana de marzo, en busca de nuestros ancestros, sin importarle el ruido de la ciudad , el tintineo rudo y seco del martillo, el viento contrario, la jeringa y la rueda de los sables computarizados, desertando para siempre (dentro de una fábula grotesca) de la imposición establecida: Se vio reflejado en una visión cosmogónica sintiéndose de pronto un lacayo al servicio del Rey de España. Pernotó en la tercera habitación al nordeste de la casa, donde sufriría espasmos, dolores intensos de cabeza, mareos y un sinfín de complicaciones.
Tres semanas después abrió la Biblia, familiarizándose inmediatamente con la Tierra de Gracia. Salió a la calle una fría tarde del mismo mes, cansado, débil, soportando a traspiés un cuerpo que derribaba en el escozor de la barriada.
Dijo llamarse Maldonado.
El caballito dorado que me acompañaba desde la infancia, murió. Hoy sólo queda su sombra, y sobre ella cabalgo en las noches de lluvia. Subido en su lomo vago a través de las eternidades, mientras sueño con nuevos paraísos. Mi mundo oscuro se llena de muñecos extraños, animalucos perversos que me espían desde la penumbra. A veces soy un pequeño capricornio que embiste duro contra el vendaval. En otras oportunidades soy un duende que se cuelga de la luna para huir de la soledad. Me escondo en la neblina, taciturno, sereno, y regreso al amanecer, cuando el reloj despierta a la hora del gallo, anunciándome que debo cabalgar sobre mi humana transparencia, bajo la lumbre del sol que ilumina la aldea.
LA RULETA RUSA
De la orfandad primera, la tibia calma ha cercenado la cabeza de los apostadores. La ruleta rusa (tal conveniencia para la muerte) con, o sin tambor de balas de plata, fulmina una ráfaga de nítidos pensamientos. Es así como, bañado en sangre, el caballero despierta al anochecer. Todo el día apostó, incendió graneros, mutiló caballos, derribó esperanzas, en fin quemó los billetes del dinero obtenido en la revancha, incluso alucinó con licántropos y otras monstruosidades. El hombre jugó con la muerte y fue transpuesto a un reino superior. El genocidio fue conocido por todos los parroquianos de ese extraño pueblo. El infante inmortal, como reza el sagrario de su aventura, abrió el sendero de la salvación, bajo la enigmática figura de su sombra doblemente asesinada.
Frente a la claridad del día, contemplo, en espejo majestuoso, la diáfana constelación de esplendores milenarios: la abuela que se desplaza solemne hacia el cántaro de agua fresca, el perro que bate la cola, la redondez del gato (como un ovillo) echado sobre la alfombra de felpa dorada, el noveno arquero del signo y la sagita que revienta la cuerda del círculo; el interés por encontrar más fuerza en la metáfora se debe a la rapidez con que ejecuto el ciclo. Antes, podría haber sido piedra, silencio, oscuridad, hoy – después del encuentro con la dama del vestido verde, ya no sé si en sueños o en la vida real- el sopor me ha convertido en animal y humano a la vez. Efectivamente, la metamorfosis se ha tornado cierta en mí. La presencia del sagitario, aunque inofensivo, me ha vuelto a la edad de las máscaras antropomorfas; la flecha dictará la última sentencia de mi desmedida sobriedad.
Cerca de mí ella se quedaba esperando. Yo no podía mirarla aunque quisiese, por lo tanto el tiempo se hacía más largo. Empecé a sudar. Quise pensar en otras cosas. El experimento concluía. Luego, en otra dimensión, tomaba la forma de un minotauro boreal, erguido, cornudo. Sin esperanzas, atrapado finalmente por la dama, lo único que más deseaba en la vida era volver a la realidad y marcharme en silencio. Desde ese estado el mundo era una insondable rueda de misterios. Lentamente me iba contra el adiós en un terrible riesgo de voluntades.
Llegó el solsticio de verano. Ahora tan sólo soy un animalucho débil, aturdido, extraño por la espera y sin saber cómo regresar. Consulté, con las pocas fuerzas que me quedaban, el almanaque, e intuí que estábamos en la fecha, la hora, el minuto exacto para detener la prueba. La mujer extendió su mano hasta la probeta y preguntó: ¿Quieres continuar con el sacrificio en nombre de este sueño? – No, no lo haré, respondí. Al fin descubrí el enigma: mi identidad había sido transpuesta y sólo un milagro podía devolverme.
Ella, cerca de mí, se quedaba mirándome con regocijo.
LA DAMA DEL VELO ROJO
La bestia del oráculo se imponía como una imagen espectral, aunque agradable a mis ojos. Los hombres desesperaban por alcanzarla entre las sombras de frustrados vaivenes. Era un tiempo en que se esperaban grandes cambios, un porvenir distinto. Codiciada por muchos, pobres y ricos, blancos y negros... se erguía sobre las cúpulas y las olas del mar. Yo pude ver sus rostros, porque tenía dos caras: una daba hacia el poniente de la luz y la otra hacia la noche. Estuve tan cerca de ella que el aire que respirábamos era el mismo para nuestros pulmones. No obstante un día vi que la aldea donde se esconde el horizonte en plenilunio, se incendiaba. Entonces regresé. La dama del velo rojo me esperaba encerrada en sus aposentos. En ella encontré todo lo que buscaba en la vida: silencio y tranquilidad...
