sábado, 27 de junio de 2009

LAURA ANTE EL ESPEJO (cuento)

LAURA ANTE EL ESPEJO

Dadas las circunstancias debo permanecer en cama, ausente del mundo. El espejo me devuelve un rostro pálido, ojeroso, acostumbrado a no dormir, a contemplar la luna e imaginar una esfera girando en círculos hasta posarse en la ciudad. El platillo volador nunca apareció pero así fue como conocí a Laura.
La vida nocturna es mejor. Lo llegué a creer por esos detalles curiosos de la noche: las sombras imprecisas que reflejan los postes en las paredes, las linternas indiscretas al paso de los transeúntes, las luciérnagas relampagueantes de los charcos; en fin, todo es una acción retenida en la oscuridad.
A Laura la encontré por primera vez caminando por el parque. Apenas se distinguía en medio de la niebla. Su delgada estampa emergía fluctuando en la densidad, con languidez – es pequeñita como una estatuilla griega -. Desde entonces permanentemente anduvimos por los mismos lugares, charlando con vehemencia bajo los árboles escuálidos y fríos; por calles largas, mudas, sin preámbulos, cual hojas sueltas en la lluvia. Arriba, un cielo espeso amenazando caer, después el aguacero y luego el resfriado que poco a poco se convirtió en un aguijón lacerante; una punta esmerilada taladrando los pulmones.
A ella no le importó verme así, esputando hasta el alma. A mí sólo me interesaba verla. No se me olvidan sus cabellos del color rojo de los camerinos, las faldas ajustadas, un poco de carmín en los labios; hoy ocre con verde, mañana ocre con rosado.
Una puta siempre viste así.
Irrevocable actitud. La obsesión de acompañarla hasta el bar y luego el adiós: ¡hasta mañana! La palabra implícita en la despedida, en el “hasta luego”; la palabra comprometida, la palabra hecha madrugada, obcecada, hasta quedar sujeta al tiempo; la demora que sólo existe en la lejanía o en la cercanía del pensamiento, o en el destino ahora permitido pero no realizable. Siempre hay un algo permitido y un por qué no realizable, un motivo ajeno a mi voluntad, es lo que pienso ahora y lo que escribo en lo más recóndito de mi ser. Deletreo, intento relatar, narrar la situación, crear; percibo el sonido nebuloso de unas frases que se desprenden y se acomodan tratando de moldear una forma; la metamorfosis persiste en detenerse, disipa líneas pre elaboradas. Un jadeo constante me sacude, provoca espejismos, escenas que veo entre franjas de luz hasta aunar un poema. Me invade la fuerza de querer romper esta cripta de fuego que paso a paso penetra mis bronquios. Vas a morir. De pronto oigo su voz y el mundo se hace astillas tras mis espaldas. Vete, respondo. Toso. Tengo fiebre. La figura se torna distante, fantasmagórica. Vuelvo a toser y una púa atraviesa la médula. Me asfixio. Me hundo en un mar de convulsiones y una cosa queda suspendida en los ojos: la ciudad nocturna con sus espíritus que vagan por las catedrales, que persigue a los espectros fatigados por la vida. La poesía aún da latigazos en la mente. ¡Al carajo! Soy masoquista. Hoy he vuelto a rondar por la manzana donde está el bar. En la esquina, alguien espera a alguien como yo espero a Laura, mientras invento cien argumentos para justificar el encuentro; ordeno ideas, lo dicho y entre dicho en el sueño, en la transparencia de las imágenes que intento decirle, sueño con extraterrestres, con orinar; me envuelvo en la cobija y escupo sobre la vigilia, otra vez su voz retumba en mi cabeza: “entre tu y yo no puede haber nada...” se repite constantemente. Pudiera borrarlo todo en un instante pero me produce placer, irremediablemente no puedo hacer nada, sólo esperar. Ella sigue ahí. La veo meterse en el baño, desnudarse, quiere estar conmigo, lo dice con su sonrisa inmutable como si de veras quisiera hacerlo. Al frente reaparece el cristal y en él dos seres se contraen, se estrían, se abren poseídos por el calor de la piel; el agua está fría, le digo con timidez y sus manos me acarician el pecho; huelen a Vaporub, a mentol. ¿Te acuerdas de mí? Y me duele saber que no, no se acuerda.
Intento besarla y siento miedo, miedo a contaminarla. La observo una vez más y su cuerpo se pierde en el espejo. Se diluye esparciendo una sensación de dolor; la estúpida desesperación de aceptar las pesadas manos sobre el tórax, los paños calientes, el bebedizo de pino tres veces al día, el jarabe de bromexina de clorhidrato, el jugo de cebolla con miel y el estrujar de los huesos avecinando la palidez mortal, el recuerdo imborrable de Laura. Ella no está y sin embargo no deja de iluminar la estancia. Alguien habla desde la puerta al compás de unos metales o vidrios o luces intermitentes empañando la respiración. ¡Qué va! Ya ni las pestañas tienen fuerza para levantarse. Son los últimos estertores... un calor sofocante, una pesadilla, toso, gemido de cabaret, Laura yo... y su cuerpo se esfuma para siempre en la penumbra.

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