- Como usted ordene, señora. Responde el hombre. Cinco segundos, diez, un minuto, no sabe cuánto... considerable, eso sí, para un bostezo. Y mira la mano. La mano que ahora no está. Mira al espejo y la mujer tampoco está. Palidece. Hunde con fuerza el freno y en ese momento alguien le quita el paso, es un Fair Montt rojo que estacione al frente. El hombre emite gritos guturales:
- ¡Ignaaaaaaaaaaaaaaaaaaciooooooooooo!
El hombre del carro rojo se baja riendo pero al ver el rostro del otro se sorprende:
- ¡Hey, qué sucede!
- ¡No está, la mujer no está!
- A ver, cálmese, dice el interlocutor para quien la confusión es tan sólo un susto de principiantes.
- Vamos por partes ¿a qué mujer te refieres?
En efecto, tal como lo había imaginado el hombre del carro rojo, la mujer trataba de levantarse, medio dormida decía cosas ininteligibles. Ambos ríen al percatarse de la situación.
- ¡Fue sólo un susto – dice el afectado – para mí fue difícil no verla en el espejo.
- La ciudad es peligrosa de noche, tenga cuidado. Anoche asesinaron a uno por
los lados del sur, lo mutilaron horriblemente, unos maricas, dicen ¡puta madre! Y se lleva la mano a la boca en señal de respeto.
El hombre del carro rojo prosigue, y el taxista regresa a su objetivo. La mujer permanece fija, allí, proyectando una silueta de escultura humana, indemne como petrificada, semejante a esas muñecas de fililí señorial de los figurines.
- A la izquierda, por favor. Escuchará decir a la mujer, quizás.
- A la derecha, volverá a decir.
- Ahí, en esa casa, y la casa estará silenciosa, envuelta en neblina. Alguien la
esperará en la puerta, a lo mejor un viejo vestido con frac y abrigo de piel de foca.
- ¡Oh, mi tierna y siempre admirada esposa! ¿De qué estás hecha ángel mío? O por el contrario la entrará a golpes a su casa.
- ¡Gracias señor, es usted muy amable, y le dará una buena suma de dinero por la carrera.
- ¡No, por favor, es mucho... ! No, o estará contento el taxista. Así no debe ser, quizás imaginó. Tal vez se trate de una solterona adinerada y melancólica. La recibirán en la escalera un par de ancianos. Una vieja desgarbada le dirá: “Mi dulce y espiritual hijita, hemos estado esperándote, mira, tú sabes, por lo de la artritis y el insomnio, no he podido pegar los ojos y... la solterona que se quedó para vestir santos, pensará el conductor. La solterona ebria, eso no le gustará a mamá. Esas cosas pensaba el conductor mientras se escurría de cansancio en el asiento.
La oportuna presencia de Ignacio sólo servirá de burla para los demás. Pensando en esto se siente un idiota. Ha demostrado serlo ¡cómo se burlarán! Dirán lo de siempre. Se sentarán a conversar en las sucias bancas de la plaza: él les contará la última y se reirán con toda la desfachatez posible, con sus risas desdentadas, hediondas, miserables; se mofarán hasta decir basta. Así los ve dentro de su cabeza, fumando y rascándose las grasosas barrigas.
La mano de la mujer permanece en el mismo sitio. El hombre se hace una imagen abstracta de la fina porcelana y el diamante que refulge. La mano que observara hacía un instante ya no está. Recuerda los dedos, largos y filosos, las uñas plateadas, elegantes, y entre las penumbras la cadena de oro; el destello aumenta como una ráfaga de visión salvaje. Podría asaltarla y nadie lo descubriría, excepto Ignacio, a quien se le podría dar algo a cambio del silencio. Esta idea cruzó fugaz por su mente. Mira de soslayo la mano que no está, el cuello y la boca – línea rojiza y débil – de la escultura de ébano. Mira donde debía de estar el rostro de la mujer y sólo ve un hueco hondo y negro empañando el vidrio. Ríe. Con clientes así uno pasaría toda la noche sin saber adonde van, se dice en voz alta. Detiene el carro y mira hacia atrás, hacia el mueble donde debería estar la mujer. La mujer no está. La atmósfera le pesa en las espaldas como si llevara un busto de cemento. Un aire frío, tenso, perfora el espacio. Una crispación eléctrica ruge dentro de su cuerpo. ¡Dios mío, la mujer no está! Tiembla como una anguila e intenta abrir la puerta pero esta no cede. No obstante se ve obligado a continuar. Acelera el auto en una vereda angosta. Prosigue hacia una plaza rodeada de robles. Aturdido y pálido continúa por una avenida. Sabe que está cuerdo y para confirmarlo se toca, se pellizca, se da una bofetada. ¡Se burlarán de mí pero es verdad, Dios sabe que es verdad! Esta frase baila por largo rato en su cabeza.