De vez en cuando recuerdo a la bestia del oráculo, sobretodo en las caminatas nocturnas, al recorrer los pasillos de la gran casona, allá en la montaña, solo, cansado, viejo.
LA PUERTA
He recorrido algunos parajes en busca de la puerta. Esa puerta oculta en algún lugar del jardín. El preludio azul de las flores se esconde entre la neblina, bajo la brisa. Con manos deformes, por el sudor y el cansancio, he abierto una brecha hacia espacios desconocidos. Corto hojas que misteriosamente se adhieren a los dedos. Estoy solo en medio del patio principal. La casa está rodeada de árboles inmensos. Me siento iluminado por la áurea de los balcones, allá arriba. Tengo los dientes de acero, los ojos llenos de azufre, los pies sangrantes. Entro al único lugar permitido: el templo, el santuario de los altares de sílice. Pródigo, camino hacia paraísos exóticos, entre músicas turbulentas. He dispuesto mi alma para estos lugares y así abreviar mi existencia. Prosigo hacia la luz, lejos de esta existencia, al cruzar la puerta.
LA CASA ENCANTADA
Mis pasos resuenan como un rezo de letanías. La soledad, en una casa transparente, se acentúa. El reloj, dispersa el tiempo, se funde en las líneas de un viejo almanaque. Desde no sé que estancia secreta me llega un sonido extraño parecido al galopar de un caballo. Las ventanas están abiertas y unas palomas revolotean afuera. En la última hora de mi sueño no te veré más – pensé -, hoy he colgado tu sombra en las mastabas de mi hogar legendario, en una leyenda misteriosa donde al proferir tu nombre, los dedos de las manos me sangran. Aborrecí esa hora y para reanimarme invoqué dioses desconocidos que yo sólo había creado para mi propia redención. Las palomas se han muerto de cansancio, hay, tendido largo a largo del pasillo, un caballo asesinado, un mago, más allá, reposa en silencio mientras en su sombrero un conejo salta y chilla de hambre. Un viento suave me acaricia la frente. El perfume de los jazmines se descuelga como una nota musical. Con la llegada de la noche la casa se llena de faroles para iluminar los rostros de los muertos que guarda este misterio. En la madrugada me he quedado dormido en la cocina, frente a la ventana, cerca de la estufa, contemplando los astros...
Se espera una vida con nuevos significados. El tañido lejano de una campana, el sonido seco y apareado de un barco en alta mar, la sonrisa de un bebé, repetida en el espejo, son motivos suficientes para pensar alegremente en lo que se espera, sin embargo hay lugares donde la miseria no tiene sentido porque a su alrededor la naturaleza palpita vivamente fortificada. No son los árboles ni las rosas la heredad verde-carmesí, ni el hueso del arbusto animal, los trajes del alba, la pompa del huerto con todos sus inviernos en flor, no, es la música de lo infernalmente dorado, y poesía y memoria, tierra húmeda, dulce del viento dulcemente acariciante; es todo lo que nos rodea y realiza dentro de una soledad jovial, implícita en el sonido. Abundancia de pájaros alborotando la mañana. Abundancia de aire puro, aroma del café y del maíz tierno, murmullo de tu voz en la montaña, llamándome desde el eco, desde la cumbre, desde ese último domingo cuando dejamos de existir…con el paso del tiempo.
1992. El incidente al cual me referiré causó honda consternación entre los ciudadanos de un pueblo extraño: Un hombre con la altura y el arrobo de un emisario bien pagado, cortó en pedazos el cuerpo de una mujer y lo arrastró por la calle. A juzgar por la apariencia del sicario se trataba de una venganza, no obstante, explicó el ejecutor, la rencilla se había suscitado mucho antes, la anterior, tuvo como escenario un convento en los alrededores de Italia, en el siglo XV, indudablemente se trataba de un ajuste de cuentas, celos, o qué se yo que pasiones adversas, pero lo impresionante es el lugar y tiempo del hecho. Otra versión de extrema fantasía por parte del asesino, llama profundamente la atención: el acto había sentado precedente allá por el siglo II a.C. en la parte más remota de la tierra de Efraín, por un levita de Israel.
El juicio se realizó a plena luz del día. El homicida fue condenado a cadena perpetua, suicidándose tres días después en la celda. Se encontró una misiva en la cual juraba vengarse de Lilith la “lechuza estridente”. La noticia me fue revelada por un telégrafo que ya no funciona y desde un pueblo habitado por espectros condenados al olvido, sin historia en la cronología del reino humano, sin memoria en el delator inocente de este episodio, pero sin límites en el universos de la anécdota…
Este libro se terminó de imprimir en Diciembre de 2003 en los talleres gráficos de Lito Formas.
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