En algún momento el hombre se había decidido a abandonar el carro, pero algo superior al miedo le hacía mantenerse en control. Pese al incidente, otras cosas lo tranquilizaban, pues se arrellanó en el asiento, automáticamente. Se estiró, respiró con vehemencia y cogió ánimo para continuar. Encendió un cigarrillo. La temperatura ha bajado más de lo normal. Busca una manta. A nadie se le hubiera ocurrido meterse en aquel lugar y menos a esa hora. Ignacio debió llegar hasta el principio, hasta las primeras quintas de la urbanización o hasta la plaza. Aminora la velocidad. La neblina no le deja ver más allá de treinta metros. Curiosamente le parecen iguales todas las calles, todos los jardines de las casas y todos los brocales.
-¡Cómo habré olvidado la salida, Dios mío! Se repite constantemente.
Por unos instantes debió haberse bebido el tiempo sin pensar en nada. Gira hacia la derecha para encontrarse de pronto en un turbio callejón repleto de basura y casas metálicas, inmersas en la oscuridad, de ventanas ovales y balcones ajedrezados. También se da cuenta que el depósito de gasolina no tarda en agotarse. Juraría que le falta el aire, porque un olor extraño le lastima, como si alguien quemara hierbas para santería o marihuana. La luna se oculta entre gasas grises y en las ramas de los olmos por encima del terrado de un pequeño edificio. Baja hacia lugares pestilentes, de calles angostas y cloacas abiertas. Desvía el carro por una esquina que da a otro sector igual de miserable al anterior, de latas y arbustos secos. Sale a otra barriada de edificios con torres de ladrillos pálidos. Cierra los ojos para no pensar. Irá por donde le lleven esas misteriosas encrucijadas. Vaga dentro de un laberinto de inscripciones grotescas; irrumpe nuevamente en una carretera en cuyo extremo hay un botadero de desperdicios químicos, sin salida. Considera que es un sitio despejado y sin ningún peligro para orinar. Basta la necesidad o el instinto de conservación para anunciarle la cercanía de los dóberman apostados detrás. Lo que más le tortura es su pésimo sentido de la cordura, la falta de memoria y fe; nunca se perdonará ese error. La sensación de estar solo a pesar de estar rodeado de gente que duerme y perros que lo persiguen, le aterroriza hasta la confusión. Intenta, aun así, abrir la puerta y nada. Acelera un poco para detenerse más adelante, en plena soledad y silencio de la madrugada. Las luces se apagan, para colmo. El cielo está cruzado de copas y ramajes, menos oscuro en esta zona, sin embargo pueden verse las estrellas, incluso ahora se siente algo de calor. Se queda ahí, absorto, impávido, y más, cuando oye el quejido de un niño. La voz retumba en las paredes y regresa contra el eco, con un grito desgarrado, sumido en las tinieblas, quejumbroso: ¡Maaaaaaaaaaaaaaaamiiiiiiiiiiiiiiiiii, veeeeennnnnnnnnnnnnnnnn!
Parte de allí a toda máquina. Cruza un parque y arriba a una explanada, suda frío. Toma una vereda corta y llega a una vivienda con aspecto de convento en ruinas. Una ráfaga de neblina se dispersa en la atmósfera. Sin darse cuenta, por poco enciende el auto al prender un cigarrillo. Apenas se quema parte de la alfombra. En un instante logra aplacar la espada de fuego que ya empezaba a alzarse. Como para consolarse emite un gemido que es respondido desde alguna parte de las penumbras. Un “¡ay!” de dolor se repite sorpresivamente. Prosigue hacia una vía moribunda, de piedras talladas. Cae en una avenida parecida a la anterior. Toma un atajo cuando se acuerda de la hora, mira el reloj y no funciona. Enciende la radio y tampoco funciona. Da un vistazo al marcador de gasolina y este le confirma que en cualquier momento se termina. Sigue en tinieblas hasta un lugar de hermosos chales. De pronto se encuentra frente a una hilera de casas prefabricadas y terrenos en remoción, con máquinas cual si fueran escombros de basura. Hace la retirada por un sector de campo abierto dirigiéndose, sin saberlo, a la primera ruta de hace un buen rato. Balbucea de rabia: “¡maldita sea, el mismo sitio!”. Deja un grueso chorro de smog cuando el carro empieza a rezagarse desmayándose poco a poco. Toma hacia la derecha y estaciona en la orilla de un cedro. Amanece. Ve como entre sueños una maraña de calles, plazas, pájaros y edificios que forzosamente quisieran asirse a la realidad. Naranjas pisoteadas sobre un suelo teñido de rojo, triste, donde un grupo de niños ríen mientras juegan con algo que le llama poderosamente la atención; el escenario le saca de sus cabales. Niños con peinados extraños, de cejas anchas sobre unos ojos grandes y espantosos, hacen filas y acrobacias maniobrando con soltura algo que le hace estremecer. Ve o cree ver una mano sangrante, larga, con dedos filosos y uñas plateadas que pareciera estar aún viva. Y en uno de esos dedos titila un anillo que semeja una terrible llama en medio de aquel arsenal, tupido de neblina.
LA EJECUCION
Todo predominio de la fantasía sobre la razón constituye una gran locura.
Samuel Jhonson
Escribo esto, ahora en que la noche se ha abierto como un loto y la lluvia no cesa, ahora en que las ranas croan en la oscuridad y los gatos se entumecen y se esconden bajo tejas partidas, ahora en que quizás estoy soñando o tal vez ande por ahí como un sucio metal con que se compran las cosas. Las imágenes se acercan a pasos agigantados, la luz y las tinieblas se invierten: no veo distancias, fin ni horizontes; estoy a merced del tiempo. La velocidad en que viajo me da vértigo. El experimento, querida Dedé, ha dado el resultado esperado. Bajo hacia un túnel de piedra, envuelto en incandescencias; encuentro unas gradas y desciendo por ellas... 19, 20, 21. La visión me empequeñece, por eso todo lo que suceda de aquí en adelante, aun cuando se trate de la muerte será agradable pues todavía no soy sabio en el dolor. La plataforma de una esfera, un ente cercano, a lo mejor una piedra, creo, se aproxima en el fondo de un grito. Será como una torre babilónica, una muralla china o quiché, un tótem irreverente, una botella anaranjada; qué sé yo, pero eso, sea lo que sea, y todas las demás cosas me arrojan a un estado de displicencia indescriptible. Aunque al principio hice mención de sentirme agradado, ahora esta breve derrota ha de acentuar en mí la desconfianza en este tipo de experimentos. Es natural que actuara con sigilo, entonces la cosa antes señalada toma forma: se trata de una casa grande, vieja, solitaria, rodeada de árboles frutales, situada en el extremo norte de una gran ciudad parecida a Londres.
Un anciano anémico pero bien vestido, con una rosa en el ojal, hace las veces de anfitrión. A su lado se halla sentada una señora que sostiene fervorosa un libro entre las manos, probablemente una Biblia. Permanece silenciosa, seria, sus facciones son pequeñas al igual que las de un colibrí. Posee un encanto particular que la hace semejarse al carisma que transmiten las beduinas cuando están alegres. A lo lejos de allí, en la semipenumbra, hay una cámara de televisión y en el uniforme de los camarógrafos como también en la pantalla se leen las siglas “BBC” que, indudablemente, me transmiten la sensación de encontrarme rodeado de personas importantes, pese a que tienen aspecto extraño, diríase que parecen personajes de novela, ficticios en todo caso. De hecho es una deducción personal: por el contrario resultan estar lo suficientemente vivas como para reír con estruendosas carcajadas. Palmotean a una joven que se presenta en la tarima. La llaman Dedé como tú, y qué modales, qué voz, qué brillo brota de sus ojos, qué léxico, qué diferente se torna la reunión con la presencia de ella. Dedé es un sueño invernal y no sé porque razón, ahora que me doy cuenta, ella tiene que estar en esta fría escena de mi espíritu, de veras no lo sé, es lo único que no entiendo del experimento. Llega la hora del brindis, pido la copa de plata y empiezo a detallar a los visitantes. El vodka me desgarra la garganta. El atuendo de la gente a mi alrededor parece estrafalario, curioso: Un tipo semejante a un alquimista francés, otro parece un legendario vikingo, vestido a la moda de la Edad Media; un agricultor acaudalado que vive en Kidderminster, según dijo el anfitrión después de la presentación de la muchacha, entona una canción del campo...
Me encuentro en Whitehall, 1649, descubro al fin. Montado en un caballo bermejo y entre la multitud de soldados de cabeza rapada, sobresale un joven a quien llevan hasta un cadalso. Eso aparece en la pantalla mientras el animador pide un brindis por la reencarnación de su hijo Zelz. En ese instante, el muchacho, de quien se dice es el Rey Carlos I de Inglaterra, es ejecutado en presencia del pueblo. Recuerdo vivamente el episodio, un hacha cae sobre él, en pleno cerebro, me estremezco y miro en otra dirección. Sin duda alguna, la ejecución me ha perturbado emocionalmente como si se tratara de mí mismo. Dedé sonríe.